El viento era tan fuerte que casi lo arrastraba. Jonas recorría una y otra vez unos cuantos metros en una carrera forzada. Miró a su alrededor. Realmente se trataba sólo del viento. Siguió andando. Se volvió de repente.
La calle estaba vacía. Ningún movimiento sospechoso, ningún ruido. Sólo el roce del papel y de la basura ligera que el viento arrastraba por la calle.
En Nestroygasse consultó el reloj: ni siquiera eran las seis. Tenía tiempo de sobra.
La vivienda no estaba cerrada con llave. Jonas gritó. Esperó unos segundos, al cabo de los cuales se atrevió a entrar.
Detrás de la puerta, a su izquierda, zumbaba algo. Jonas levantó el fusil, apuntó y propinó una patada al picaporte. La puerta se abrió de golpe. Disparó, cargó y disparó de nuevo. Esperó unos segundos, luego irrumpió en la habitación con un alarido.
No había nadie.
Estaba en el cuarto de baño acribillado, y lo que había oído era el termo de gas del agua caliente. Su mirada se posó sobre su imagen reflejada en el espejo de la pila. Apartó rápidamente la vista.
Caminó por el suelo crujiente de la vivienda. Del baño retrocedió a la entrada. De la entrada a la cocina. Vuelta a la entrada, desde allí al cuarto de estar. Como la mayoría de las edificaciones antiguas, la vivienda era sombría, de modo que encendió la luz.
Las cortinas del dormitorio estaban corridas. Apretó el interruptor de la luz e inmediatamente divisó el cuadro de la pared. Un chico de unos diez años con rostro inexpresivo. Ingo. Durante un momento, Jonas creyó que el chico sonreía. Algo más le irritaba, pero no sabía qué.
– ¿Hay alguien aquí? -se le quebró la voz.
En el cuarto de estar había álbumes de fotos en un estante. Cogió uno y lo hojeó sin separarse del fusil.
Fotos de la década de los setenta. La misma mala calidad cromática que había encontrado en las de Rüdigergasse. Los mismos peinados, los mismos pantalones, los mismos cuellos de camisa, los mismos coches pequeños…
Fuera oscureció de repente. Corrió hacia la ventana, el fusil se cayó con estrépito a su espalda. Pero sólo era una nube de tormenta que había tapado el sol.
Tuvo que sentarse. Contempló foto tras foto de los álbumes con aire distraído. Sentía ganas de llorar. Poco a poco los latidos de su corazón fueron apaciguándose.
En una de las fotos se reconoció a sí mismo.
Pasó las hojas. Fotos suyas y de Ingo. Y también en la página siguiente. No acertaba a recordar una amistad tan estrecha. Él sólo había estado allí una vez de visita. No lograba explicar cuándo se habían tomado esas fotografías. El fondo de la imagen no proporcionaba la menor información.
De uno de los álbumes cayó en su regazo una página de periódico arrancada, manchada, amarilleada por el tiempo y doblada por la mitad, dedicada en su mayor parte a las esquelas.
Nuestro Ingo. A los diez años. Un trágico accidente. Con profunda aflicción.
Afectado, apartó a un lado los álbumes. La imagen le vino de nuevo a la mente. Fue al dormitorio. Esta vez reparó en lo que antes había pasado por alto: el marco de la foto era negro.
Otra cosa le perturbó casi tanto como la noticia: no haberse enterado de la muerte del compañero de juegos hasta veinticinco años después. Ellos sólo se habían relacionado en Primaria. Para Jonas, Ingo había estado con vida durante todos esos años y se había preguntado a veces qué habría sido del chico rubio del vecindario. Por lo visto se había hablado poco de la desgracia. Sus padres y los de Ingo no podían haberse conocido, pues de lo contrario lo habrían comentado.
¿Cómo había sucedido?
Revolvió los cajones del cuarto de estar por segunda vez. Sacudió los álbumes, pero apenas cayeron una o dos fotografías. Buscó un ordenador, pero a los Lüscher por lo visto les interesaba poco la tecnología. Ni siquiera tenían televisión.
