Se disponía a marcharse cuando recordó el cuchillo.
No tuvo que buscar mucho. Su padre guardaba sus recuerdos de la guerra en un cajón, al lado del mueble bar. La Cruz de Hierro de Primera Clase y la de Segunda, la Barra de Combate Cuerpo a Cuerpo. El Distintivo de Asalto de Infantería, el Distintivo de Herido, Medalla del Frente Oriental. Jonas conocía todo eso, de niño había visto a su padre limpiándolas con regularidad. Una agenda, documentos de identidad, cartas de camaradas. Tres fotos con su padre sentado en estancias oscuras en compañía de otros soldados, con un rostro tan desconocido que Jonas no recordaba haberlo visto nunca así. También estaba el cuchillo. Se lo llevó.
La última vez había visitado el zoológico de Schönbrunn con motivo de una excursión del personal de la empresa. Resultó muy divertida. De eso hacía un montón de años. Ya sólo recordaba vagamente jaulas sucias y un café en el que no les atendieron.
Entretanto las cosas habían cambiado mucho. Los periódicos decían que Schönbrunn era el zoo más bonito de Europa. Todos los años se añadía alguna novedad. Dos koalas, por ejemplo, u otros animales raros, que obligaban a peregrinar al zoo a todos los vieneses con un hijo en edad de entusiasmarse. A Jonas nunca se le había ocurrido plantarse en domingo ante el recinto de las fieras o el insectario. Ahora se detuvo detrás de las cajas, junto a las barreras metálicas que impedían el paso a los coches, porque quería cerciorarse de si, además de las personas, también habían desaparecido los animales.
Salió del coche después de haber tocado la bocina durante unos minutos. Cogió el cuchillo. También se llevó el brazo de la tenaza.
Sus pasos chirriaban sobre el sendero de grava. La atmósfera estaba un poco más despejada que en el centro de la ciudad. El viento se enredaba en los árboles que rodeaban el recinto. Tras la valla que según el rótulo limitaba la zona de las jirafas no se movía nada.
Sus pies no lo llevaron más allá del lugar desde el que aún divisaba su coche. Le resultaba imposible internarse por cualquiera de los senderos. El coche era su patria, su seguro.
Con el puño cerrado alrededor del mango de las tenazas, giró bruscamente y permaneció con la cabeza inclinada, escuchando.
Sólo el viento.
Los animales habían desaparecido.
Regresó corriendo al coche. Apenas se puso al volante, cerró la puerta y bajó el seguro, depositando el brazo de la tenaza y el cuchillo sobre el asiento contiguo. A pesar del calor mantuvo las ventanillas bajadas.
Había viajado con frecuencia por la A1. En Salzburgo vivía una tía suya y en Linz había tenido que dar su visto bueno con regularidad a nuevas colecciones para la empresa. Era la autopista que menos le gustaba. Prefería la A2 porque conducía al sur, al mar. Y porque tenía mucho menos tráfico.
Sin dejar de acelerar, abrió la guantera y comenzó a vaciar su contenido sobre el asiento del copiloto. Sus dolores de garganta habían degenerado en un resfriado que cada vez le incomodaba más. Una película de sudor cubría su frente. Tenía hinchados los ganglios del cuello y la nariz tan obstruida que respiraba casi exclusivamente por la boca. Marie solía llevar medicamentos contra esas dolencias comunes. Pero en la guantera no había dejado nada.
Cuanto más se alejaba de Viena, con mayor asiduidad encendía la radio. Una vez que el dial había recorrido todas las frecuencias, la apagaba de nuevo.
En el área de descanso de Grossram unos cuantos coches aparcados alimentaron sus esperanzas. Tocó el claxon. Descendió, cerró con cuidado. Caminó hasta la entrada del restaurante. La puerta automática se abrió con un zumbido.
– ¿Hola?
Vaciló. El restaurante estaba a la sombra de un bosquecillo de abetos. A pesar de que lucía el sol, en el interior reinaba una luz mortecina, como si faltara poco para el atardecer.
– ¿Hay alguien aquí?
La puerta se cerró. Saltó hacia atrás, para evitar que lo atrapara, y luego volvió a abrirse.
