Ignoraba por qué, pero al divisar las dos casas solitarias le asaltó una vaga sensación de temor. Como si en ese sitio algo fuera mal. Como si le hubiera estado esperando a él y se hubiera escondido poco antes de su llegada.
Eso era un disparate.
Se le taponaron los oídos. Cerrando los agujeros de su nariz, espiró con la boca cerrada para compensar la presión. Estaba a 900 metros de altitud sobre el nivel del mar.
La altura más sana de todas, no olvidaba nunca mencionar su madre al llegar, y el rostro del padre adoptaba una expresión de impaciencia.
Tocó el claxon. Después de haberse convencido de que el brillo en una ventana del mesón se debía al reflejo del sol, saltó fuera de la cabina. Respiró hondo. Olía a bosque y a hierba. Un aroma agradable, aunque más débil de lo que se había imaginado.
En el aparcamiento de la casa de vacaciones había un Volkswagen Escarabajo pintado de colores, al lado una motocicleta. Jonas examinó las matrículas. Los turistas procedían de Sajonia. Atisbo el interior del vehículo sin descubrir nada interesante.
Con la escopeta de caza en el brazo bajó trotando por el sendero hacia la puerta de madera del jardín de la casa de vacaciones. Su corazón latió más deprisa. A cada paso pensaba que ya había caminado muchas veces por allí, pero siendo alguien completamente distinto, con otra vida. Veinte años antes. Todo lo había visto ya de pequeño: los prados cercanos, el bosque que sobresalía oscuro por detrás de la casa… La casa hacia la que iba, la conocía bien… ¿lo recordaría ella también a él? Detrás de esas ventanas había comido, dormido, visto la televisión. Eso formaba parte del pasado, pero para él aún mantenía su vigencia.
La puerta de la casa estaba abierta. Lo contrario le habría asombrado. La gente de esa zona jamás cerraba con llave sus puertas porque no querían que los considerasen desconfiados. Sus padres también se habían atenido a esa norma, aunque de niño le había deparado alguna que otra noche inquieta.
En la planta baja había dos habitaciones, el trastero y la sala de pimpón. Echó un vistazo al interior. La mesa aún seguía allí. Jonas reconoció incluso la vista desde la ventana.
Por una escalera retorcida y quebradiza se subía al primer piso, donde se topó con cinco puertas. Tres conducían a dormitorios, la cuarta a la cocina americana, la quinta al aseo. Entró en el primer dormitorio. La cama estaba revuelta. Sobre la mesa, una maleta sin deshacer que contenía ropa, útiles de limpieza, libros. Olía a cerrado. Jonas abrió la ventana. Vio la carretera por la que había llegado.
En el segundo dormitorio, desde el que se divisaba la casa de los Löhneberger, la cama estaba hecha e intacta. Sobre una mesilla de noche desvencijada un despertador hacía tictac. Jonas lo cogió, asustado. Pero era un modelo que funcionaba a pilas.
Volvió a escudriñar la habitación: la ropa de cama de cuadros rojos y blancos, el artesonado barroco, el crucifijo en un rincón… Él nunca había dormido allí. Casi siempre ocupaban ese cuarto el tío Reinhard y la tía Lena.
El tercer dormitorio era el más grande. Las persianas del balcón estaban bajadas. Cuando las subió, oyó un traqueteo familiar. Contempló el decorado. Recordaba a una sala de hospital. Había seis camas individuales colocadas de tres en tres, unas enfrente de otras. En las pieceras estaba sujeta una reja como las de colgar historias clínicas. Golpeó el metal con las uñas. En esa habitación había vivido a veces con sus padres.
Colocó las manos sobre la balaustrada del balcón. Bajo sus dedos la madera estaba caliente. En algunos lugares aún se veían adheridos excrementos solidificados de pájaro que la lluvia no había logrado arrastrar.
Debajo de él comenzaba el bosque. En lontananza se vislumbraban montañas y colinas, bosques y pastos alpinos. Recordaba bien esa vista. Allí se sentaba su padre en la tumbona con su crucigrama, y allí se escondía Jonas de su madre cuando pretendía enseñarle algo en el jardín. Ellos se apoyaban al principio, pero cuando la voz de ella se tornaba más estridente, su padre lo mandaba abajo.
Contempló el jardín desde la cocina americana. Los groselleros continuaban allí. El emparrado con los bancos y la tosca mesa de madera en la que jugaban al tresillo, la verja, los árboles frutales, la conejera abierta, todo estaba igual. La hierba necesitaba una siega y la verja, una reparación. Salvo eso, el jardín se encontraba en un estado aceptable.
Viéndolo, un recuerdo acudió a su memoria: hacía unos años había soñado con ese jardín. Allí entre los manzanos vio bailar a un tejón que caminaba erguido, de más de dos metros de altura. El animal, cuyo rostro recordaba al del abuelo Petz del programa infantil, saltaba por el jardín con extraños movimientos rítmicos. Era más un arriba y abajo que un bamboleo. Al cabo de un rato el propio Jonas bailaba con él. El tremendo animal le daba miedo, pues era el doble de corpulento que él, pero no demostraba hostilidad. Habían bailado juntos y Jonas se había sentido a gusto.
Trasladó el equipaje a la habitación de la cama usada. Quitó los cobertores y la sábana. Del dormitorio grande trajo ropa de cama limpia. Cuando terminó, encendió la luz. Sus movimientos denotaban cierta inquietud.
Después de haberse cerciorado de que todo lo importante estaba en la casa de vacaciones, anotó el kilometraje del camión y cerró con llave. Pasando junto a la antigua bolera, caminó hasta la entrada del mesón. En el aparcamiento se veía un Fiat desvencijado. Debía de pertenecer a los Löhneberger.
Al cerrar la puerta, la campanilla tintineó por segunda vez. Reconoció el sonido, la campanilla ya estaba allí por entonces. Esperó. Nada se movió.
Entró al restaurante por otra entrada. No se detuvo en reminiscencias, a pesar de que lo asaltaron numerosas imágenes. Calentó un paquete de guisantes que encontró en el congelador. Para darles un poco de sabor añadió vino y cubitos de sopa.
¿Debía subir la escalera que desembocaba en las habitaciones privadas de los Löhneberger? Nunca había estado arriba. Una ojeada por la ventana le recordó que el sol ya estaba bajo. Metió dos botellas de cerveza en una bolsa de plástico.
Todo parecía tranquilo.
Recorrió despacio el jardín. Con la mano agarraba tallos altos. Recolectó grosellas: eran insípidas y las escupió. Rodeó la casa y se topó con la puerta de la leñera. Ya no la recordaba.
Estaba en medio de la estancia en la que el sol sólo podía penetrar por un ventanuco situado encima del montón de leña, un ancho tocón servía para partir astillas con el hacha. También allí solía esconderse de su madre, obsesionada por el jardín. Con la navaja había tallado hombrecillos en trozos de madera, que a veces le salían bien. Al final de las vacaciones había dejado una bonita colección. A pesar de todo no le gustaba permanecer en aquel sótano oscuro. Pero mientras oía a alguien llamando sin parar, prefería la compañía de arañas y escarabajos a la de su airada madre.
Inspeccionó el rincón de detrás de la puerta. Apartó la vista y lo miró de nuevo. Había herramientas: una laya, una azada, una escoba, un bastón.
Lo examinó con más atención. Cogió el bastón, adornado con tallas.
Para observarlo mejor, Jonas lo sacó fuera. Reconoció los adornos. No había duda: era el bastón que el viejo le había regalado.