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Cuando pasaba el control de altura de la zona de baño, se oyó un estruendo. El listón voló a un lado, pero él no sintió golpe alguno.

En el aparcamiento los senderos eran estrechos y estaban separados entre sí por bandas de hierba. Sin preocuparse porque segaba hileras de árboles jóvenes, tomó el camino directo hacia el césped. Con un sentimiento maligno embistió al coche húngaro que seguía, como siempre, en su sitio. Apretó el acelerador a fondo. Una barrera metálica voló por el aire. Jonas soltó una risita. La hierba estaba resbaladiza. Frenó para no hundir el camión en el lago.

Inspeccionó la pradera sin apearse, incluso sin detenerse. Se mantuvo lejos de la orilla. La lluvia crepitaba con tal violencia contra el techo de la cabina que no habría necesitado que su voz interior le recomendase no poner los pies en el césped.

Ni rastro de su tienda. Dio la vuelta, se dirigió hasta las casetas de playa. Después condujo el camión al aparcamiento, sembrado de ramas y restos de vehículos. Bajó la ventanilla y sacó el brazo. Señalando con el índice a un paseante invisible, vociferó al pasar unas frases incoherentes cuyo contenido ni siquiera él mismo comprendió.

No le costó encontrar de nuevo el Marriott en Salzburgo, entre otras razones porque la lluvia había cesado. Descendió delante del hotel, asustado y regocijado al mismo tiempo.

Ya no se oía la música.

Era obvio que el CD con sinfonías de Mozart que debía atraer a la gente había sido desconectado. O se había desconectado solo. O se había producido un cortocircuito.

¿Había estado alguien allí? ¿Había alguien todavía?

Pronto lo averiguaría.

Muy pronto.

Entró en el vestíbulo con el fusil listo para disparar. Tanto la nota en la puerta como la de la recepción habían desaparecido. En cambio en mitad del pasillo había una cámara. Con el objetivo dirigido hacia la puerta de entrada.

– ¿Quién es? -gritó.

Disparó contra la pantalla de una lámpara y el cristal explotó. El eco resonó durante unos segundos. Corrió a la calle sin saber por qué. Escudriñó a su alrededor. No se veía ni un alma. Respiró hondo.

Metro a metro, poniéndose a cubierto detrás de muros y columnas, se atrevió a entrar en el hotel sin dejar de tragar saliva.

Llegó hasta la cámara. El pasillo de detrás, que conducía al restaurante, no estaba iluminado. Jonas aprestó el fusil para disparar a la oscuridad. Intentó cargar, pero algo se atascó. Arrojó lejos el fusil. Recordó el cuchillo desaparecido.

– ¿Qué pasa, eh? ¿Qué pasa? ¡Atrévete de una vez!

Gritaba a la oscuridad, pero a su alrededor todo permanecía en silencio.

– ¡Espera! ¡Vuelvo en seguida!

Agarró la cámara y salió corriendo. La tiró a la cabina junto con el trípode, cerró la puerta con llave y se puso en marcha.

En la siguiente área de descanso se detuvo. Había un televisor. Examinó la cámara. Era el modelo que él usaba.

Sacó del coche el cable de conexión. Después de haber conectado entre sí la cámara y el televisor, alargó la mano hacia el estante de las bebidas. El dolor de muelas le asediaba de nuevo.

Puso en marcha la cinta.

Un hombre en un andén, con el uniforme azul de los Ferrocarriles Federales Austríacos y un silbato en la boca, sacudía arriba y abajo el disco de señales como si comunicara algo al conductor de una locomotora.

Era de noche. En la vía había un tren. El uniformado emitía pitidos estridentes con su silbato mientras con las manos hacía movimientos imposibles de interpretar. Como si el tren se pusiera en movimiento, el hombre corrió unos pasos y saltó a él, pareciendo que se esforzaba por conservar el equilibrio. Desapareció en el vagón. La escenificación fue tan perfecta que por un momento Jonas creyó ver la salida del tren.

Sintió vértigo y observó con atención: el tren estaba parado.

En un letrero azul, al fondo, Jonas leyó la inscripción HALLEIN.

El uniformado no volvía. La cinta finalizaba pocos minutos después, sin que se hubieran oído pasos.