La carpeta estaba sobre la mesilla de noche, contenía recortes de periódico. Accidente: Niño muerto. Una motocicleta atropella a un niño: fallecido.
Leyó todos los artículos. Lo que callaba uno lo mencionaba otro, y pronto logró hacerse una idea. Al parecer Ingo, jugando, había cruzado corriendo la calle y un motorista no pudo esquivarlo. El espejo retrovisor desnucó al niño.
Un espejo retrovisor. Jonas nunca había oído nada semejante.
Recorrió la vivienda, conmocionado. El encuentro con el motorista tuvo la culpa de que el pequeño hubiera muerto. El Ingo de treinta años no había existido porque el de diez años había fallecido en un accidente. Al de treinta años quizá no le habría ocurrido nada, habría podido proteger al de diez. Pero el de diez no había podido proteger al de treinta.
La misma persona. Una joven, adulta la otra. La segunda no existía porque la primera había sufrido un accidente. Un espejo retrovisor que no habría conseguido hacer mucho daño al mayor había desnucado al pequeño.
Jonas se imaginó al Ingo treintañero al otro lado de la calle, presenciando cómo la moto atropellaba al niño de diez años. Él sabía que nunca existiría. ¿Hablaron los dos entre sí? ¿Pidió perdón tristemente el de diez años al de treinta? ¿Le consoló éste diciéndole que había sido un accidente, que él no tenía la culpa?
¿Y el propio Jonas, si de pequeño le hubiera pillado un coche? ¿O si hubiera padecido una enfermedad? ¿O hubiese sido asesinado? No habría existido ni el veinteañero, ni el treintañero, ni el de cuarenta años, ni el de ochenta.
¿O quizá sí? ¿Habría existido el mayor? ¿De alguna forma? ¿En alguna parte? ¿Con una forma no realizada?
Aparcó el camión delante del edificio. La calle estaba abandonada. El canal del Danubio fluía con un suave chapoteo. Nada parecía haber cambiado.
En la vivienda guardó la ropa del enano de Attnang-Puchheim en la bolsa de viaje. Hizo una última ronda de inspección por la casa. La muñeca hinchable yacía en la bañera, donde él la había tirado. El saco de basura que había llenado con los cascotes de la pared rebosaba. Lo cerró y lo arrojó con fuerza por la ventana. Se regodeó viendo el saco volar por el aire y caer con estrépito sobre el techo de un coche.
Meditó. Lo tenía todo.
Había estado preocupado por la posible falta de espacio. Pero después de haber subido el todoterreno traqueteando por la rampa hasta la caja, quedaban más de dos metros detrás del Spider, que ya había introducido en el camión en Hollandstrasse, y no obstante pudo cerrar la portezuela trasera. Y aún quedaba espacio libre.
Cerca de Augarten descubrió una gasolinera. Mientras llenaba el depósito de combustible, registró la tienda. No había periódico o revista en las estanterías que no conociera o que no hubiera hojeado. La tienda vendía gran número de animales de peluche, tazas de café, gafas de sol, miniaturas de la catedral de San Esteban, pero también bebidas y dulces. Jonas llenó una bolsa, recogiendo al azar todo tipo de aperitivos para picar. En una segunda bolsa metió latas de limonada.
Además de los productos para cuidar los cristales y el motor, en un expositor giratorio había rótulos con nombres fosforescentes, como los que les gustaba colocar detrás del parabrisas a los camioneros. Había un Albert, un Alfons, después venía Anton. Buscó la J por curiosidad. Asombrado, entre Joker y Josef encontró un Jonas. Cogió el cartel y lo deslizó detrás del parabrisas del camión.
Preparó las cámaras para la noche, aunque no había oscurecido. Estaba cansado y deseaba salir temprano. Además, confiaba en que si veía la cinta de la noche pasada antes de la puesta de sol, no afectaría tanto a su estado de ánimo.