En el bosque se puso pronto la chaqueta y se abrochó la cremallera. Parecía que llevaba tiempo sin llover. A cada paso que daba al ascender por la senda de la cabaña alpina, se levantaban nubecitas de tierra y polvo. Recordó que de pequeño, por miedo a las garrapatas que, según creía erróneamente, acechaban sobre todo en los árboles, llevaba capucha. Ahora incluso una de esas repugnantes criaturas habría supuesto un consuelo para él.
Creía saber qué dirección debía tomar. Pero para su sorpresa nada le resultaba conocido. Sólo arriba, delante de la cabaña a la que acudía a recoger la leche y donde un buen día le habían regalado un bastón, le vinieron a la memoria imágenes vivas.
En una ocasión le habían permitido llevar de vacaciones a un compañero de juegos que lógicamente, su padre lo quiso así, tuvo que pagarse la comida y el alojamiento de su propio bolsillo. Jonas había optado por Leonhard. Y en su compañía, ahora le venía de nuevo a la memoria, había estado también en ese lugar. Rodearon la casa fingiendo que eran indios deseosos de asaltar el rancho. Cuando el gigantesco anciano apareció en la puerta, el valor abandonó rápidamente a los atacantes, saludaron con timidez al trampero y desaparecieron entre la maleza.
La escopeta al hombro y el sombrero de campesino en la cabeza, miró a su alrededor en lo alto de la colina. Descansó unos minutos. ¿Debía forzar la entrada de la casa? Como no sentía ni hambre ni sed, abandonó el claro y prosiguió monte arriba.
No reconocía nada.
De vez en cuando un chasquido llegaba a sus oídos, como si alguien hubiera pisado una rama. Jonas se detenía.
Reprimía el miedo que se apoderaba de él. La noche pasada había demostrado que no tenía motivos para el temor.
Nadie lo amenazaba. Lo que oía era imaginación, sobreexcitación, casualidad y naturaleza. O en todo caso lo que quedaba de ella. A lo mejor un trozo de madera que se rompía. Sin intervención externa. Estaba solo.
– Tú tampoco colaboras -dijo mirando por encima del hombro.
Repitió la frase y se rió a carcajadas, como si hubiera hecho un buen chiste.
El reloj de su móvil indicaba las cinco y media. La batería estaba casi descargada. Se dio cuenta de que no tenía cobertura. Eso le inquietó. Sin embargo no tenía motivos, pues ¿a quién quería llamar? A pesar de todo le pareció una señal de que había ido demasiado lejos. Dio media vuelta.
Apretó el paso.
Algo surgió en él. Y fue cobrando fuerza.
Para distraerse, evocó el recuerdo de cuando siendo pequeño buscaba en esos bosques la tumba de Atila. Había oído hablar del asunto. Según la leyenda, el rey de los hunos, muerto durante una campaña por Austria, había sido enterrado en un bosque. Cada colina podía ser su tumba, y si descubría el lugar, Jonas se convertiría en un personaje rico y famoso. También había recorrido el bosque en compañía de Leonhard. En cada montón de tierra de cierto tamaño se miraban entre sí y barajaban las posibilidades con gesto experto. Aunque él buscaba únicamente en el lindero del bosque, a la vista de la casa de vacaciones o del mesón.
El camino estaba cubierto de helechos y Jonas tropezó con piedras ocultas. Dos veces le golpeó con fuerza la escopeta en el costado, cortándole la respiración. Se enfadó por habérsela llevado, pues no le servía para nada.
Se detuvo como si hubiera chocado con un muro. En una fracción de un largo segundo comprendió que acababa de escuchar una campana. Una esquila.
Allí… a su izquierda se repitió el tañido.
– ¡Espera y verás! ¡Te vas a enterar! -vociferó.
La escopeta delante del pecho, se lanzó en la dirección de la que pensaba que procedía el tañido. Para su confusión ahora resonó por tercera vez, a su izquierda. Volvió a correr hacia allí, sin pensar en lo que encontraría, ni saber lo que haría después. Simplemente continuó su carrera.
