Para las personas desaparecidas eso entrañaba una diferencia. ¿O no? ¿Sólo constituía una diferencia para el que había quedado atrás?
Vació completamente la caja del camión. Barrió y fregó suelo y paredes hasta que la chapa casi recuperó su color original. Después cubrió la zona del fondo con una moqueta autoadhesiva sobre la que no resbalaría fácilmente nada de lo que colocase encima.
De una tienda de muebles de Lerchenfelder Gürtel sacó un tresillo y un sofá adicional. Lo metió todo al fondo del camión. Añadió una mesa baja de madera maciza, un armario para televisión con llave en el que encerró una televisión y un vídeo, dos lámparas de pie con amplia base y otro sillón. Tiró mantas y cojines encima del sofá. Al lado colocó un montón atado de ejemplares de Clever & Smart. Situó una nevera junto a la pared. Enchufó el cable a un generador que había cogido en el Parque Sur de Maquinaria. Se llevó además otros dos generadores.
Llenó la nevera de agua mineral, zumos de fruta, cerveza, limonada, pepinillos en vinagre y otros alimentos que sabían mejor fríos. Colocó al lado cajas llenas de latas de conserva, pan integral, bizcocho, pan de molde tostado, leche uperisada y cosas por el estilo. No olvidó los condimentos: sal, pimienta, vinagre, aceite, harina y azúcar.
Necesitaba más cajas. Una para los cubiertos y la vajilla, otra para pilas, hornillo de gas y bombonas. Varias para las cámaras, que fue a recoger a Brigittenauer Lände y desenroscó de los trípodes. Éstos los depositó en el suelo, donde encontró sitio. En las paredes libres alineó paquetes de seis botellas de agua mineral.
Revisó la estabilidad de su carga. Sujetó con cinta adhesiva de seguridad lo que corría peligro de caerse.
Ató la DS con una cadena a la barra de transporte vertical. A la horizontal, situada enfrente, sujetó una Kawasaki Ninja que se había llevado desde la sala de exposición del vendedor a la gasolinera contigua y después a la plataforma elevadora, y cuyo cuentakilómetros marcaba un recorrido de 400 metros. Finalmente subió también a la caja el Toyota con el depósito lleno. El espacio se ajustaba como si hubiera trabajado con una cinta métrica.
Después de haber metido los platos en el lavavajillas, encendió la luz y se dirigió hacia la ventana. El sol se había hundido detrás de los edificios. Las nubes brillaban con diferentes tonos rojizos. Tras lanzar una postrera mirada al camión preparado, cerró la ventana.
Presentía que con el viaje que se avecinaba comenzaba el último acto. De repente todo estaba claro. Viajaría en busca de Marie. Después regresaría con o sin ella. Seguramente sin ella.
25
En Linz se apartó ex profeso de la autopista para echar un vistazo al Spider. Por la puerta de cristal destrozada entró en la sala de exposición del concesionario de automóviles. El Spider estaba en su sitio, intacto. El kilometraje coincidía.
Se sentó al volante. Tocó la palanca de cambio, los botones de la calefacción, de la ventilación, el indicador de dirección. Pisó los pedales. Con los ojos cerrados, se abandonó al recuerdo.
Era extraño. Había creído que nunca consideraría ese vehículo propiedad suya y ahora pensaba en los viajes que había emprendido con ese coche, en el Jonas que conducía ese deportivo y recorría Viena con él.
Evocó el día que devolvió el Spider. Había cargado el Toyota sin pensar que regresaría a ese sitio. Durante todo el tiempo el Spider había permanecido allí solo, mientras Jonas visitaba otros lugares.
Abrió los ojos y tamborileó en su frente con las palmas de las manos. Si se quedaba sentado, se dormiría en pocos minutos. Esa mañana se había despertado tan cansado que durante el viaje precedente había mantenido el camión en el carril central por miedo a dormirse durante unos segundos.
Al partir, tocó el claxon y volvió a despedirse del Spider con la mano.
Poco después de Passau, se presentó una ocasión favorable para montar la siguiente cámara. De los muros ruinosos de un almacén del Servicio de Carreteras sobresalía un alero bajo cuya protección se apilaban en invierno sacos de sal. Apostó la cámara bajo dicho alero. Enfocó el objetivo hacia la dirección por la que había venido y programó la grabación para las 16 horas del día siguiente.
En un poste clavado en el suelo leyó la señalización de los kilómetros. Anotó el lugar en su cuaderno. Añadió el número 3 y trazó un círculo a su alrededor. El 2 de encima designaba un aparcamiento en Amstetten, el 1 un rótulo indicador entre Viena y St. Pölten. Ambas cámaras estaban a cielo abierto. Ojalá no lloviera hasta su vuelta. Y aunque eso sucediera, al menos las cintas no sufrirían daños.
Se echó una botella de agua por encima de la cabeza y se bebió una lata entera de la bebida energética cuya publicidad afirmaba que contenía tanta cafeína como nueve tazas de café espresso.
El aire estaba diáfano. Las temperaturas eran claramente inferiores a las que estaba acostumbrado en Viena. A su alrededor se extendían campos de maíz. En el camino que cruzaba el sembrado se veía un tractor abandonado.
– ¡Hola!
Cruzó la carretera y trepó por la mediana pasando a la calzada contraria. Ni coches abandonados, ni señales de vida. Nada.
– ¡Hola!
Por alto que gritase, su voz sonaba débil. En el momento que siguió a su grito parecía como si la voz humana no hubiera resonado allí desde hacía una eternidad.
A mediodía comió en Regensburg. Por suerte encontró en el restaurante del área de servicio cebollas, pasta y unas patatas, por lo que no necesitó recurrir a sus provisiones. Después de comer escribió en una de las pizarras del menú: Jonas, 10 de agosto.
Instaló la cuarta cámara en la gasolinera. Anotó el lugar y programó la cinta para el día siguiente a las 16 horas. Llenó el depósito. En la tienda encontró una taza de café que lucía su nombre. Se la llevó junto con unos cuantos refrescos fríos.
Estaba muerto de sueño. Le escocían los ojos, le dolían las mandíbulas y sentía la espalda como si hubiera acarreado sacos de cemento durante días y días. Al sentarse al volante, estuvo a punto de rendirse a la tentación de acostarse en la cabina situada detrás del asiento. Pero si ahora se tumbaba a dormir, el día siguiente tendría que conducir demasiado lejos y no le apetecía sentirse apremiado por el tiempo.
Colocó las cámaras siguientes en Núremberg, una antes y otra después. Instaló la número 7 en la salida a Ansbach y la número 8, en Schwäbisch Hall. Sin preocuparse por las eventuales lluvias, dispuso la novena en Heilbronn, en medio de la carretera. Y la décima, también desprotegida y sin trípode, antes de Heidelberg, sencillamente encima del asfalto.
Como en un duermevela, viajaba por regiones que nunca había visto ni despertaban en él el menor interés. A veces se daba cuenta de que viajaba por paisajes florecientes, con bosques y prados jugosos y pueblos con amables casitas cercanas a la autopista. Otras le parecía que el paisaje yermo no tenía fin, lo veía todo lúgubre, cobertizos caídos, campos quemados, fábricas horrendas, centrales eléctricas. Todo le parecía igual. Con ademanes precisos, siempre idénticos, apostaba sus cámaras y volvía a subir al camión.
En Saarbrücken no pudo continuar. Su destino del día era Reims, porque eso hubiera significado una tarea más cómoda para la siguiente jornada. Pero aun así había llegado lo bastante lejos como para no tener que preocuparse de no llegar a las cuatro de la tarde.