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Cerró la puerta con llave y todas las ventanas. Escudriñó Hollandstrasse. El camión estaba aparcado delante del edifi cio contiguo para no tapar la vista. No se percibía el menor movimiento. Justo detrás del cristal de la ventana, Jonas mostraba su larga nariz y sacaba la lengua a la nada.

La cama estaba vacía.

No se veía al durmiente.

El cuchillo estaba clavado en la pared.

Jonas se preguntó a qué hora se había grabado. No podía acordarse de la hora programada. Y como tantas veces el despertador estaba encima de la cama con la esfera hacia abajo, a pesar de que lo había colocado mirando a la cámara.

Estaba a punto de ponerla a cámara rápida, cuando oyó un ruido en el televisor. Un gemido largo, alto. Tan alto que podía tratarle de una voz humana, pero también del tono de algún instrumento musical.

Uuuuu.

Jonas saltó furioso de la cama y vagó por la habitación. O bien oía gemir a un fantasma o alguien se estaba burlando de su miedo a los espíritus.

Uuuuu.

Quiso apagar, pero la necesidad de averiguar lo que sucedía fue más fuerte. Volvió a deslizarse debajo de la manta. Durante un momento le dio la espalda al televisor, pero esc aún se le antojaba más insoportable. Miró de nuevo: no veía a nadie.

Uuuuu.

– ¡Es graciosísimo! -gritó con voz ronca. Carraspeó- Vaya, hombre. En fin. Claro, claro que sí. Sí, sí.

¿Conectar la cámara rápida? A lo mejor se perdía un mensaje. No» se podía descartar que los aullidos desembocaran en algo.

Uuuuu.

Se enfrascó en un cómic de Clever & Smart. Consiguió reprimir el aullido en un rincón de su conciencia que podía dejar que la cinta siguiera corriendo. De vez en cuando alguna viñeta le arrancaba incluso una sonrisa de satisfacción pero en más de una ocasión tuvo que comenzar de nuevo una página.

¿Música?

¿De dónde venía la música?

Desconectó el volumen. Escuchó. El reloj de pared hacía tictac.

Subió el volumen. Aullidos y además algo diferente, más silencioso: una especie de melodía.

Escuchó, pero de repente dejó de oírlo.

Uuuuu.

– ¡Que te den!

Anocheció. Le entró dolor de muelas. En un ataque de remordimientos apartó la caja de bombones, ya casi acabada, detuvo la cinta y fue al baño a lavarse los dientes. Al volver reparó en que la luz de la cocina estaba apagada. La encendió.

Al principio Jonas sólo vio la espalda que se deslizaba en la imagen. La figura se volvió. Era el durmiente.

Con los ojos desencajados, Jonas siguió al durmiente mientras caminaba hacia la pared y agarraba el cuchillo. Miró desafiante a la cámara y extrajo el cuchillo sin esfuerzo.

Se acercó a la cámara. Su cabeza ocupaba casi toda la pantalla. Dio un paso adelante, de forma que sus ojos y su nariz gigantescos ocuparon la pantalla, después retrocedió. Con una enigmática seducción le hizo un guiño a Jonas. A éste no le gustó la forma de juguetear con el cuchillo cerca de su cuello.

El durmiente asintió como si confirmase algo, y salió.

19

Alboreaba cuando Jonas, a tientas y descalzo, recorrió el crujiente suelo de madera hasta su ropa, depositada en una silla. Curioseó por la ventana. Apenas se distinguían los contornos de los contenedores de basura emplazados en la otra acera. La calle parecía la de un domingo corriente por la mañana, cuando los últimos trasnochadores habían regresado a casa y todo el mundo dormía. A él siempre le había gustado esa hora del día. Cuando la oscuridad cedía, todo cobraba mayor ligereza. Le parecía acertado enviar a los delincuentes a la silla eléctrica o a la cámara de gas un minuto después de medianoche, pues no había hora más desesperanzada que la mitad de la noche.

Desayunó, después empaquetó la cámara. Cuando salió el sol, dijo en voz alta:

– ¡Adiós! ¡Que pase un buen día!

Además de cerrar la puerta con llave, la cubrió por completo con cinta adhesiva de forma que fuera imposible entrar sin dejar huellas.

En la autopista reflexionó sobre el último vídeo.

