Se dirigió a la casa. Por suerte encontró la llave en un pequeño buzón al lado de la puerta. Cerró con llave. Tras una breve reflexión se guardó la llave. En la cocina americana abrió una botella de cerveza, después se sentó y contempló el bastón.
Veinte años.
Ese bastón era algo distinto al banco en el que estaba sentado o a la cama en la que se acostaría más tarde, o a la caja de madera colocada enfrente. Ese bastón había sido suyo veinte años antes, y en cierto modo nunca había dejado de pertenecerle. Había estado en un sucio rincón, nadie se había ocupado de él, en veinte ocasiones había habido personas celebrando cerca el último día del año y lanzado cohetes, y el bastón había permanecido apoyado en la leñera sin preocuparse de las navidades, ni de los fines de año, ni de los visitantes que cantaban. Ahora Jonas había vuelto y el bastón le pertenecía.
Desde que había visto el bastón por última vez las cosas habían cambiado mucho. Él había concluido el colegio, había hecho la mili, había conocido mujeres, su madre había muerto. Se había hecho adulto y había comenzado una vida propia. El Jonas que había tocado por última vez ese bastón había sido un niño. Alguien completamente distinto. Pero no. Porque cuando escuchaba a su interior, el Yo que encontraba no era distinto de aquel que recordaba. Cuando con ese bastón en la mano había pronunciado la palabra yo hacía veinte años, se había referido a la misma persona que hoy. Era él. Jonas. No se libraba. Lo sería siempre. Sucediera lo que sucediese. Nunca sería otro. Ni un Martin. Ni un Peter. Ni un Richard. Sólo Jonas.
No soportaba contemplar la noche mientras trabajaba. Bajó todas las persianas de la cocina. Conectó la cámara al televisor y puso la cinta de la noche anterior.
Se vio pasando delante de la cámara y metiéndose en la cama.
Al cabo de una hora el durmiente se revolvió por primera vez.
Al cabo de dos se puso de lado.
Durmió en esa postura hasta que terminó la cinta.
No había sucedido nada, nada en absoluto. Apagó. Medianoche. Tenía sed. Hacía mucho que había vaciado la segunda botella de cerveza. Su paquete de merienda de la gasolinera ya sólo contenía pan integral, dulces y limonada. Pero le apetecía una cerveza.
Salió al pasillo golpeando las paredes con los nudillos. Apagó la luz y miró por la ventana. Fuera la oscuridad era impenetrable. Las nubes ocultaban las estrellas. La luna tampoco alumbraba. Más que ver, intuía el camino que por delante, a la derecha, conducía hasta el mesón, pasando por delante de la pista de bolos.
Una noche su tío Reinhard le había propuesto una apuesta. Jonas tenía que ir a por limonada al mesón. Tenía que subir al mesón solo, sin linterna, envuelto en la oscuridad, y comprar una botella a los Löhneberger, que todavía despachaban a clientes tardíos. El billete que sacó del bolsillo hizo abrir los ojos de asombro a Jonas y lanzar un leve suspiro a sus padres.
Eso no era nada del otro mundo, declararon éstos animadamente. Arriba, delante del mesón, estaba el farol encendido. Oscuro lo que se dice oscuro sólo estaba cerca de la pista de bolos. Si no iba, sería un cagueta. No tenía que darle vueltas, en un abrir y cerrar de ojos habría terminado todo.
No, contestó Jonas.
El tío Reinhard se acercó y agitó el billete delante de sus narices. Estaban abajo, junto a la puerta. Jonas miraba el sendero hasta la pista de bolos mientras observaba a un adulto tras otro.
No, repitió.
Y no cedió, a pesar de que su madre le hacía gestos y muecas furiosas a espaldas del tío Reinhard. Éste, riendo, le dio una palmada en el hombro y dijo que ya se daría cuenta de que los fantasmas no existían. Sus padres se habían apartado y durante dos días sólo le hablaron con monosílabos.
– No te engañes -dijo Jonas mientras intentaba en vano percibir al menos contornos en la oscuridad.
Giró la cabeza de repente. No se libraba de la visión de que al volverse se toparía con la bestia lobuna. Estaría allí y él habría sabido que vendría.
