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Se dirigió hacia la izquierda. Manteniéndose siempre al borde de la meseta, caminó hasta que el pueblo salió de su campo de visión. No se topó con carreteras, ni caminos, ni vallas, ni letreros, ni siquiera con alguna señal de la inspección forestal o de la Asociación Alpina. Cruzaba tierra de nadie. Seguramente era el primero que transitaba por esa zona desde hacía años.

Preocupado porque se estaba alejando cada vez más de Kanzelstein y los pueblos de los alrededores, dio media vuelta. Tres horas después volvió a encontrarse en el sitio en el que el arroyo se precipitaba al valle. Bebió cuanto pudo. De un salto desdeñoso pasó al otro lado. Miró hacia el pueblo. Todo yacía en inmutable inmovilidad.

Algo en esa visión le atemorizaba. Siguió andando despreocupándose del panorama. Con la mano izquierda se caló el sombrero para no tener que ver el pueblo por el rabillo del ojo. Quería gritar, pero se sentía demasiado débil.

Esperó la llegada de la oscuridad en un claro grande. No se hacía ilusiones sobre su destino. Sentía incluso una vaga sensación de gratitud porque las cosas se hubieran presentado así, allí, donde al menos aún tenía una idea de lo que había sido antaño, y por no haber terminado en un ascensor atascado.

Sin embargo algo en su fuero interno le decía que aún no había llegado su fin.

Sacó una nota del bolsillo.

Sueño, leyó.

La arrugó entre los dedos.

Había meditado a menudo sobre la muerte. Durante meses podía apartar ese muro negro que esperaba, pero luego los pensamientos regresaban cada día, cada noche.

¿Qué era la muerte? ¿Un chiste que sólo se entendía después? ¿Malo? ¿Bueno? ¿Cómo le alcanzaría a él? ¿Sería horrible o misericordiosa? ¿Reventaría una vena en su cabeza y los dolores le arrebatarían la razón? ¿Sentiría una punzada en el pecho, una descarga, y se desplomaría? ¿Sufriría convulsiones intestinales y vomitaría por miedo a lo que se avecinaba? ¿Le apuñalaría un loco dándole tiempo a comprender lo que sucedía? ¿Le martirizaría una enfermedad, caería del cielo en avión, se estrellaría con el coche contra un poste? ¿Cinco, cuatro, tres, dos, uno, cero? ¿O cinco, cuatro, tres. dos. uno. cero? ¿O cincocuatrotresdosunocero?

¿O tal vez se moriría de viejo?

¿Había alguien que lo supiera en ese mismo instante?

¿Estaba ya decidido? ¿O aún podía cambiar algo en esa situación?

Antes pensaba que pasara lo que pasase habría personas que pensarían en él y que reflexionarían sobre el hecho de que le hubiese acontecido de un modo y no de otro. Y de que él siempre se había preguntado cómo sucedería, y ellos ya lo sabían. Y sobre cómo les ocurriría a ellos mismos llegado el momento.

Pero nada de eso sucedería. Nadie meditaría sobre su muerte. Nadie sabría cómo había fallecido.

¿Se habría preguntado lo mismo al final Amundsen encima de su témpano de hielo o en el agua o encima de su balsa formada por alas de avión o donde hubiese sido? ¿Había supuesto que encontrarían su cadáver? Pero no lo encontraron, Roald. Desapareciste.

Apenas veía la mano delante de los ojos. Sin embargo no cogió la escopeta depositada junto a él, en el prado. Estaba tumbado de espaldas mirando fijamente a la oscuridad.

Se había preguntado cómo sucedería. ¿Sería arrastrado al otro lado? ¿O se apagaría?

Lo mismo daba adónde fuese: siempre había deseado que su último pensamiento perteneciese al amor. Amor como una palabra. Amor como un estado. Amor como un principio. Amor tenía que ser su último pensamiento y su última sensación, un sí sin no, daba igual si solamente se transportaba o si llegaba al marasmo. Siempre había confiado en que entonces conseguiría pensar en ello. En el amor.

21

Despertó al sentir frío y gotas en la cara. Abrió los ojos sin entender dónde estaba. Después comprendió que estaba en el bosque y que había empezado a llover. Era de día. Detrás de una masa de nubes grises el sol resplandecía como una mancha mate. Volvió a cerrar los ojos sin moverse.

