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Volvió a recorrer la casa despacio. A veces rozaba un objeto, cerraba los ojos y grababa el momento en la memoria. Dentro de días, semanas, acaso meses, cerraría los ojos y se imaginaría cómo había tocado aquella lámpara o aquel sacacorchos, recordando lo que había pensado y sentido mientras tanto. Y el momento entonces transcurrido hacía mucho, era ahora. Justo ahora.

Se preocupó de cerrar todas las ventanas. Cogió de la barra una cuchara con mango de madera como recuerdo. En una bolsa metió cerveza. Con las posaderas apoyadas en la vieja estufa de leña comió los guisantes salados y aliñados con perejil. Fregó. La campanilla de la puerta repiqueteó de nuevo. Luego se encontró en la terraza.

Sabía que no regresaría jamás.

Llevó el bastón a la leñera y lo colocó detrás de la puerta. Lo contempló un momento, después lo saludó con una inclinación de cabeza y salió.

Cerró la puerta de la casa de vacaciones. Sacó del cuarto del pimpón un sillón que arrimó contra la puerta. Era consciente de que esa medida servía más bien para mantener viva la ilusión de que todavía no había renunciado del todo al guión.

Se sentó encima del arcón de la cocina americana y se tomó una cerveza.

Allí enfrente había jugado a las cartas y al Memory.

En ese banco había escuchado a los mayores mientras charlaban y bebían vino.

En aquel arcón se había escondido del tío Reinhard jugando.

Colocó la botella vacía detrás de la puerta, con las demás, y tomó otra nueva. Sacó la cámara del dormitorio, la enchufó y rebobinó. Cuando manipulaba los cables, recordó el sueño que debía haber tenido en algún momento de las últimas cuarenta y ocho horas.

Vagaban por una vasta pradera Marie, él y centenares de personas. Jonas no hablaba con nadie, y nadie hablaba con él. No veía ni siquiera las caras de la gente. Pero estaban allí, corriendo de un lado a otro.

Un monstruo venía de camino. Según contaban había sido visto en aquella cuesta. Algunas personas afirmaban -sin palabras-, que se encontraba en un huerto al otro lado del valle. De cuando en cuando se oía una vibración sorda, seguida de un temblor del suelo, como el producido por una explosión. Eso significaba que correteaba por ahí, cazando gente.

Entonces lo vio. La bestia tenía joroba, parecida a la de un camello, pero era mucho más ancha y pesada y caminaba medio erguida. Unas alas atrofiadas asomaban por su espalda. Con más de tres metros de altura, pateaba un huerto agradable. Las personas en fuga gritaban aterrorizadas. Lo peor eran los temblores de tierra, que demostraban el colosal tamaño de aquel ser y el peligro que emanaba de él.

Jonas se encontraba a unos veinte metros de distancia. El oso alado cazaba personas, y además a una velocidad que parecía imposible con un cuerpo tan gigantesco.

No, lo peor no era verlo. Ni los temblores, como había pensado al principio, ni el peligro. Lo peor era el hecho de que esa bestia existía de verdad. Que pateaba el mundo echando por tierra todo lo que él había considerado imaginable.

Oso alado, escribió en su cuaderno de notas. 1.500 kg. Sin voz, pataleo, cerca.

Echó una ojeada a las notas sobre otros sueños. Trataban a menudo de animales. O de seres parecidos. Eso le asombró. Los animales nunca habían sido importantes para él. Los respetaba como cohabitantes del planeta, pero jamás le habría pasado por la mente hacerse con un animal doméstico, por ejemplo.

Algo en las anotaciones le irritó. No descubrió qué. Leyó una y otra vez. Hasta que lo averiguó.

Era la letra.

Parecía haber sufrido una transformación casi imperceptible. Estaba un ápice más inclinada a la izquierda que antes y escrita con más fuerza. También veía por primera vez algunos ganchitos en las ges y en las eles. Ignoraba lo que eso significaba y a qué se debía.

Una profunda somnolencia lo invadió.

Abrió la ventana que daba al jardín. Sólo se oía el viento. Colocó la falleba y bajó las persianas.

