Notaba un terrible dolor de cabeza. Se tomó un paracetamol. Desayunó un bizcocho envasado en plástico. Tenía un sabor artificial. Bebió zumo vitaminado. Recordó su sueño.
Se encontraba en una habitación con muebles diminutos, como si hubieran encogido o hubieran sido construidos para enanos. Frente a él, en un sillón, se sentaba un cuerpo sin cabeza. No se movía.
Jonas contempló al descabezado. Lo tomó por muerto. Entonces se movió una mano. Poco después, el brazo. Jonas murmuró algo, pero no se entendían las palabras. El descabezado hizo un ademán despectivo. Jonas reparó en que el lugar entre los hombros donde se había asentado la cabeza era oscuro, con un círculo blanco en el centro.
Volvió a hablar con el descabezado, sin entender o saber lo que decía. El descabezado movía, rígido, el torso, como si quisiera girarse para mirar hacia un lado o hacia atrás. Llevaba vaqueros y una camisa de leñador con los botones superiores desabrochados. Tenía pelos grises encrespados en el pecho. Jonas dijo algo y entonces el descabezado comenzó a balancearse en su asiento. Con movimientos breves y veloces avanzaba y retrocedía, vibraba de un lado a otro. Mucho más deprisa de lo que permitían la habilidad y la fuerza normales.
Jonas apartó el bizcocho, terminó de beber el contenido del vaso y resumió el sueño en su cuaderno de notas con unas parcas frases.
En la caja de herramientas encontró solamente un martillito que a lo sumo le permitiría clavar una escarpia en una pared de contrachapado. Buscó en la caja de debajo del lavabo del cuarto de baño, donde guardaba herramientas cuando le daba demasiada pereza ir abajo. Vacía.
Bajó en ascensor. El trastero del sótano olía a goma. La caja de herramientas con los aparatos de mayor tamaño estaba detrás de las ruedas de invierno del Toyota.
Blandió el macho de fragua a modo de prueba. Podría con él. Abandonó deprisa el sótano y corrió escaleras arriba. Allí abajo oía cada vez más ruidos que le desagradaban y que, como es natural, se imaginaba. Pero no le apetecía exponerse a ellos demasiado tiempo.
Se situó delante de la pared. Meditó unos instantes si no sería preferible dejarlo todo como estaba. Tomando impulso, golpeó con todas sus fuerzas. El martillo alcanzó el lugar exacto en que se había clavado el cuchillo. El muro se desmoronó con un ruido sordo.
Golpeó por segunda vez. El martillazo abrió un tosco agujero en la pared, desprendiendo polvo rojo de ladrillos.
¿Ladrillos en un edificio de hormigón?
Golpeaba la pared una y otra vez. El agujero se agrandó y no tardó en alcanzar las dimensiones del armario de espejo situado encima de la pila del cuarto de baño. Entonces el martillo rebotó en los bordes.
Inspeccionó el agujero con las manos. En efecto, el muro se componía en ese lugar de ladrillos viejos y quebradizos. Los lugares de alrededor, sin embargo, eran mucho más difíciles de romper, pues el martillo golpeaba sobre hormigón.
Notó algo entre dos ladrillos.
Golpeó con cautela hasta sacar el ladrillo contiguo. Un trozo de plástico. Tiró de él. Parecía muy hundido en la pared.
Entretanto en el suelo se amontonaban tantos escombros que Jonas tuvo que recogerlos con el cepillo. Penetró más y más profundamente en el muro. Y como ese algo del que tiraba no le inspiraba confianza se puso guantes de trabajo. Tosía.
Después de haber despejado de un fuerte golpe una zona amplia, volvió a tirar. Y sostuvo el objeto en su mano. Lo llevó a la bañera con la punta de los dedos.
Antes de abrir el grifo, contempló con atención el hallazgo. Quería asegurarse de que la capa gris adherida a la superficie era pura suciedad y no, por ejemplo, potasio o polvo de magnesio, es decir materiales que desprendían gases inflamables al contacto con agua. Tampoco cabía descartar que se tratase incluso de un tipo de explosivo que detonase al entrar en contacto con el agua. No le quedó más remedio que arriesgarse.
