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Al cabo de un momento el dolor cedió. El sordo tirón en la mejilla continuaba, pero Jonas estaba tan contento de no sufrir dolores que comenzó a balancearse en la silla mientras dejaba caer por encima de la barandilla una chapa de cerveza tras otra.

De todas las cintas que había visto en las semanas pasadas, la de la noche anterior era quizá la más enigmática. Era casi idéntica a la que había grabado tres días antes. Su hipótesis de que la segunda vez quizá había presionado la tecla de reproducción en lugar de la de grabación, era falsa, pues existían dos cintas. Y había tres pequeñas diferencias. Primera: la mirada del durmiente. Segunda: guiñaba un ojo. Tercera: la voz. La mirada del durmiente era la más penetrante que Jonas había visto en sí mismo, en el espejo, en vídeos o en fotografías. Además recordaba perfectamente que en la primera noche no había guiñado el ojo a la cámara.

¿Qué quería comunicarle el durmiente con ese gesto? ¿Era una simple broma? ¿Pretendía burlarse de él?

Sentía cómo se le escapaba la conciencia y se hundía rápidamente en el sueño. Imágenes absurdas, variopintas, se alzaban en su mente. Nada tenía sentido y todo tenía un orden claro que él comprendía.

Se despertó sobresaltado. Miró a su alrededor en todas direcciones. Levantándose de un salto, registró con paso cansino el local. No había nadie. Al menos no se veía ni un alma. No conseguía desembarazarse de la sensación de que alguien había estado allí. Pero eso ya lo conocía. Figuraciones suyas.

Retornó a la terraza. El sol había avanzado. Ya no lo veía, sólo sus rayos brillaban por encima de los tejados.

La pregunta de si existían otras personas aparte de él, en Sudamérica, en Polonia, en Groenlandia o en la Antártida, tenía el mismo carácter que antes la cuestión de la posible existencia de los extraterrestres.

Las especulaciones sobre la vida inteligente lejos de la Tierra nunca le habían interesado de veras. Los hechos eran suficientemente fascinantes. Cuando un robot aterrizó en Marte, Jonas había contribuido con su ordenador en casa y en la oficina a que se cayeran los servidores de la NASA. Ansioso por contemplar las primeras imágenes tomadas en el planeta rojo, había pulsado cada par de segundos el botón de actualización del navegador. Lo que contempló entonces no era demasiado espectacular. Creyó incluso que Marte parecía Croacia. Pero la existencia misma de esas fotografías, el hecho de que en ese instante un aparato creado por el hombre estuviera en un cuerpo celeste tan lejano haciendo fotografías, provocaba en él una fascinación desmedida.

Se imaginó el vuelo de la sonda recorriendo, sigilosa, el universo. Descargando encima de Marte la cápsula con el robot, que entraba en la atmósfera y volaba hacia el suelo colgada del paracaídas. Y se posaba.

Nadie vio el aterrizaje del robot, nadie. No obstante, aconteció. A millones de kilómetros de distancia de cualquier ojo humano un robot rodaba por la arena roja.

Jonas se había imaginado entonces que él estaba allí, observando la llegada del robot. Se había imaginado que él era el robot. Lejos de todo lo que las personas conocían gracias a su propia percepción. Se había imaginado lo lejos que estaba la Tierra. Con todos los que conocía. Con todo lo que le resultaba familiar. Y sin embargo él vivía. Podía vivir sin que nadie lo viera.

Después había regresado a la Tierra y había pensado en el robot. ¿Qué sensaciones le asaltarían, solo en Marte? ¿Se preguntaría qué sucedía en la patria? ¿Sentiría algo parecido a la soledad? Jonas viajó de nuevo mentalmente hasta el robot y vislumbró la zona en la que se encontraba: un desierto rojo y pedregoso. Sin huellas de pisadas en la arena.

También en ese preciso instante estaba el robot en Marte. Justo el mismo instante en el que Jonas devolvía al bar su vaso vacío, en Marte dormía un robot.

En casa, Jonas se tomó otra pastilla. La dosis máxima diaria eran dos. Pero, llegado el caso, haría caso omiso de semejante recomendación.