Fue abajo. Sin la escopeta. Abriendo la puerta de casa, pisó las desgastadas baldosas de piedra con las que estaba pavimentada la explanada delantera.
Hacía frío y estaba completamente oscuro. No corría el aire ni se oía el canto de los grillos. El único sonido procedía de las piedrecitas que debajo de sus zapatos rozaban las baldosas. No lograba acostumbrarse a tener que renunciar a los sonidos de los seres vivos. Avispas, abejas, abejorros, moscas eran criaturas molestas, y había maldecido mil veces su obstinado zumbido. El ladrido de los perros le había parecido a veces aullidos infernales, e incluso entre los trinos de los pájaros había algunos tan penetrantes que superaban cualquier asomo de dulzura. Sin embargo, habría preferido el zumbido de los mosquitos al silencio implacable que reinaba allí. Y seguramente incluso los rugidos de un león suelto.
Sabía que ahora tenía que ir.
– Pues sí, así es.
Hizo como si sostuviera algo en la mano, que tenía que proteger de miradas extrañas. Mientras tanto emprendió en su mente la inminente excursión. Se imaginó abriendo la puerta del jardín, pasando junto a la pista de bolos y finalmente llegando a la terraza del mesón. Una vez allí abría la puerta, encendía la luz, sacaba dos botellas de cerveza del bar, apagaba de nuevo y regresaba por el mismo camino.
– Ha estado realmente bien -dijo a media voz, rascándose la palma de la mano con un dedo.
Echaría a andar dentro de treinta segundos. Cinco minutos más tarde como mucho estaría de vuelta, lo habría superado. Dentro de cinco minutos dispondría de dos botellas de cerveza y además habría demostrado algo. Los cinco minutos eran soportables, cinco minutos eran una minucia. Mientras tanto podía ir contando los segundos hacia atrás y pensar en otra cosa.
Con las piernas entumecidas, permaneció inmóvil sobre las baldosas, la puerta abierta de la casa a su espalda. Transcurrían los minutos.
Así que no había sido verdad. Al pensar que cinco minutos después habría pasado todo, se equivocaba. Sin duda había creído que echaría a andar tan sólo unos minutos más tarde. El momento que él había tomado por el final de su tormento, era en realidad el principio.
Echó a andar, intentando dejar la mente en blanco.
Sin pensar en nada, se repitió tres veces, y después echó a andar.
Chocó con la puerta del jardín. La abrió. La pista de bolos, en medio de la oscuridad. Fue tanteando las tablas que la delimitaban.
La gravilla que chirriaba bajo sus zapatos le indicó que se había adentrado en el aparcamiento. Creyó percibir la terraza. Se apresuró. Te mataré, pensaba.
La campanilla repiqueteó. Creyó que no era capaz de resistirlo. Su mano encontró el interruptor de la luz. Cerró los ojos y los abrió con cuidado, acechando en torno. No pensar. Adelante.
– ¡Buenas noches! ¡Vengo a por las bebidas!
Encendió todas las lámparas entre roncas carcajadas. Cogió dos botellas de cerveza. No volvió a apagar las luces. Cruzó la terraza para bajar al aparcamiento. El resplandor de luz que salía de las ventas del mesón bastaba: ahora Jonas veía por dónde pisaba, pero también dónde terminaba la luz y le esperaba la oscuridad, igual que el mar.
Cuando se sumergió en la negrura, sintió que no lo conseguiría. Enseguida comenzaría a pensar y entonces habría terminado todo.
Echó a correr. Tropezó, pero recuperó el equilibrio en el último momento. Abriendo de una patada la puerta del jardín, saltó hacia la casa y cerró la puerta con llave. Con la espalda contra la puerta se deslizó hasta el suelo, las botellas frías en las manos.
A las dos de la mañana yacía en su cama calculando cuánto le quedaba todavía de la segunda botella. La cámara permanecía delante del lecho, aún sin conectar. Lo hizo y se tumbó de lado.
Al despertarse, consultó el reloj: eran las tres. Debió quedarse dormido en seguida.
La cámara zumbaba.