Mientras descendía a las catacumbas, intentó actualizar los recuerdos de su época de colegial y de visitas anteriores a ese lugar. No eran muchos. Recordaba que había dos partes. Las viejas catacumbas del siglo XIV y las más modernas del XVIII. La zona más antigua, que albergaba la tumba del cardenal, se encontraba debajo de la iglesia, y ya fuera del recinto de ésta, la más reciente. En la Edad Media esa zona se utilizó como cementerio municipal de Viena, aunque después acabó siendo abandonado por falta de espacio.
– ¿Hola?
Llegó a una pequeña estancia con bancos. La luz era intensa. En todos los rincones colgaban lámparas. Un rastro de gotas de cera recorría el suelo de piedra. Lo siguió.
Tenía que encender la luz en cada estancia. Si no encontraba pronto el interruptor, tosía y reía. Apenas se iluminaban las lámparas del techo, se atrevía a continuar. En ocasiones se detenía, pero sólo oía su respiración agitada.
Llegó a un estrecho pasadizo con recipientes de barro colocados a los lados. Allí reinaba una temperatura considerablemente más baja que en las salas anteriores. El fenómeno le resultaba inexplicable. Las estancias no estaban separadas por puertas. Se pasaba de una a otra atravesando umbrales de piedra.
Retrocedió tres pasos hasta la estancia de la que procedía. Más caliente.
Volvió a avanzar. Más frío. Mucho más.
Algo le decía que debía dar la vuelta.
Al final del pasillo, un débil resplandor brotaba de una pieza contigua. Estaba seguro de no haber encendido la luz. Se preguntó dónde se encontraba exactamente. Tal vez cerca del altar mayor. En cualquier caso aún estaba debajo de la iglesia.
– ¡Hola!
Recordó lo que le había sucedido en el bosque. Lo deprisa que había perdido la orientación. Ciertamente aquello no era un bosque, pero no tenía ninguna gana de ir tanteando por las catacumbas de la catedral de San Esteban. Desde ese lugar aún conocía el camino de vuelta. Pero si seguía andando la situación podía cambiar rápidamente.
La luz de la estancia contigua pareció temblar.
– ¡Sal de ahí!
– Ahí -gritó el eco, que enmudeció abruptamente.
Sacó una tarjeta del bolsillo del pantalón.
Sueño, decía.
Soltó una risa sarcástica. Sacó todo el fajo del bolsillo y lo barajó a fondo. A continuación sacó otra.
Sueño, leyó.
¿Es posible que esto sea verdad?, se dijo.
Volvió a barajar. Cuando se disponía a sacar una tarjeta por tercera vez, lo comprendió de golpe. Tomó la primera tarjeta, leyó: Sueño. Cogió la segunda: Sueño. La tercera, cuarta, quinta:
Sueño.
En las treinta tarjetas ponía: Sueño.
Dejó caer las tarjetas. Retrocedió a ciegas como una exhalación por las estancias que olían a moho, subió las escaleras, se dirigió a la salida, a la calle. Se metió la mano en el bolsillo, pero le costó dar con la llave del coche. Al fin logró poner en marcha el motor. El automóvil partió con un salto.
Subió al piso superior de los grandes almacenes Steffl de la Kärntnerstrasse en el ascensor exterior. Las caídas le asustaban menos, seguramente porque era un ascensor panorámico acristalado. Veía la altura que alcanzaba sobre el suelo, claro, pero como podía contemplar lo que sucedía, el viaje resultaba más comprensible.
Detrás de la barra del Sky Bar, se preparó un cóctel. ¿Debía volver a poner música? Guardó de nuevo en su funda el CD que ya tenía en la mano por miedo a que pudiera desequilibrarle.
Se sentó en la terraza, desde donde disfrutaba de una panorámica del centro de la ciudad casi familiar. Ante él se alzaba la catedral de San Esteban. Los tejados de bronce de los aledaños brillaban al sol poniente.