Se sentía exhausto. Hizo gimnasia y metió la cabeza debajo del chorro de agua fría. A lo mejor debía acostarse. Recordó la videocámara desaparecida. Intuía que volvería a verla. Seguramente entonces le aguardaría también una sorpresa desagradable.

Se tumbó en la cama, sin hacer nada, esforzándose por ignorar cualquier ruido. Cuando consultó el reloj eran las nueve y media. La calle estaba sumida en la oscuridad.

Se obligó a comer algo, temeroso de que la medicina dejara de surtir efecto si no lo hacía. Después se tomó la segunda pastilla. Es verdad que en ese momento no le dolía, pero quería desterrar el dolor el mayor tiempo posible. Su mejilla palpitaba.

Se tocó la frente. Seguramente tenía fiebre. No sentía el menor interés por buscar un termómetro y convencerse. Se acercó a la nevera a por una cerveza.

¿Qué iba a hacer si no se le pasaba?

24

Despertó con sabor a sangre en la boca. Se sentía resacoso y borracho a la vez, y su cabeza parecía flotar por encima de él.

Abrió los ojos de golpe. Deslizó la lengua sobre la hilera de dientes de la mandíbula superior. En el lugar en el que la víspera le había torturado la muela enferma se abría un enorme agujero. No sólo faltaba la muela enferma, sino también las de al lado. Al presionar la encía el sabor a sangre se tornó más intenso.

Durante un rato se limitó a yacer allí. Las imágenes desfilaban en tromba por su cabeza, demasiado impetuosas y febriles para retenerlas. Retornaron las preguntas. ¿Cuándo? ¿Cómo?

Se incorporó. Era mediodía. La almohada estaba llena de sangre. La cámara seguía en el lugar en que la había dejado antes de acostarse. No descubrió el menor cambio en la habitación. Se palpó la mejilla. Estaba hinchada.

Al ponerse los pantalones estuvo a punto de desplomarse. Se preguntó qué le pasaba. Se sentía exhausto.

Descubrió en el borde de la bañera gotas de sangre mal limpiadas. El cubo de la basura no contenía nada que no hubiera estado allí el día anterior. Tampoco en la cocina captó nada desacostumbrado. Como sentía un cierto mareo, se sentó. Intentó concentrarse para reflexionar sobre lo que le sucedía. No había duda, estaba borracho como una cuba.

Cargó el fusil y salió a la calle. El Mercedes estaba aparcado detrás del Toyota, y éste detrás del camión. El cuentakilómetros de todos ellos marcaba la misma cifra que la tarde anterior.

Cuando quiso rebobinar la cinta comprobó que había desaparecido. Registró todo. No la encontró.

Encontró en el botiquín una caja de diclofenaco. Según el prospecto tenía efectos antiinflamatorios y analgésicos. Se recomendaba un máximo de tres comprimidos al día. Sacó dos de la caja y se los tragó con agua del grifo. Acto seguido se tomó dos Alka Seltzer. Hacía años que no experimentaba una resaca semejante. Cambió la funda de la almohada y volvió a acostarse.

Dos horas después la herida comenzó a dolerle. Se tomó otros dos diclofenacos. Después calentó una conserva. Estuvo a punto de arrojar el plato al patio trasero varias veces, pero se obligó a comérselo todo.

Tras el último bocado, se cubrió el rostro con las manos. Eructó. Sudaba y respiraba pesadamente mientras se esforzaba por contener el vómito. Permaneció así unos minutos. Luego se sintió mejor.

Sacó una de las tarjetas del bolsillo.

Fuera, leyó.

Condujo por las calles con las gafas de anteojeras muy apretadas alrededor de la cabeza. Mientras obedecía las indicaciones de la voz del ordenador, se esforzaba por distraer sus pensamientos para no fijarse en ningún detalle de su ruta.

De repente se preguntó si estaba despierto. No tenía la seguridad de que lo que estaba pensando y sintiendo en ese momento fuese real. ¿Estaba verdaderamente allí? Ese volante, ese acelerador, esa palanca de cambios, ¿formaban parte de la realidad? ¿La claridad que percibía a través de la rendija de las gafas era el mundo real?