Algo en él le obligó a levantarse. Sin reflexionar, eligió una dirección determinada. Apoyándose en la escopeta, se arrastró por colinas, trepó por encima de vallas, tropezó en hondonadas fangosas. Pasó ante un cobertizo, pero no se detuvo. Tenía la sensación de que no debía apartarse de su camino. Veía la lluvia que caía con fuerza sobre él como a través de un velo. La percepción del tiempo había desaparecido. Ignoraba si llevaba andando una hora o cuatro… no lo sabía.

Un valle se abrió ante sus ojos. Distinguió casas. Primero reconoció el restaurante. No sintió el menor alivio. Percibía el viento y la lluvia sobre la piel.

Abrió bruscamente los ojos. A su alrededor no se veía ningún árbol. No estaba en el bosque. Yacía delante de la verja del jardín de la casa de vacaciones.

Se levantó, bajó la vista para mirarse. Tenía la ropa hecha jirones. Los antebrazos cubiertos de pequeños rasguños rojos. Las uñas tenían rebordes negros, como si hubiera manipulado aceite para motores. Le faltaba el sombrero. Pero por lo visto estaba ileso. Y sin dolores.

La puerta del jardín chirrió. Mientras caminaba por el sendero de gravilla hacia la puerta de la casa, se dio cuenta de que había desaparecido la escopeta. Apretó los puños inconscientemente.

– ¡Eeeeeeh!

Su voz se perdió en la casa.

Metió la cabeza en el trastero, en el cuarto del pimpón. Nada había cambiado. Irrumpió en todos los dormitorios. Todo permanecía inalterado.

En el cuarto de baño rehuyó su rostro en el espejo. Pero el breve momento en que se cruzaron sus miradas bastó. Vio que llevaba algo escrito en la frente.

El cristal bajo sus dedos lo sintió liso y frío cuando dirigió los ojos a la cara del espejo. Leyó lo que alguien había escrito en su frente con escritura invertida, de forma que él lo leyera bien: MUDJAS.

No sabía qué significaba Mudjas.

Contempló las letras con más atención. Parecían escritas con un rotulador, e incluso estaba seguro de conocerlo. Lo encontraría fuera, en la cabina del camión.

Clavó los ojos en las letras reflejadas.

¿Será él el verdadero y yo sólo un reflejo?

Se lavó la cara con la mano libre sin apartar los dedos del cristal. Primero lo intentó con el jabón corriente. Cuando las letras palidecieron un poco, tomó un cepillo tirado en el suelo con el que antes debían de fregarse los azulejos. Lo mantuvo bajo el chorro de agua caliente y a continuación se restregó la frente.

Después de haberse duchado sin pensar en la bestia lobuna, tiró a la basura sus ropas destrozadas y se puso ropa limpia. Cuando su mirada cayó sobre sus pertenencias de la maleta, recordó que la última vez que había estado allí así, mirando la maleta, aún no sabía lo que le esperaba. No sabía que se pasaría dos días vagando por el bosque. La maleta había permanecido allí, sobre la mesa, todo ese tiempo. No se había movido, había esperado. No había sido vista ni utilizada.

Puso a recargar su teléfono móvil en la cocina del restaurante. Comprobó, sorprendido, que el reloj digital situado junto al fogón marcaba las cuatro de la tarde. La lluvia había cesado, pero el cielo estaba cubierto de nubes y no se veía el sol.

Mientras la cazuela con agua para los guisantes crepitaba encima del fogón, Jonas buscó objetos que recordase. Todos los electrodomésticos de la cocina eran nuevos, al igual que el televisor que estaba unido mediante un cable a la antena parabólica emplazada encima del tejado. La sopera de un estante se le antojó conocida. La cogió, le dio vueltas entre las manos. Era tan honda y tan ancha que casi habría podido meter la cabeza dentro.

Cayó en sus manos una jarra de cerveza azul con la inscripción Lotta. Era curioso, pero desde que estaba allí no había pensado ni una sola vez en Lotta. Y sin embargo había dado muchas veces de comer a las gallinas con la criada coja. Al parecer ésa era su jarra personal. Sí, recordaba que ella bebía cerveza.