Después de que el tañido resonase por sexta vez, le asaltó la duda de si corría hacia él o se alejaba.
– ¡Eeeeeh!
No obtuvo respuesta. La campanita también permaneció muda.
Dejó resbalar la vista. Un árbol con tres troncos le llamó la atención. Algo le dijo que estaba en el lugar correcto. Pasó frente al árbol, apartó un matorral. Detrás había un pequeño claro. En el centro crecía un abedul solitario. La campana pendía de una de sus ramas.
Registró el entorno antes de acercarse a la campana. Colgaba de una cuerda asombrosamente fina. Era de metal. En los bordes tenía manchas de óxido. Nada indicaba el tiempo que llevaba bamboleándose allí ni quién la había colgado, pero era indudable que sonaba movida por el viento.
Se le ocurrió cómo podría haber llegado allí. Pero su teoría era demasiado fea para creerla.
Buscó el sendero por el que había venido. Había ido demasiado lejos y necesitaba orientarse de nuevo. Pronto creyó saber dónde se encontraba y dónde hallaría un sendero. Eligió la dirección correspondiente. Cuando al cabo de diez minutos se había adentrado más profundamente en el bosque, le asaltó de nuevo la sensación anterior.
– ¿Qué, maestro Atila, vienes a por mí?
Quiso imprimir a su voz un tono irónico, pero sonó menos firme de lo que deseaba.
Miró hacia atrás. Bosque espeso. Ni siquiera sabía de qué dirección acababa de salir.
Siguió caminando en línea recta. Caminar siempre en línea recta, buscar puntos fijos, ayudarse con la posición del sol o de las estrellas, así lo había aprendido en su día y aún no se había perdido nunca. Pero había olvidado cómo caminar en línea recta y no involuntariamente en círculo.
Una hora más tarde creyó reconocer otro lugar, pero no acertó a discernir si había pasado por allí antes o después del tañido. O veinte años antes.
Se asombró de lo deprisa que oscurecía.
Contempló el lugar que tenía ante sus ojos: un estrecho claro con helechos hasta la rodilla y avellanos. Los troncos de las hayas circundantes estaban cubiertos de musgo. Olía a setas, pero no se veía ninguna.
Mientras caminaba no se había percatado, pero al detenerse y pensar cayó en la cuenta de que refrescaba. Se frotó los brazos, el torso y los muslos con movimientos mecánicos. Dio unos pasos. Notaba las piernas pesadas como el plomo, le dolía la espalda y tenía sed.
Se sentó en el centro del claro. Por encima de su cabeza, divisaba un trozo rectangular de cielo azul que se iba tiñendo de rojo. En ese momento supo que la bestia lobuna se presentaría ese día. Él estaría sentado en ese lugar y oiría un chasquido. Después, los pasos. Y luego ella irrumpiría a través de la maleza para abalanzarse sobre él. Grande, incontenible, impersonal, imparable…
– No, no, por favor -susurró débilmente, y los ojos se le llenaron de lágrimas.
La oscuridad le asustaba aún más que el descenso de la temperatura. Como la batería del móvil se había descargado, no sabía la hora. No debían de ser mucho más de las siete. Era evidente que se había internado profundamente en el bosque.
Sacó una de las notas del bolsillo.
Gritar fuerte, leyó.
El azar que le había facilitado una orden adecuada, le infundió esperanza. Se levantó para gritar más alto.
– ¡Hola! ¡Estoy aquí! ¡Aquí! ¡Socorro!
Se dio la vuelta y repitió la llamada en dirección opuesta. No pudo disparar, porque se había dejado la bolsa con los cartuchos encima del viejo arcón. Aunque no contaba con tener que defenderse pronto de algo o de alguien con el arma de fuego, se alegró de sentir en la mano la madera lisa de la culata. Al menos no estaba totalmente desprotegido.
Pero… ¿y si no venía nadie? ¿Y si se quedaba allí?
¿Y si no volvía a encontrar el camino de regreso?
Acechó en todas direcciones. Cerró los ojos y escuchó a su fuero interno. ¿Acabaría así? ¿Retornaría de ese modo a la naturaleza?