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Ahora mismo estoy por encima de ti.

Marcó el número de ella. Llamadas. Cinco veces. Diez. Y a la centésima, se preguntó por qué al menos no saltaba el contestador automático. Escuchar su voz seguramente habría aliviado su situación, le habría hecho adoptar sus decisiones más deprisa. Por otra parte tampoco cabía descartar que reaccionase ante la voz de ella igual que ante la música o las películas, es decir quedándose impresionado.

Su mirada cayó sobre los dos fusiles del asiento del copiloto. Se le ocurrió una idea.

Al marcharse observó por rutina en el retrovisor. Durante un segundo vio sus ojos. Los de él. Arrancó el espejo y lo tiró por la ventana.

Tampoco en Rüdigergasse encontró la menor señal de que alguien hubiera estado allí. En la puerta estaba colgada la misma nota que él había dejado. Jonas no entró en el piso. Con la escopeta preparada para hacer fuego, y el rifle de caza a la espalda, bajó al sótano. La puerta acribillada estaba abierta. Encendió la luz.

El grifo de agua goteaba.

Se dirigió hacia el fondo. Salvo unas cajas, el trastero de su padre estaba vacío. Depositó la escopeta de caza contra la pared del fondo y retrocedió dos pasos. La contempló, solitaria y apoyada en la pared sucia.

No sabía por qué lo hacía. La idea de que esa escopeta permanecería allí para siempre le gustaba. Una escopeta que hasta cuatro días antes había dormido en un armario en Kapfenberg. Que durante mucho tiempo, sin duda semanas, puede que meses, había estado en esa tienda. Ahora estaba aquí. Y quizá echaría de menos su antiguo entorno. Quizá sus vecinos la añorarían en la tienda de Kapfenberg. Entonces allí, ahora aquí. Así transcurrían las cosas.

– Adiós -dijo con voz serena al abandonar el sótano.

En un local cercano descongeló un plato de comida preparada. Mientras tanto lo recorrió despacio.

En un ejemplar del diario Kronen Zeitung colocado encima de la barra, habían pintado barbas con lápiz negro a las personas retratadas. De algunas cabezas sobresalían cuernos, algunos traseros estaban adornados con rabitos enroscados. En la sección de anuncios había varios marcados a lápiz, todos contactos profesionales. En los pasatiempos no estaban marcados los cinco errores.

Había tenido tantas veces en sus manos el periódico que captó las diferencias entre los dos dibujos a la primera. Mostraban a dos presos. El gordo, con mirada triste, en una jaula. El otro era tan delgado que acababa de deslizarse riendo entre los barrotes hacia la libertad. El error número 1 era un dedo del gordo, que faltaba en el dibujo derecho. El 2, un dibujo erróneo en el suelo. El 3, una sombra en la gorra del flaco. Una lorza de más en la papada del gordo era el error número 4; un tacón situado delante del zapato del flaco, el número 5.

Apartó el periódico. Después de comer buscó la pizarra del menú. Estaba, algo escondida, detrás de la cafetera exprés. Al intentar borrar el texto con un trapo, se quedó perplejo. En la pizarra no había comidas ni bebidas anotadas, sino una cara dibujada. Desde luego, el dibujante no era un artista, y la cara de la pizarra se parecía a la de mucha gente. No obstante, ahí estaba con el mentón vigoroso y el pelo muy corto. Y la nariz. Sin duda muchas personas tenían una nariz parecida, y la barbilla, y el peinado. Pero el rostro de la pizarra tenía todos los rasgos de Jonas. Era él.

En su confusión estuvo a punto de chocar con un bolardo. Alzó la vista. Había ido a parar a un callejón sin salida del distrito 1. Dio marcha atrás. La siguiente calle transversal era Graben. Se dirigió hacia la derecha. Poco después frenó ante la catedral de San Esteban.

La puerta estaba cerrada. Tuvo que empujarla con fuerza para abrirla.

– ¿Hay alguien aquí?

El eco de su voz sonó extraño. Gritó más fuerte. Deteniéndose detrás del vestíbulo, aguardó en silencio dos, tres, cinco minutos.

