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Intentó no pensar en nada. Respiró hondo, imaginándose que se encontraba en otro lugar. Un lugar en el que no se sufrían escalofríos, ni hambre, ni se oían crujidos sospechosos. Con Marie. Con Marie en la cama. Con su muslo junto al de ella. Captando su ternura, su calor. Notando su aliento y la presión de sus manos. Percibiendo su aroma, escuchando su débil carraspeo cuando se daba la vuelta sin perder el contacto con él.

No estaba solo. Ella lo acompañaba. Si lo deseaba, la tendría siempre a su lado. De golpe ella estuvo mucho más cerca de él que hacía dos o cuatro semanas. Cuando ya creía haberla perdido.

Se sintió mejor. El miedo era pequeño. Gruñía en un rincón. Él estaba tranquilo. Al día siguiente encontraría el camino de regreso. Regresaría a su casa y después buscaría a Marie. Lo único que no debía hacer ahora era dormirse.

Abrió los ojos.

Había oscurecido.

Debía de ser medianoche cuando los calambres en brazos y piernas le resultaron insoportables. Tiró la escopeta en la hierba y se sentó.

Sus pensamientos no le obedecían desde hacía horas. Iban de un lado a otro, se tornaban confusos, volvían a perder color, envolvían, eran envueltos. La bestia lobuna aparecía en ellos y no era capaz de ahuyentarla. La violencia salvaje y la decisión que emanaban de ese ser le atormentaron hasta que sin su intervención desapareció y una enigmática y cálida alegría se adueñó de él. Sonrió. Rió entre dientes. Le hubiera gustado levantarse para seguir buscando el camino.

Lo refrenó saber que no tardarían en adueñarse de él otras sensaciones.

Alzó la cabeza. Estaba convencido de que a menos de tres metros de él lo miraba fijamente un extraño al que sin embargo no alcanzaba a ver. Al mismo tiempo constató que el parpadeo de sus ojos duraba más de lo debido. Asustado, alargó la mano hacia la escopeta. El trecho le pareció el doble o el triple de largo. No veía la mano, pero notaba que su movimiento se ralentizaba de modo inexorable. Dejó caer la barbilla hacia el pecho, para quitarse el sombrero. Tenía la sensación de que no se movía. Por el crujido de los árboles se dio cuenta de que cada sonido se componía de muchos tonos aislados y de que éstos constaban de puntos sonoros.

No supo cómo salió de esa apurada situación. Su voluntad era más fuerte que la lentitud. Se levantó de un salto, apuntó con la escopeta y… esperó a ver qué iba a hacer él mismo.

Se echó a reír.

Se admiró de ser capaz de eso.

Las tres de la mañana. O las dos, o las tres y media. No se atrevía a dormir. A pesar de que le dolían las articulaciones y aros rojos bailaban delante de sus ojos. Escuchó. En sus oídos resonaba cada ruido que el viento nocturno producía en los árboles. Deslindó lo real de lo imaginario y miró alrededor. Fingió problemas con los cordones de sus botas o con la cremallera de la chaqueta para poder despotricar y burlarse en voz alta.

Antes, cuando pensaba en Dios y en la muerte, siempre se le aparecía la misma imagen. La del cuerpo del que procedía todo y al que todo regresaba. Él dudaba de lo que le contaba la Iglesia. Dios no era uno, Dios era todos. Lo que los demás denominaban Dios, él lo consideraba un principio que identificaba con un cuerpo. Un principio que enviaba todo fuera para vivir y después informar. Dios era un cuerpo que enviaba fuera de sí a las personas, pero también a los animales y plantas, quizá incluso a las piedras, a las gotas de lluvia, a la luz, para conocer todo lo que constituía la vida. Cuando terminaba su existencia, todos regresaban a su cuerpo. Dejaban que Dios participase en sus experiencias y ellos a su vez recibían las de los demás. Así todos sabían cómo era un cultivador de colza en Suiza o un mecánico de automóviles en Karachi, una maestra en Mombasa, una puta en Brisbane o un decorador en Austria. Ser un nenúfar, una cigüeña, una rana, una gacela bajo la lluvia, una abeja en primavera o un pájaro. Una mujer gozando, un hombre. Un triunfador, un fracasado. Gordo o delgado, fuerte o delicado. Ser un asesino. O un asesinado. Ser una roca. Una lombriz de tierra. Un arroyo. Viento.