Fue al dormitorio de puntillas, cerró la puerta del balcón y las contraventanas de madera. Revisó las demás ventanas, después cerró con llave la puerta de acceso a la planta baja y quitó la llave.

Tras presionar la tecla de reproducción de la cámara, se sentó en el arcón.

Se vio pasar junto a la cámara y deslizarse debajo de la manta. Pronto escuchó una respiración regular. El durmiente yacía en la cama en cuanto él se metió en ella.

Jonas miraba fijamente la pantalla. La cerveza atenuaba un poco su excitación. No obstante, miraba sin cesar por encima del hombro. Hacia atrás, donde se encontraba la ancha y vieja mesa de comer. Las cuatro sillas. La banqueta de tres patas. La estufa de leña.

El durmiente se levantó, saludó a la cámara y dijo:

– Soy yo, no el durmiente.

Se oyó abrirse la puerta. Los pasos se alejaron. Un minuto después oyó tirar de la cadena en el cuarto de baño. Jonas se vio saludando de nuevo a la cámara y deslizándose bajo la manta.

Rebobinó. No contempló al durmiente en los minutos antes de que se levantase y fuese al baño. Era él, estaba despierto y cavilaba. Se levantó, fue al baño y se acostó de nuevo. Su aspecto era idéntico al del durmiente.

Jonas dejó que la cinta siguiera su curso. El durmiente roncaba, el brazo delante de los ojos, como si la luz le deslumbrase. Antes del final de la cinta se cambió de lado otras dos veces. No sucedió nada más digno de mención.

Devolvió la cámara al dormitorio. Introdujo una nueva cinta. Se desvistió. En el baño, se lavó los dientes sin dar ni un solo segundo la espalda a la puerta. Tampoco se miró al espejo.

Sus últimos pensamientos antes de dormirse fueron para Marie. Habían estado separados con frecuencia y a Jonas apenas le importaba que ella se pasase unos cuantos días en Australia entre el vuelo de ida y el de vuelta. Estaban tan lejos el uno del otro que cualquier simultaneidad desaparecía. Si alzaba la mirada hacia el sol, no podía contar con que en ese momento se encontrasen sus miradas. Eso era lo más duro. Ya que estaban separados, al menos deberían poder unir sus miradas. Él se había consolado pensando que ella le enviaba el sol hacia occidente. Seguido por su mirada.

¿Se habrían cruzado ese día sus miradas en el cielo?

22

Inglaterra… La idea se le ocurrió durante el viaje, cuando ya llevaba unos minutos con la mente en blanco. Ahora tenía un plan, al menos una idea sobre el modo de llegar a Inglaterra.

Quería llegar a su casa a primera hora de la tarde y lo logró. Con un último chirrido de los neumáticos, el camión se detuvo delante del edificio contiguo. Después reinó el silencio.

Arrancó las tiras adhesivas de la puerta de la vivienda. Dentro hacía fresco. Abrió todas las ventanas para que entrase aire caliente. Caminó por el piso, abriendo armarios y cajones. Canturreó, emitió gritos tiroleses y silbó. Habló de su viaje, intercalando una y otra vez sucesos que no habían acontecido. En cambio nada dijo de su aventura en el bosque. Tampoco soltó prenda sobre los dolores de muelas que lo atormentaban cada día con mayor frecuencia.

Se calentó las dos últimas latas de judías, después agarró la escopeta de caza y sacó el Toyota del camión.

La vitrina estaba polvorienta, pero en la tienda nada había cambiado desde su última visita. Cogió una escopeta del armario, la cargó y salió con ella a la calle. Disparó al aire. Su funcionamiento era impecable. Regresó a la tienda para recoger más munición.

Cruzó el centro de la ciudad sin rumbo fijo, deteniéndose en reiteradas ocasiones. Apagaba el motor. Con la vista dirigi da hacia un edificio conocido o desconocido, se quedaba sentado, tamborileando con los dedos contra el volante, mientras hojeaba los mensajes guardados de su teléfono móvil.