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Creyó escuchar otros ruidos por encima de éclass="underline" el rodar de una bola de hierro, crujir de pasos. Pero al mismo tiempo no dudaba que esos ruidos eran producto de su imaginación.

Tuvo que pensar que la cámara lo estaba filmando en ese momento. A él, y no al durmiente. ¿Repararía en la diferencia cuando lo viese? ¿Se acordaría?

Le entraron ganas de orinar. Apartó a un lado la manta. Cuando pasó ante la cámara, saludó, esbozó una sonrisa torcida y dijo:

– Soy yo, no el durmiente.

Se deslizó, descalzo, hasta el baño. Al regresar, saludó de nuevo. Se limpió con la mano las plantas de los pies manchadas de polvo antes de meterse nuevamente en la cama y estirar la manta por encima de las orejas.

20

Parpadeó mirando a la cámara, que seguía allí, inmóvil. Tampoco parecía haber otros cambios.

Era 4 de agosto. Ya hacía un mes. Un mes desde que había esperado por la mañana inútilmente en la parada al autobús. Así había comenzado.

Abrió las contraventanas. Un día soleado. No se movía ninguna rama, ningún tallo. Jonas se vistió. Notó el cuaderno de notas en el bolsillo. Abrió la primera página libre y escribió:

Me pregunto dónde estarás el 4 de septiembre y cómo te irá. Y cómo te habrá ido las cuatro semanas anteriores. Jonas, 4 de agosto, Kanzelstein, dormitorio, junto a la mesa, vestido, cansado.

Contempló el cuadro de la pared. A juzgar por el marco envejecido y los colores ya era algo viejo. Mostraba a una única oveja en un prado. La parte trasera del animal lucía unos vaqueros, la delantera estaba cubierta por un jersey rojo. En las patas llevaba calcetines, en la cabeza un sombrero ladeado con descaro. Esa curiosa visión le recordó lo que había soñado.

Estaba mirando por la ventana en Brigittenauer Lände. Llegó un pájaro y se posó en el respaldo de una silla colocada en un balcón que Jonas no tenía. Se alegró por el pájaro. ¡Al fin animales de nuevo!

De repente la cabeza del pájaro cambió. Se hizo más ancha y más larga, parecía feo y furioso, como si culpase a Jonas de lo que le estaba ocurriendo. Mientras Jonas lo contemplaba, petrificado, el pájaro volvió a cambiar de aspecto. Ahora tenía cabeza de erizo. Inmediatamente después su cuerpo creció. Jonas veía una cabeza de erizo asentada sobre el tronco de un ciempiés de metro y medio de longitud. El ciempiés se enroscó, arañándose la cara, que adquirió apariencia humana. La persona jadeaba intentando respirar. Sacó la lengua como si la estuvieran estrangulando. Pataleaba con sus mil piececitos, resollaba, y de los orificios de su nariz brotaba una espuma rosácea.

La cabeza se transformó de nuevo, convirtiéndose en la de un águila y después en la de un perro. Ni el águila ni el perro tenían el aspecto que debían tener. Todos los animales le miraban. Él había leído en sus ojos que lo conocían a fondo desde hacía mucho tiempo. Y él a ellos.

Desayunó pan integral y café soluble. Después de abrir todas las ventanas, recorrió la casa.

Se pasó largo rato contemplando el paisaje desde el balcón sur, asombrado de las dimensiones. Todo le parecía más pequeño y angosto de lo que recordaba. Por ejemplo, el balcón. Había sido una terraza en la que él podía jugar al fútbol. Ahora se encontraba en un balcón corriente, de cuatro metros de largo por uno y medio de ancho. Otro tanto sucedía con el jardín, le había costado recorrerlo un minuto como mucho. El mesón de los Löhneberger lo había considerado antes una gran hostería. Ahora veía que en la plaza situada delante de la casa sólo podían aparcar cuatro coches en batería. El día anterior había contado las mesas del bar. Eran seis.

Amén de la vista desde el balcón. Cuando él había pensado en ese panorama, en su imaginación veía a cientos de kilómetros de distancia. Ahora comprobaba que sólo alcanzaba hasta el valle siguiente. Su mirada chocaba contra una cadena montañosa que no debía alzarse a más de veinte kilómetros de distancia. Lo verdaderamente extenso era el bosque que marcaba por detrás de la casa el límite de la propiedad.

