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Resonó un ruido rasposo. El coche traqueteó por encima del bordillo. Jonas frenó y prosiguió más despacio.

Estaba a punto de arrancarse las gafas de la cabeza, pero se contuvo.

– En el próximo cruce, a la derecha.

Sonó una señal. Giró a la derecha y aceleró. Había leído en cierta ocasión que en un primer momento los ojos lo veían todo invertido 180 grados y transmitían al cerebro la imagen del mundo invertida, por así decirlo. Pero el cerebro, sabedor de que las personas no paseaban cabeza abajo ni las montañas se ensanchaban de abajo arriba, daba la vuelta a la imagen. En cierto modo los ojos engañaban, y el intelecto corregía el error. Fuese cierto o no ese hecho, en cualquier caso planteaba una cuestión muy seria: ¿Cómo podía tener la certeza de que lo que veían sus ojos estaba allí?

En realidad él era un pedazo de carne que iba tanteando el camino por el mundo. Lo que sabía de éste se lo debía sobre todo a sus ojos, que le permitían orientarse, decidir, evitar colisiones. Pero nada ni nadie podía garantizarle que dijeran la verdad. El daltonismo era sólo un ejemplo inofensivo de posibles mentiras. El mundo podía tener ese aspecto u otro diferente. Para Jonas sólo tenía una existencia posible: la que le transmitían sus ojos. Su yo era un ente ciego dentro de una jaula. Su yo era todo lo que se encontraba dentro de su piel. Los ojos iban incluidos… y también no.

La voz del ordenador anunció que había llegado al destino indicado. Se quitó las gafas.

Un suburbio. O un distrito de las afueras. Delante de las verjas de los jardines, coches caros aparcados. Las viviendas unifamiliares disponían de antenas parabólicas, los balcones estaban adornados con plantas. En el siguiente cruce Jonas vio una rama rota tirada en la calzada.

La calle le resultó conocida. Leyó la dirección. Algo le pasó súbitamente por un rincón de su mente, pero no logró retenerlo. Cuando descendió del coche, regresó el recuerdo. La villa ante la que se encontraba distaba cien metros de la que había registrado semanas antes. A la que le habían conducido sus propias instrucciones telefónicas y en la que había sido incapaz de entrar en una determinada habitación.

Leyó el nombre, Dr. August Lom, en la puerta del jardín. Llamó al timbre y apretó el picaporte. La puerta se abrió rechinando.

Durante un segundo vio a un animal peludo que en ese momento bailaba en el jardín al otro lado de la casa. Lanzaba de un lado a otro su larga lengua hasta el punto de que chasqueaba contra sus orejas, esperando a que él se atreviera a entrar.

Delante de la puerta de la casa, de la que colgaba una corona hecha con ramas de abeto, se quitó el fusil del hombro. Escuchó el silencio. Cargó el arma. Se concentró.

Algo le dijo que ahora estaba vacía.

Sacudió la puerta. Cerrada. Rompió una ventana y saltó la alarma. Sólo la percibió durante una fracción de segundo, pues luego pasó a un segundo plano. Cuando puso los pies encima de la moqueta del vestíbulo, no oía ni olía nada más. Caminaba.

Una habitación. Muebles, televisión, cuadros.

Otra habitación. Muebles, plantas. Algo desconocido, irritante. Desorden.

Habitación siguiente. Ducha, bañera, tendedero.

Con la mirada fija y movimientos enérgicos exploró la casa, apagó la alarma, caminó pesadamente por encima de la moqueta, tocó objetos, bajó al sótano y subió al desván. De vez en cuando la parte sensata de su conciencia le enviaba un aviso que le obligaba a retirar la mano o a retroceder.

Cuando se situó frente a la casa y se reencontró poco a poco consigo mismo, estaba convencido de que nada podía ayudarle a continuar en esa casa. No quería saber más.

Al subir al coche, se dio cuenta de que olía a sudor: el olor penetrante que emanaba cuando estaba muy tenso. Se enfadó. No tenía motivos para asustarse. Lo había demostrado en Kanzelstein, aquella noche.

De repente se le ocurrió la idea de ponerse las gafas con anteojeras y entrar de nuevo en la casa. Sin fusil.

– De ninguna manera -exclamó antes de virar con el automóvil.