Jonas sacó la casete, guardó en el coche cámara y cable y se comportó como si no hubiera visto nada desacostumbrado. Silbando una canción, las manos en los bolsillos, recorrió despacio el aparcamiento en dirección a la gasolinera y regresó, mirando con disimulo a su alrededor. Nadie parecía observarle. Nadie parecía estar cerca de él. Sólo tenía la compañía del viento.

Sin fusil se sentía indefenso. En Hallein, cuando pasó delante del edificio de la estación y accedió al andén por una entrada lateral, fingió que le dolía la pierna. Cojeando, se agarraba una y otra vez la rodilla.

– ¡Ay, qué daño! ¡Caray! ¡Cómo duele!

Allí no había nada. Y menos espectacular. Salvo un tren que según indicación tenía que viajar a Bischofshofen. Jonas subió. Entre toses y gritos, registró vagón tras vagón, compartimento a compartimento. Olía a tabaco frío y a humedad.

Al final del tren saltó de nuevo al andén. Se sentía tan confundido que se olvidó de cojear.

La puerta automática que comunicaba con la sala de espera rechinó al abrirse hacia el lateral. Retrocedió, asustado. Clavó la vista en la sala, paralizado. La puerta se cerró. Dio un paso hacia delante, la puerta se volvió a abrir.

Once abrigos de invierno se bamboleaban del techo de la sala atados a cuerdas. Parecían ahorcados. Sólo faltaban los cuerpos.

El duodécimo yacía en el suelo. La cuerda estaba rota.

Se apresuró hacia el camión con las piernas entumecidas. Jadeaba, resollaba y sentía una punzada en el pecho, que aumentaba de segundo en segundo. De vez en cuando oía sus propios gritos. Su voz sonaba ronca y extraña.

Llegó a Kapfenberg a última hora de la tarde. Disponía de tiempo suficiente, de manera que se tomó un café en la terraza de una confitería de la plaza mayor. Se estiró, dio un paseíto, escudriñó a su alrededor cual turista que explora su lugar de vacaciones. Había pasado por allí algunas veces en tren, pero no había regresado desde su infancia.

Buscó una armería. Después de deambular en vano durante media hora, se metió en una cabina telefónica y consultó la guía. Encontró una armería que le pillaba de camino. Regresó al camión.

La tienda sólo vendía artículos de caza. No vio fusiles. Ni siquiera los calibres pequeños, corrientes, se veían en los expositores. En cambio no pudo quejarse de la selección de escopetas de caza. Cogió una Steyr 96, sobre cuyo cómodo manejo creía haber leído algo en alguna parte, con la correspondiente munición. Abandonó la tienda a paso ligero. Debía llegar a todo trance antes de la puesta de sol.

A partir de Krieglach viajó siguiendo el mapa. Llevaba veinte años sin estar allí, además nunca había conducido en persona el coche por lo que había prestado poca atención al trayecto.

Dejó el pueblo atrás. El camino comenzó a serpentear y a empinarse. Cuando Jonas comenzaba a temer que el camión fuera demasiado ancho para esa carretera cada vez más estrecha, desembocó en un cruce. La carretera por la que tenía que continuar era mejor.

Le costaría media hora, calculó, tener la finca a la vista. Sin embargo tardó cuarenta minutos en reconocer una curva concreta. Le dio la impresión de que tras la próxima curva habría llegado a su destino. Esta vez no se equivocaba. Un letrero de madera al borde de la carretera, rodeado de hierba alta, le daba la bienvenida a Kanzelstein. No conocía el letrero, pero sí, y muy bien, el panorama que se abrió ante sus ojos tras una pronunciada curva. A la izquierda el mesón del matrimonio Löhneberger, que los domingos atraía a clientes de las localidades vecinas, y a la derecha la casa de vacaciones. La banda de asfalto terminaba entre ambos edificios. Con ella limitaba un camino estrecho, polvoriento, que se perdía en el bosque. Desde allí ya sólo cabía regresar. En coche, por supuesto. En su infancia se había asombrado de que hubiera una localidad que se componía únicamente de dos casas, una de las cuales sólo se habitaba en determinadas épocas del año, concretamente en navidad, fin de año, Pascua y verano.