Retiró con la ducha el polvo y la suciedad adheridos al objeto. Era efectivamente de plástico. Parecía un impermeable. Se limpió la frente. Utilizó el mismo paño para secar el plástico. Levantó en alto el objeto y lo extendió.
No era un impermeable, sino una muñeca hinchable. Aunque, examinada con detenimiento, carecía de las aberturas que la hubieran identificado como un objeto sexual.
Depositó en el suelo, junto al Spider, las dos maletas. Rodeó el vehículo para inspeccionar con cuidado la carrocería. Ahora se explicaba el enorme daño en la parte delantera. Tras ese accidente era un milagro que el coche aún circulase.
Antes de cargar el equipaje, examinó con absoluta meticulosidad el maletero. Dentro sólo estaban el botiquín y la palanqueta. Era inexplicable lo que podía haber hecho allí después de la colisión.
Revisó el kilometraje, comparando las cifras con las que había anotado la víspera en su cuaderno de notas. Coincidían.
En el piso de sus padres constató que tenía muy poco sitio. Su propio armario, donde había guardado su ropa de pequeño, había ido a parar años antes al vertedero. Tenía que dejar las maletas sin vaciar en la antigua habitación infantil hasta encontrar tiempo para conseguir otro armario, que también pretendía colocar al lado. Porque el cuarto de estar estaba ahora igual que en su infancia, y cualquier mueble extraño molestaría.
Recordó vagamente que antes habían guardado algunas cosas en el desván, porque ese edificio no disponía de trasteros en el sótano. La última vez que subió fue en su infancia.
Sacó de la vivienda el manojo de llaves que había dejado la familia Kästner, así como la linterna. También se llevó el fusil. No había ascensor. Cuando llegó al quinto piso apenas jadeaba. Al menos sus condiciones físicas no habían mermado. Todavía.
La pesada puerta crujió. Una fría corriente de aire salió a su encuentro. El interruptor de la luz estaba tan cubierto de polvo y telarañas, que Jonas sospechó que era el primero que subía al desván en muchos años. Echó un vistazo al resplandor de la bombilla que colgaba desnuda de una viga del techo.
No había compartimentos. A tres metros de altura había números pergeñados con pintura blanca en los travesaños del entramado del tejado, que adscribían el espacio situado debajo a la correspondiente vivienda. En un rincón se veía un bastidor de bicicleta sin ruedas y sin cadena. Unos metros más allá yacía un montón de sacos de yeso. En otra esquina se apoyaban listones rotos. También descubrió un televisor sin pantalla.
En el espacio situado bajo el número del piso de sus padres había un pesado arcón. Jonas supo en el acto que no había pertenecido a los Kästner, sino a su padre. Nada lo demostraba, no colgaba de él ningún letrero con el nombre, y él no lo reconoció. Pero lo sabía. Tenía la certeza de que había pertenecido a su padre.
Al intentar abrirlo, comprobó que no tenía cerradura ni asa alguna.
Buscó por todas partes. Se ensució las manos. Se las limpió golpeándose en las perneras del pantalón y torció el gesto. Después hizo un ademán desdeñoso.
Volvió abajo. En cualquier caso en el desván había espacio de sobra para las cajas. Pero antes de transportarlas arriba decidió examinar su contenido, así que de momento las almacenó en una de las viviendas vecinas.
Se le ocurrió dejarlas allí mismo. Estaba más limpio y no tenía que caminar mucho si necesitaba algo. Pero se atuvo a lo que se había propuesto. Poner orden hasta donde le fuera posible y preservar. Esas cajas no pertenecían a esa vivienda porque no encajaban en ella, pero sí en el espacio del desván reservado para la vivienda de sus padres.
Había vuelto a levantarse viento. En el mercado Karmelitermarkt se arrastraban susurrando por la plaza docenas de bolsas de plástico y de papel que debían haberse caído de uno de los puestos de verdura. A Jonas se le metió una mota de polvo en el ojo, que le empezó a llorar.
Tras prepararse un rápido refrigerio en un restaurante que parecía acogedor, volvió a recorrer las calles. El barrio había cambiado mucho desde su juventud. La mayoría de los locales y comercios le resultaban desconocidos. Sacó del bolsillo una de las notas escritas de su puño y letra. Azul, leyó en ella. No le servía de ayuda. Miró en torno. Por ninguna parte se distinguía nada azul.