Se acercó al coche a recoger el cuchillo. Examinó atentamente en todas direcciones intentando descubrir algo, pero no había nada. Era un área de descanso corriente y moliente en la autopista, con coches aparcados delante del restaurante y otros en la gasolinera. Pero no se veía ni un alma. Y no se oía el menor ruido.
La puerta automática volvió a abrirse hacia un lado. Su zumbido, mil veces escuchado, era como una noticia dirigida a su subconsciente. Cruzó el torno que separaba la tienda y la caja del restaurante y se encontró entre las mesas. En el bolsillo grande de sus vaqueros su mano aferraba el cuchillo.
– ¿Qué sucede? -inquirió a gritos.
Las mesas estaban puestas. En el autoservicio, que habitualmente ofrecía cazuelas de sopa, salsas, cestas de bollería, fuentes pequeñas con pan cortado en dados y grandes con ensalada, no había nada en absoluto. Una fila de mesas grandes cubiertas con manteles blancos.
En un estante de la cocina descubrió una barra de pan cortado. Estaba duro, pero aún se podía comer. Encontró algo para untar en una nevera. Calmó su hambre de pie mientras contemplaba, ensimismado, las baldosas del suelo. De vuelta al restaurante se preparó un café en la cafetera.
El primero tenía un sabor amargo. Hizo un segundo, que no le salió mejor. Hasta el cuarto no lo colocó sobre el platillo.
Se sentó en la terraza. El sol picaba. Abrió una sombrilla encima de su mesa. Tampoco descubrió nada desacostumbrado en las mesas de fuera: se veían en ellas ceniceros, la carta de helados, la de comidas, saleros y pimenteros, mondadientes. Justo así lo habría encontrado todo de haber pasado por allí unos días antes.
Escudriñó los alrededores. No había nadie.
Después de clavar los ojos en la cinta gris de la autopista, cayó en la cuenta de que ya había estado allí una vez. Con Marie. Incluso en la misma mesa. Lo reconoció por el ángulo visual que le permitía vislumbrar un huertecillo muy recoleto, que recordaba. Iban de camino hacia su lugar de vacaciones en Francia. Habían desayunado allí.
Se levantó de un salto. A lo mejor los teléfonos de Viena funcionaban mal. Quizá pudiese contactar con alguien desde allí.
Encontró el teléfono al lado de la caja. Para entonces se sabía de memoria el número de los parientes ingleses de Marie. La misma infrecuente señal en el auricular.
En Viena tampoco descolgó nadie. Ni en casa de Werner, ni en la oficina, ni en casa de su padre.
Tomó de un expositor una docena de tarjetas postales. Descubrió sellos en una carpeta guardada en un cajón debajo de la caja. Escribió en una postal su propia dirección.
El texto decía: Area de descanso de Grossram, 6 de julio.
Pegó un sello. Había visto un buzón de correos junto a la entrada. Un pequeño rótulo informaba que la recogida se efectuaba a las 15 horas. Sin precisar el día. A pesar de todo echó la postal y se llevó consigo las demás, con sus sellos correspondientes.
Cuando se disponía a abrir el coche, reparó en un deportivo aparcado cerca y se aproximó. Como es lógico, no tenía la llave puesta.
Abandonó la autopista por la siguiente salida. Se detuvo en la primera localidad, delante de la mejor casa. Tocó el timbre y llamó con los nudillos.
– ¿Hola? ¡Hola!
La puerta no estaba cerrada.
– ¿Hay alguien aquí? ¡Eh! ¡Hola!
Revisó todas las habitaciones. Ni personas, ni perros, ni canarios. Ni siquiera un insecto.
Recorrió el lugar tocando el claxon hasta que el ruido se le antojó insoportable. Después inspeccionó la pensión del pueblo. Nadie.
Los lugares por los que lo llevó el azar a lo largo de las horas siguientes estaban alejados de las carreteras principales, consistían en un par de casas en ruinas, de manera que se preguntó si últimamente habría vivido alguien allí. No había hallado una farmacia. Tampoco un concesionario de coches. Lamentó no haber abandonado la autopista en las cercanías de una gran ciudad. Todo indicaba que se había perdido.