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Siguiendo una inveterada costumbre, paró a la derecha. Tardó un rato en orientarse en el mapa de carreteras. Había ido a parar a Dunkelsteiner Wald. La próxima entrada en la autopista distaba más de veinte minutos. Quería ir allí, pues avanzaría más deprisa. Pero estaba cansado.

En el siguiente pueblo, que contaba al menos con una tienda de ultramarinos, buscó la casa de fachada más lujosa. Estaba cerrada. Sus tenazas volvieron a prestarle un buen servicio en una ventana. Encaramándose, se coló en el interior.

En la cocina halló un caja de aspirinas. Mientras el comprimido se disolvía ruidosamente en un vaso de agua, registró la casa. Estaba equipada con elegancia, con muebles oscuros de madera maciza. Reconoció algunas piezas. Pertenecían a la serie sueca del 99, con la que él mismo había hecho buenos negocios durante una temporada. En las paredes colgaban cornamentas. El suelo estaba cubierto con esas gruesas alfombras que ellos, en la oficina, denominaban «paraíso de los ácaros». Reconoció algunas. Nada barato, pero tampoco de buen gusto. Había juguetes esparcidos.

Volvió despacio a la cocina y se tomó la aspirina.

De regreso al cuarto de estar, cerró los ojos. Desde la cocina le llegaba el tictac amortiguado de un reloj. Por la chimenea descendía crepitando el hollín que el viento arrancaba de las rendijas. Olía a polvo, a madera, a tela mojada.

La escalera que desembocaba en el piso de arriba crujía. El primer piso albergaba los dormitorios. El primero pertenecía evidentemente a un niño. Tras la segunda puerta descubrió una cama de matrimonio.

Vaciló. Estaba tan cansado que se le cerraban los ojos. Se desnudó, obedeciendo a un impulso. Corrió las pesadas cortinas oscuras hasta que sólo la lamparita de la mesita de noche iluminó débilmente la estancia. Después de haberse cerciorado de que la puerta estaba cerrada con llave, se tumbó en la cama. Las sábanas eran suaves, la colcha de una tela de sorprendente delicadeza. En otras circunstancias se habría sentido a gusto.

Apagó la lámpara.

En la cabecera de la cama sonaba el tictac casi inaudible de un despertador. La almohada olía a una persona que Jonas nunca había conocido. Por encima de él, el viento atravesaba el entramado del tejado. El sonido del despertador suscitaba en él una extraña intimidad.

Se hundió en la oscuridad.

Se sentía más despejado que antes. Cuando se incorporó, su mirada cayó sobre las fotos con marco dorado colocadas en una vitrina. Fue a tientas hacia allí como un sonámbulo, apretando un pañuelo contra su nariz moqueante.

La primera mostraba a una mujer que rondaría la cuarentena. A pesar de que no sonreía, sus ojos traslucían jovialidad. No parecía el tipo de persona que viviera en una casa como ésa.

Se preguntó durante un rato qué profesión tendría. ¿Secretaria? ¿Empleada? ¿O era propietaria de una boutique en alguno de los pueblos más grandes de los alrededores?

En la segunda foto, el hombre. Algo mayor que ella. Bigote canoso, ojos oscuros de mirada penetrante. Parecía alguien que se pasara todo el día viajando en un todoterreno por su profesión.

Dos niños. El primero de ocho o nueve años, el segundo de unos meses. Ambos de aspecto ingenuo.

La imagen de la mujer le siguió hasta la vía de acceso a la autopista. Poco antes de Linz, cuando giraba los botones de la radio, recordaba a ratos esa casa. Después se concentró para no pasarse la salida.

Divisó desde lejos las gigantescas chimeneas de las fábricas. De ellas no salía humo.

Se dirigió a la ciudad sin respetar el límite de velocidad. Ansiaba que lo detuviera algún policía. Pero pronto se convenció de que allí las cosas tampoco iban bien.

No había peatones.

Las tiendas a derecha e izquierda de la calle estaban vacías, sin gente.

Los semáforos se pusieron en rojo, pero aguardó en vano que cruzaran otros vehículos.

