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Y no morían.

El techo de la habitación. No ser Jonas, sino ellos. Estar suspendido encima de un espacio donde las personas iban de un lado a otro año tras año. Unas desaparecían, otras llegaban. Él estaba suspendido allí arriba, el tiempo seguía transcurriendo, pero a él le daba igual.

Ser una piedra junto al mar. Escuchar el rumor de las olas. O no escucharlo. Yacer durante siglos en la orilla, después ser lanzado al agua por una chica, para ser arrastrado fuera siglos después. A la playa. Sobre las conchas erosionadas hasta quedar convertidas en arena.

Ser un árbol. Cuando fue plantado reinaba Enrique I o IV o VI, y después vino un Leopoldo o un Carlos. El árbol estaba en el prado, alumbrado por el sol, al atardecer decía adiós al sol, la noche traía el rocío. Al amanecer salía el sol, se saludaban, y al árbol le daba igual que a mil kilómetros de distancia deambulase por el mundo un Shakespeare o decapitaran a una reina. Venía un labrador y cortaba sus ramas, y el labrador tenía un hijo, y el hijo tenía otro hijo, y el árbol continuaba allí sin envejecer. No tenía dolores, ni miedo. Napoleón se convirtió en emperador, y al árbol no le impresionó. Napoleón pasó por allí, acampó bajo su sombra, y al árbol le dio igual. Y cuando más tarde llegó un tal káiser Guillermo y lo tocó, no sabía que Napoleón lo había tocado. Y al árbol le importaban un ardite tanto Napoleón como Guillermo. Igual que el tataranieto del tataranieto del primer labrador que había ido a podarlo.

Ser un árbol así, que había estado en el prado a comienzos de la Primera Guerra Mundial, y de la Segunda, y en la década de los sesenta, y de los ochenta y de los noventa. Que ahora continuaba allí y alrededor del cual soplaba el viento.

El sol brillaba a través de las persianas. Jonas cerró la puerta con llave y registró la vivienda, dejando el fusil junto al perchero. Nadie parecía haber estado allí. El cuchillo seguía clavado en el muro. Tiró de él. Estaba profundamente hundido.

Se preparó algo de comer. Después bebió grappa. Se asomó a la ventana y con los ojos cerrados disfrutó de los rayos de sol.

Las ocho. Estaba cansado. No podía irse a dormir, tenía mucho que hacer.

Abrió las cámaras de la vivienda vecina. Numeró cada casete. Con las cintas 1 a 26 apiladas delante del pecho regresó haciendo equilibrios a su propia vivienda. Puso una casete virgen en el vídeo. En la cámara introdujo la cinta 1.

En la pantalla del televisor apareció el Spider a toda velocidad, rugiendo por Brigittenauer Lände en dirección a la cámara. Cuando pasó a su lado, el ruido del motor era tan ensordecedor que Jonas, asustado, bajó el volumen.

El estrépito dejó de oírse y al poco rato reinaba de nuevo el silencio.

La pantalla mostraba la calle Lände vacía.

Sin el menor movimiento.

Avanzó la cinta. Tres, ocho, doce minutos. Apretó el play. De nuevo vio la calle Lände inmóvil. Aguardó. A los pocos minutos se oyó a lo lejos el rugido de un motor acercándose rápidamente. El Spider entró en el encuadre. Se dirigía con el capó abollado hacia la cámara. Pasó rugiendo a su lado.

La calle estaba abandonada. El viento mecía suavemente las ramas de los árboles que la bordeaban.

Jonas rebobinó hasta el principio. Pulsó el start de la cámara y la tecla de grabación del vídeo. Detuvo la grabación justo en el momento en que el coche salía de la imagen lanzado. Extrajo la cinta 1 y colocó la cinta 2. Mostraba el trayecto visto desde el balcón. Apretó la tecla roja. La paró de nuevo en el momento en que el Spider abandonaba la imagen.

La tercera cinta procedía de la segunda cámara del balcón. Había filmado el puente Heiligenstädter Brücke. Tuvo que rebobinarla dos veces para averiguar el momento exacto en que el coche entraba en el encuadre. El Spider desaparecía en el otro lado del canal. Jonas detuvo la grabación. Dejó correr la cinta en la cámara.