El silencio pesaba sobre los bancos. El olor a incienso era más débil que la última vez. Algunas lámparas parecían haber fallado, la luz era más tenue.

Cuando reanudó la marcha, saludó a izquierda y derecha con una inclinación de cabeza.

Contempló las figuras de santos que sobresalían de la pared. Parecían haberse vuelto más herméticas aún. Las esculturas y los cuadros, en lugar de centrar sus ojos en él, clavaban en la nada su mirada vacía.

Examinó el pedestal de san José porque le había molestado un reflejo luminoso. Se agachó. Había una pequeña calcomanía pegada a la piedra. A una altura que permitía deducir que la había dejado un niño a escondidas. Mostraba un viejo avión. Debajo se leía: FX Messerschmitt.

Se sentó en un banco. No sabía por qué había venido. Dirigió una mirada cansina a su alrededor.

Los bancos eran viejos y crujían. ¿Cuántos años tendrían? ¿Cien? ¿Trescientos? ¿Cincuenta solamente? ¿Se habían arrodillado allí viudas de combatientes, revolucionarios, el «querido Augustin» de la canción?

– ¿Hay alguien aquí? -gritó.

– ¿A-quííí? -respondió el eco.

Comenzó a deambular de un lado a otro. En la capilla de santa Bárbara visitó la zona de meditación que, según decía un cartel, estaba reservada a los que rezaban. Dio media vuelta. Pasó junto al letrero que anunciaba una visita guiada por las catacumbas. Siguió andando y llegó al ascensor por el que los visitantes accedían hasta la campana Pummerin. Apretó el botón de llamada. No sucedió nada. Tiró de la puerta. En la cabina se encendió la luz.

Entró titubeando. La puerta se cerró. El interior de la cabina, acolchado, recordaba a una celda de seguridad. De la pared colgaba un letrero: Please put your rucksack down.

La frase le hizo pensar en Inglaterra, en lo que le esperaba en cuanto hubiese descansado un poco. Presionó el botón de subida. Su estómago dio un salto.

Contuvo la respiración sin darse cuenta. Subía, subía, subía. Habría debido llegar hacía mucho. Buscó el botón de parada. No existía.

En cuanto la cabina se detuvo Jonas se apresuró a salir. El sol le deslumbraba, por lo que se puso las gafas. Comenzó la ronda por un camino estrecho. A los lados las rejas colocadas para dificultar las maquinaciones de los suicidas estropeaban la vista. Unas escaleras llevaban hasta la campana denominada Pummerin. Estaba oculta detrás de otra reja. Vio la campana, pero el panorama no le impresionó.

Descansó en una especie de mirador. Se estiró, se frotó la cara, bostezó. El viento le refrescaba. Tiró piedras contra el antepecho. Sólo se concentró de manera consciente en el panorama cuando algo le llamó la atención mientras miraba alrededor, sumido en sus pensamientos.

Tras introducir una moneda en la ranura, dirigió el anteojo, instalado para los turistas, hacia el noreste. La torre del Danubio. Ya no se movía. La bandera de tela pendía, fláccida. Debía de haber sucedido durante su ausencia. Quizá se había producido un cortocircuito.

En el fondo daba igual. La palabra que había soñado y escrito en los manteles era una pista falsa. Por lo menos no había vuelto a encontrarse con UMIROM.

Colocando las manos junto a la boca, gritó:

– ¡Umirom!

Se echó a reír.

Contempló el panorama un rato más. Vio la noria gigante, girando lentamente. La torre del Danubio. La Millennium Tower. Vio la UNO City, las chimeneas de las fábricas, la incineradora de basuras de Spittelau, las centrales térmicas, iglesias y museos. Nunca había visitado la mayoría de esos lugares. Era una capital pequeña, pero aun así tan grande que era imposible conocerla entera.

El viaje hacia abajo fue todavía más desagradable. Ahora, la idea de que fallaran los frenos y el ascensor se precipitase setenta metros con él dentro le asustaba más que quedarse atrapado. Una vez abajo se apresuró a salir de la cabina.