En la habitación del pimpón reconoció un armario donde había raquetas, pelotas y una red de reserva. Examinó la madera en busca de señales y noticias. Cogió una raqueta y comenzó a jugar contra sí mismo, propinando golpes altos para que le diera tiempo a llegar al otro lado y devolver la pelota. El ruido de la pelota al chocar contra el tablero de la mesa resonaba en el recinto casi vacío.

Su padre le había enseñado allí a jugar al pimpón. Al principio Jonas cometía el fallo de situarse muy cerca de la mesa, y su padre se enfadaba.

– ¡Atrás, más atrás! -le gritaba.

Y, enfadado por la torpeza de su alumno para aprender, lanzaba la raqueta contra la red. Deseaba formar a Jonas lo más deprisa posible para contar con un rival útil. La madre, al igual que la tía Lena, no le sacaba gusto al juego, y al padre el tío Reinhard le parecía demasiado fuerte.

Del mango de la raqueta se desprendió un trozo de plástico encolado. A Jonas se le quedó la mano pegada. Devolvió la raqueta al armario y cogió otra. La probó blandiéndola y la giró en su mano. La reconoció.

Contempló la raqueta, emocionado. La había elegido antaño porque le parecía preciosa: la guarnición negra, el mango estriado… Ahora no conseguía descubrir ninguna diferencia digna de mención entre ésa y las demás raquetas.

Allí. Allí había sido. Su padre había estado allí. Él, en este lado.

Se arrodilló para experimentar la perspectiva de entonces. Saltó a derecha e izquierda y simuló que se lanzaba tras la pelota.

Su raqueta. Y su bastón. De un tiempo ido. Que ya no existía. Que ya no podría hollar ni utilizar nunca más.

A primera hora de la tarde cocinó en el mesón. Había descubierto la despensa detrás de una puerta insignificante. Se preparó pasta y patatas. Comió en abundancia. Se sirvió una cerveza de grifo. Olía mal y era insípida. La tiró.

Se sentó en la terraza con una botella. Se había atado alrededor de los riñones una chaqueta del dueño. En la cabeza llevaba un deshilachado sombrero de campesino que colgaba de un gancho. El sol picaba, pero soplaba un fuerte viento. Se bebió la botella. Recordó la radio y corrió a la casa. La buscó durante media hora hasta convencerse de que no había ninguna.

En el invierno de casi veinticinco años antes había una, estropeada por cierto. Fue cuando estaban aislados por la nieve, todas las carreteras intransitables. Leo, el camarero, que ayudaba en los días festivos navideños, se hirió cortando leña. Creyeron que no sería nada grave, pero la herida se infectó. No se podía llamar a un médico, porque los aludes habían cortado todas las comunicaciones telefónicas. Leo yacía en la cama con septicemia. Cundió el desasosiego, contaban que iba a morir.

Jonas se enteró por casualidad de la existencia de la radio estropeada. Los adultos le dirigieron compasivas miradas de reojo cuando pidió que se la trajeran, el pequeño quería hacer teatro o darse importancia. Pero a Jonas le bastó fijarse en el relé para darse cuenta de que efectivamente podía ayudar. En el colegio, en la clase optativa de Física a la que acudía por la tarde, había construido tantos diagramas de conexiones que pidió en el acto un trozo de alambre de cobre. También le trajeron un soldador.

Unos minutos después, señalando la radio con gesto importante y el corazón latiéndole con fuerza, anunció que ya funcionaba. Al principio los demás se lo tomaron a broma, y su padre pareció decidido a tirarlo en ese mismo instante por la ventana junto con la radio. Jonas encendió el aparato. Cuando el dueño oyó el ruido, acudió deprisa e hizo la llamada de socorro. Dos horas después aterrizaba el helicóptero que trasladó a Leo al hospital.

La dueña lloraba. El dueño dio a Jonas una palmada en el hombro y le regaló un helado. Su padre encargó comida, pues dijeron que estaban todos invitados. Jonas pensó que habría más alabanzas o helado, pero al cabo de unos días dejó de hablarse del asunto. Tampoco se volvió a saber nada del relato que un periodista quería publicar en el periódico local.