Tocó el claxon y el motor rugió. Pisó el freno hasta que chirriaron las ruedas y apestó a goma. Tocó tres veces la bocina, tres veces largas, tres cortas y otras tres largas. Recorrió varias veces las mismas calles. No se abrió ninguna puerta, ningún coche vino hacia él. En cambio el olor era menos desagradable que en su última visita a la ciudad. En el aire se cernía una tormenta.

Cuando se apeó delante de una farmacia, se preguntó por qué hacía un frío tan desacostumbrado. Llevaba semanas quejándose del calor, pero ahora sentía escalofríos. Seguramente no se debían a la tormenta que se avecinaba, sino al catarro.

Rompió la puerta de cristal de la farmacia. Tomó de un estante un paquete de aspirinas y pastillas contra el dolor de garganta. Al salir descubrió las existencias de Echinacin. Se guardó un frasquito.

Tras una breve búsqueda encontró un hotel cuya puerta no estaba cerrada. Llamó. No recibió respuesta, tampoco la esperaba.

En el local no le llamó la atención nada especial. Olía a grasa rancia, a humo, a tabaco frío.

Llamó de nuevo.

En la cocina puso una cazuela con agua y echó las patatas dentro. Pasó el tiempo de espera en el restaurante con el periódico del 3 de julio. Ese día aún habían tenido clientela, así lo demostraban las manchas de salsa y las migas de pan en el papel. El periódico era tan poco sospechoso como los que había leído el día anterior en la Südbahnhof. Nada aludía a un acontecimiento inminente de extraordinaria trascendencia.

Se situó ante la puerta. Relampaguearon los primeros rayos y aumentó la intensidad del viento. Cajetillas de cigarrillos vacías y otras basuras barrieron la calle. Apoyó la cabeza en la nuca y se masajeó los hombros, tensos por el viaje. Se aglomeraban negros nubarrones. A lo lejos tronaba. Otro relámpago. Y otro.

Se disponía a regresar al restaurante cuando casi encima de él resonó un estruendo. Salió corriendo hacia el coche sin volverse a mirar. Cerró la puerta por dentro. Sacando el cuchillo de la funda, aguardó unos minutos. Los cristales se empañaron.

Bajó la ventanilla.

– ¿Qué quieres? -gritó.

Se escuchó otro estruendo, más débil que el primero. Y un tercero inmediatamente después.

– ¡Sal!

Gotas pesadas azotaron la chapa y la calle. El coche daba bandazos.

Mientras corría bajo la lluvia hacia la entrada del hotel, miró hacia arriba, pero los árboles le tapaban la vista. Entró como una tromba. Abrió la puerta de la escalera. Blandiendo el cuchillo, subió zapateando. Desembocó en un pasillo largo y estrecho en el que apenas entraba luz. Con las prisas no encontró el interruptor.

Llegó a una puerta. Estaba sólo entornada. La corriente de aire la empujaba contra la cerradura con un uniforme tac-tac. Jonas la abrió del todo y lanzó una cuchillada hacia delante.

La habitación estaba vacía. Sin un solo mueble. Se escuchaba el golpeteo de una ventana grande impulsada por el viento.

Girando varias veces sobre su propio eje y con el cuchillo listo para atacar, se dirigió a la ventana. Lanzó una rápida ojeada hacia el exterior, luego a la habitación por encima del hombro y de nuevo hacia afuera. La ventana estaba situada casi encima de la entrada del hotel. Al retirar la cabeza, una ráfaga de aire irrumpió en la habitación. Una hoja de la ventana chocó contra su brazo. La cerró. Descendió con el cuchillo en la mano.

Una vez en el comedor se desplomó sobre un banco. Su aliento brotó superficial y rápido durante un rato. Mientras clavaba la vista en el revestimiento de madera del guardarropa, recordó las patatas.

La tormenta amainaba cuando apartó el cuchillo y el tenedor. Dejó el plato sobre la mesa. Caminó a saltos, atravesando charcos embarrados hasta llegar al coche.

Se dirigió a la estación de ferrocarril.

La sala de espera y el largo corredor crepuscular que desembocaba en el andén estaban tan abandonados como la explanada delantera y los andenes. Rompió el cristal de un kiosco y cogió una lata de limonada que vació en el acto antes de arrojarla a un cubo de la basura.