Antes había estado allí muchas veces con Marie. La elegante clientela habitual le hacía soñar a ella con una época en la que sería rica y se dedicaría a no hacer nada, y además le encantaba el vino blanco que servían. A Jonas no le interesaban los jóvenes pródigos, ni había llegado a compartir el entusiasmo de Marie por el vino, porque no lo tomaba. Sentarse allí con ella a primera hora de la tarde, cuando el local estaba poco frecuentado y a ella le esperaba un viaje al día siguiente, le había infundido una confianza placentera. Escuchar tranquilamente en la terraza de madera los sonidos atenuados de la ciudad con la mirada puesta en la antigua iglesia. Acariciarse de vez en cuando mutuamente el brazo por encima de la mesa. Estar juntos en silencio… Habían sido momentos de gran intimidad.
Tomó un trago. El cóctel le había salido demasiado fuerte. Bebió de nuevo. Torciendo el gesto, se dirigió a por una botella de agua mineral.
De repente, mientras observaba el campanario de la catedral de hito en hito, deseó ser niño. Un niño al que le dieran pan con mermelada y zumo. Un niño que jugaba en la calle, regresaba a casa sucio y recibía una reprimenda por haberse roto el pantalón. Un niño al que después sus padres metían en la bañera y acostaban. Un niño que no tenía que ocuparse ni preocuparse por nada, porque carecía de responsabilidad propia o ajena. Pero ahora lo que ansiaba era pan con mermelada.
Fijó la vista en los muros ennegrecidos de la catedral. Allí enfrente, bajo la tierra, cerca del altar, había algo extraño, de eso estaba seguro. Tal vez no fuese peligroso, pero en cualquier caso se trataba de algo que no comprendía.
Y sus tarjetas estaban ahora allí abajo. Algunas quizá con el texto hacia arriba, otras tapadas. Sueño, ponía en ellas, con su letra. Casi su letra. Si ya no volvía a bajar, se quedarían allí tiradas hasta convertirse en polvo. Nadie las leería. Y sin embargo estarían allí, aconsejando dormir. A los muros. Al mal olor. Y cuando se hubiera apagado la última luz, a la oscuridad.
Al ponerse el sol estaba en casa. Tras cerrar la puerta con llave, revisó todas las ventanas. En la habitación se oía el tictac del reloj de pared, regular e intenso.
Entró en la cocina. Cuando enmudeció el rugido de la cafetera, se sirvió una taza.
En una papelería había cogido todo lo necesario. Con las tijeras cortó la cartulina en tarjetas del mismo tamaño, que escribió con un bolígrafo gordo. También esta vez procuró dejar la mente en blanco, vaciar su espíritu, poner en práctica la escritura automática. Le salió tan bien que, al emerger de una sima atemporal, se preguntó dónde estaba y qué hacía allí. Al final salió de su ensimismamiento con la sensación de que algo le molestaba. Tras unos segundos de reflexión lo comprendió. Lo que le molestaba era que ya no hubiera ninguna tarjeta vacía.
A pesar de que sentía un sordo latido en el interior de su mejilla, no pudo resistir la tentación de extender unos dulces en el lado libre de la cama. Montó la cámara e introdujo la cinta de la noche anterior. Se sentó en el lecho con las piernas cruzadas y la espalda apoyada en la pared. Obstinado, abrió un paquete de Chocobons.
Se disponía a poner en marcha la cinta cuando se dio cuenta de que podría mancharse la camisa de chocolate. Además, el pijama era más cómodo. Se cambió, esforzándose por ignorar el creciente dolor en su mandíbula superior.
Se vio pasar ante la cámara y desplomarse en la cama. Estuvo dando vueltas unos minutos. Los movimientos debajo de la manta se tornaron más débiles y escasos. Al cabo de un rato se oyeron unos ronquidos amortiguados.
Jonas abrió una botellita de licor en miniatura e hizo un brindis a la televisión.
El durmiente dormía.
Jonas se metió un bombón en la boca. Poco después mordió con tan poca fortuna la nuez oculta en su interior que creyó que un cuchillo le atravesaba la cabeza. Temblando y con las manos convulsas, esperó a que el dolor cediese. Cuando fue capaz de abrir los ojos de nuevo, arrojó a la basura la caja de bombones. Tras limpiarse las lágrimas con los pulpejos, se tomó un analgésico.