Contemplaba el puente inanimado.

Ninguna persona había visto aún lo que él veía en ese momento. El pretil del puente, el agua del canal del Danubio. La calle, el semáforo intermitente. Se había grabado ese día poco después de las 15 horas, pero no había habido ninguna persona cerca. Esa grabación había sido tomada por una máquina, sin testigos humanos. Eso habría divertido a lo sumo a la máquina misma y a sus motivaciones. Al semáforo. A los arbustos. A nadie más.

Pero esas imágenes eran la prueba de que esos minutos habían existido, de que habían transcurrido. Si subiera en ese momento al puente, se toparía con un puente diferente, con un tiempo distinto al que veía allí. Pero ésos habían existido. También sin su presencia.

Introdujo la cinta número 4. Y luego la 5, la 6, la 1… Avanzaba con rapidez. A ratos se levantaba para servirse una copa, prepararse un tentempié o simplemente estirar las piernas. No se demoraba mucho. Cuando pasaba la cinta que mostraba la plaza Gaussplatz, ya había oscurecido.

El Spider rozó a un coche aparcado y comenzó a dar bandazos. Chocó contra un coche del otro lado de la calle antes de volver a patinar y atravesar la calzada hasta estrellarse de frente con un coche Van. La colisión fue tan violenta que Jonas se quedó petrificado delante de la pantalla. El Spider salió catapultado hacia la rotonda, donde giró varias veces alrededor de su propio eje hasta que finalmente se detuvo.

Durante un minuto no ocurrió nada. Transcurrió otro más. Después el conductor se apeó, fue hacia atrás, abrió el maletero, examinó algo y se sentó nuevamente al volante.

Al cabo de tres minutos, el coche prosiguió su marcha.

Jonas no había grabado la escena en el videocasete. Rebobinó, pero tampoco ahora pulsó la tecla de grabación. Contempló el accidente con incredulidad. Vio salir al conductor, acechar a su alrededor para comprobar si era observado y encaminarse hacia el maletero. ¿Por qué se comportaba así? ¿Qué tenía que hacer en el maletero?

¿Por qué Jonas no se acordaba de eso?

La cinta se terminó a las once y media. Después no había grabado la segunda vuelta. A lo mejor lo remediaba en otra ocasión, por el momento le bastaba con una vuelta. Ya la vería en otra ocasión más propicia.

Vagó por la vivienda con el vaso en la mano. Recordó los anos que había vivido allí. Comprobó que estaba cerrada con llave. Leyó los breves mensajes de Marie en su móvil. Movilizó los hombros tensos y contempló el cuchillo clavado en el muro del dormitorio.

Se lavó los dientes mientras se miraba en el espejo. Al ver sus ojos, se sobresaltó. Mientras el cepillo restregaba con un zumbido la pasta de dientes por su dentadura, se fijó en el suelo. Escupió. Hizo gárgaras.

Regresó al dormitorio. Agarró la empuñadura y tiró con todas sus fuerzas. El cuchillo no se movió ni un milímetro.

Se arrodilló para examinar la alfombra. Al cabo de un rato creyó que debajo del cuchillo el suelo estaba un poco más limpio que en los alrededores.

Sacó la aspiradora del armario del dormitorio, donde guardaba el voluminoso aparato por falta de espacio. Extrajo la bolsa, fue al baño y vació su contenido en la bañera. El polvo que se desprendió le hizo toser. Se tapó la cara con una mano. Con la otra rebuscó en el bloque compacto de pelusas de polvo, trocitos de papel y basura comprimida. No tardó en hallar un polvo blanco.

Procedía del muro.

18

A lo mejor la clave era el orden.

Se frotó los ojos, esforzándose por retener ese pensamiento. Orden. Modificar lo menos posible. Y allí donde fuera factible, restablecer la situación antigua.

Parpadeó. Había soñado, una pesadilla… ¿Cuál?

Miró a la pared. El cuchillo había desaparecido. Jonas se levantó de improviso. La cámara, el fusil, el ordenador, todo estaba en su sitio. Pero el cuchillo había desaparecido.

Mientras intentaba abrocharse la camisa con dedos temblorosos, su mirada examinaba el suelo. Nada. Corrió al cuarto de estar: ni rastro del cuchillo.