Contemplaba la catedral desde la terraza del Sky Bar. Su taza de café estaba intacta a su lado, sobre la mesa. Se tomó dos diclofenacos sin ser demasiado consciente de lo que hacía. Algo le molestaba. Apenas unos minutos más tarde comprendió que se le habían quedado en la garganta. Eso le sucedía continuamente y le irritaba cada vez más. Los deglutió con un trago de agua.

Deambuló por la terraza rodeándose el cuerpo con los brazos. Escupió por encima de la barandilla comprobando cómo los salivazos chocaban contra el alero de debajo.

Bien. Estaba preparado. Tenía que irse. A ser posible, ese mismo día. No lo conseguiría, pero tal vez al día siguiente concluyese todos los preparativos.

Visto con desapasionamiento, al menos un tercio del mundo era inalcanzable para él. Podía viajar a Berlín, a París, a Praga, a Moscú o visitar la muralla china; tenía abierto el camino hacia los campos petrolíferos de Arabia Saudí, podía visitar el campamento base del Everest, siempre que aguantase una marcha a pie de dos semanas y se acostumbrase a la altura. Adonde no llegaría era a América. Ni a Australia, ni a la Antártida.

Recordó su sueño de juventud con un sentimiento de envidia. Se había jurado a sí mismo que una vez en la vida estaría en medio del hielo tocando el letrero en el que se leía Geographic South Pole. Llegase como llegase, ya fuera en una expedición clásica que se emprendía en contadas ocasiones y que seguramente no lo admitiría, o en un avión militar ruso alquilado, ansiaba tocar ese cartel. Mientras, cerraba los ojos y pensaba en su hogar. En Marie haciendo recados en ese preciso momento, en su padre contemplando en el parque a los jugadores de ajedrez, en Martina rechazando un proyecto en la oficina. En su piso con el despertador haciendo tictac. Sin ser visto, porque allí no había nadie. Al despertador le importaba un pimiento que Jonas estuviese en el Polo Sur o al lado, en la cocina. El despertador había desaparecido. Estaba solo.

Tocar ese cartel, en medio de la nada blanca, que no distaba de la civilización un paseo o un breve viaje en coche, sino quince horas de vuelo. Ése había sido su sueño. Llegar lo más lejos posible al sur. Arrolladora nostalgia.

Jamás vería el Polo.

Volvió a sentarse y puso los pies encima de la barandilla. Dejó resbalar su mirada por los tejados. ¿Cuántos años tendrían esos edificios? ¿Ciento cincuenta? ¿Trescientos? ¿Cuántas personas habrían albergado en su interior? El mundo sólo cambiaba a pequeña escala, al menos el que Jonas conocía, pero esos cambios eran continuos y permanentes. Cada segundo nacía o moría alguien.

Austria. ¿Qué era Austria? Las personas que vivían en ese país. La muerte de una no entrañaría un cambio sustancial. Al menos para el país. Sólo para el propio afectado. Y para sus deudos. Austria no era distinta cuando moría alguien. Pero si se comparaba la Austria de unas semanas antes con la de hacía cien años, resultaría imposible afirmar que no existían diferencias. Nadie que hubiera vivido antaño en esos edificios vivía ya. Todos habían muerto. Todos se habían marchado uno a uno. Una diferencia abismal para ellos, pero nula para el país.

«Austria.» «Alemania.» «Estados Unidos.» «Francia.»

Las personas vivían en casas que habían heredado y caminaban por calles que otros habían asfaltado mucho tiempo antes que ellos. Después se acostaban en la cama, condenados a morir. Había que hacer sitio a otra «Austria».

Cada cual moría solo. Estadísticas, conciudadanos, comunidad, nosotros, televisión, estadio de fútbol, periódico… Todos leían lo que uno escribía en el periódico. Cuando él moría, todos leían lo que escribía su sucesor. Todos pensaban, ajá, ése es, escribe esto y aquello. Y si estaba bajo tierra decían: vaya, el que escribe esto es nuevo. Iban a casa y seguían siendo aún parte del todo. Se tumbaban en la cama y morían y de repente dejaban de formar parte del todo. Ya no eran miembros del club alpino, ni de la Academia de Ciencias, ni del sindicato de periodistas, ni del club de fútbol. Ni tampoco clientes del mejor peluquero, ni pacientes de la doctora más simpática. Habían dejado de ser conciudadanos para convertirse en muertos.