¿Cómo se explicaba que el durmiente extrajese sin esfuerzo el cuchillo de la pared cuando Jonas había fracasado varias veces en el intento? Seguro, la cinta comenzaba cuando el durmiente ya no yacía en la cama, antes podía haber manipulado el muro y el cuchillo. Pero ¿cómo? La pared permanecía intacta.

Cuando la autopista tenía tres carriles, Jonas conducía por el central; cuando había dos, por el de la derecha. De vez en cuando, tocaba el claxon. Su tono poderoso, trompeteante, le infundía seguridad. Había encendido el radioteléfono. Se oía un ligero zumbido. También en la radio.

En Linz intentó buscar el restaurante en el que había comido durante la tormenta, pero no recordaba la dirección. Durante un rato recorrió el distrito en el que suponía que se ubicaba, pero no halló ni siquiera la farmacia en la que se había aprovisionado de remedios contra el resfriado. Con un gesto despectivo regresó a la calle principal. Lo importante era encontrar el camino de vuelta al concesionario de coches.

El Toyota estaba delante de la sala de exposición, tal como él lo había dejado. A pesar de que parecía que llevaba bastante tiempo sin llover, el coche estaba limpio. Era evidente que el aire estaba menos sucio que antes.

– Hola, chico -dijo, tamborileando sobre el techo.

Antes el coche no despertaba en él ningún tipo de sentimientos. Pero ahora era suyo, era su coche, el de los viejos tiempos. El Spider jamás lo sería. Por esa misma razón Jonas no se procuraba nueva ropa, ni siquiera camisas o zapatos, porque no consideraba nada de eso como su propiedad. Ahora le pertenecía lo que le había pertenecido antes del 4 de julio. No se enriquecería más.

Sacó del camión el todoterreno y el Spider. El Toyota arrancó en el acto. Lo condujo hasta la superficie de carga. A pesar de que el Spider era más pequeño, aún quedó sitio para el todoterreno.

En Laakirchen, abandonó la autopista. El trayecto a Attnang-Puchheim estaba bien señalizado. Le resultó mucho más difícil reconstruir el camino hasta la casa donde se había refugiado. No había contado con regresar, por lo que no había concedido el menor valor a su sentido de la orientación. Al final recordó que había hallado la casa de las pocas ventanas en las proximidades de la estación de ferrocarril.

Eso limitó la búsqueda. Cinco minutos más tarde descubrió la DS al borde de la calle.

Pisó el pedaclass="underline" el motor se encendió. Jonas lo dejó petardear un rato, después condujo la motocicleta hasta la caja del camión y la ató al gancho lateral. Calculó los días. Era increíble, pero la cuenta estaba bien hecha. Su visita allí se remontaba a ocho días atrás. A él se le antojaban meses.

Ignoraba si al abandonar la casa había apagado todas las luces; en cualquier caso tuvo que volver a encenderlas. Se encaminó al dormitorio con el haz de ropa debajo del brazo. Al ver su propia imagen acercándose a él en el espejo del armario, bajó la mirada. Devolvió a su sitio camisa y pantalón. -Gracias.

Abandonó la habitación sin volverse. Con la espalda rígida se dirigió a grandes zancadas hacia la puerta de la calle. Quería caminar más deprisa, pero algo lo frenaba. No prestó la menor atención a los extraños cuadros del pasillo. Colgó la llave del coche en el gancho.

En ese instante fue consciente de que había un cuadro más que la última vez.

Cerró la puerta por fuera. Recorrió el estrecho sendero hasta la calle como si fuera una marioneta. Por nada del mundo hubiera vuelto a entrar en la casa.

No se equivocaba. Uno de los cuadros no estaba colgado allí una semana antes. No sabía cuál. Eran siete. Y ahora se habían convertido en ocho.

No, tenía que haberse confundido al contar. No había otra posibilidad. Estaba cansado, empapado y nervioso. Sus recuerdos le traicionaban.

De camino a Salzburgo le entró hambre. Desenvolvió los dulces que estaban detrás de él, en la cabina, y los acompañó con limonada. El tiempo empeoró. Poco antes de la salida de Mondsee se desató una terrible tormenta. Los recuerdos de su estancia allí no eran agradables e intentó proseguir viaje, pero en el último momento frenó y condujo el vehículo por el carril derecho. Los potentes limpiaparabrisas pasaban zumbando por el cristal, hacía calor, tenía comida y bebida. Casi se sentía seguro. A su lado reposaba su fusil. No podía sucederle nada.