Vida, para regresar y regalar esa vida a los demás. Eso había sido Dios para él. Y ahora se preguntaba si el hecho de que toda la vida hubiera desaparecido significaba que a Dios y a los demás no les interesaba la suya. Que él, Jonas, ya no era necesario.

Las seis de la mañana. Percibió el alba antes de verla. No trajo como de costumbre la resurrección, la liberación, sino el frío. Cuando hubo la claridad suficiente para no romperse la cabeza contra los árboles, se levantó. Le castañeteaban los dientes. La camiseta y el pantalón, tiesos por el frío, se le pegaban a la piel.

Intentó orientarse a esa hora tan temprana. Seguía supuestas huellas, buscaba puntos de partida. Todo lo que encontró fue una sucesión regular de arbustos, maleza, bosque espeso, sendas estrechas. Nada le resultaba conocido.

Por la mañana desembocó en un amplio claro. Allí se quedó hasta que el sol ahuyentó el frío de sus huesos. Una sed cada vez más acusada lo obligó a partir. El hambre ya no era una desazón en el estómago, sino una sensación generalizada de debilidad. Lo que más le habría gustado era quedarse tumbado sin más. Y dormir.

A partir de allí caminó sin un plan ni una meta fija. Consultó las tarjetas del bolsillo de su pantalón, pero sólo le ordenaron «gato rojo» y «Botticelli». Siguió andando con la cabeza gacha hasta que un ruido llegó a sus oídos. Un chapoteo. Procedía de la derecha.

En lugar de lanzarse en tromba, giró en todas direcciones. No había nadie que le observase. Nadie deseoso de reírse de él.

Caminó hacia la derecha. No se engañaba, el chapoteo se hizo más intenso. Se abrió paso con esfuerzo por la espesura. Se desgarró los pantalones en un zarzal que tampoco perdonó sus manos y brazos. Después divisó el arroyo. Agua clara, fría. Bebió hasta que casi le explotó la tripa. Jadeando, rodó hasta quedar de espaldas.

Las imágenes comenzaron a desfilar ante sus ojos. De la oficina, de su padre, de casa. De Marie. De antes. Cuando llevaba el pelo distinto. Cuando era más joven y le interesaban muchas cosas. Alegre con Inge en el parque, discutiendo acaloradamente con amigos en el café, por la mañana, contando botellas de cerveza vacías en la cocina. De adolescente, delante de los escaparates llamativamente iluminados de locales prohibidos; de pequeño, montando en bicicleta. Con una sonrisa que sólo se veía en los niños.

Golpeó el suelo con los puños. No. Hallaría la manera de salir de ese bosque.

Se levantó, sacudiéndose los pantalones. Caminó siguiendo el curso del arroyo. Por dos razones: porque no quería pasar sed y porque un arroyo casi siempre conducía a alguna parte, y en no pocas ocasiones a casas.

Caminaba por las zonas más cómodas. A veces el arroyo se estrechaba, entonces Jonas saltaba al otro lado, esperando que el riachuelo no se convirtiera en una pequeña corriente de agua y se secase. Otras el agua desaparecía en el suelo, pero Jonas siempre encontraba el lugar en el que afloraba de nuevo. Sacudía el puño.

– ¡Je je je, ya lo veremos!

El hambre y el cansancio habían desaparecido. Jonas caminaba sin parar. Hasta que de pronto terminó el bosque y se encontró en un reborde rocoso sobre el que el arroyo se precipitaba al vacío casi en silencio.

Una vasta campiña se extendía ante sus ojos. Enfrente, separado de él por una profunda sima, divisó un pueblo. En los campos junto a las casas distinguió puntos oscuros en los que sólo después de un rato reconoció balas de heno. Contó doce casas y el mismo número de edificios anejos. No se captaba vida. Estimó la distancia en diez kilómetros. Puede que fueran quince.

Le esperaba un desnivel de más de cien metros. La pared rocosa caía en vertical y no había ningún sendero que condujera hasta el valle.

No acertaba a explicar los motivos, pero el pueblo le resultaba conocido. Sin embargo, estaba seguro de que no había estado nunca allí.