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Deteniéndose en el carril central, se dirigió atrás con la cinta grabada la noche anterior. Tenía las piernas tan flojas que, en vez de subir de un salto a la caja, recurrió al mando a distancia. La plataforma elevadora lo subió con un zumbido.

Introdujo la cinta. De los estantes cogió cosas de picar y una tableta de chocolate. A pesar de que la herida de las muelas extraídas no le dolía, se tomó dos diclofenacos y se dejó caer en el sofá con un suspiro de alivio.

Cerró los ojos. Sólo pretendía hacerlo durante un segundo, pero le resultó difícil volver a abrirlos. Le escocían de sueño.

Encendió el televisor y eligió el canal de vídeo. La pantalla se puso azul. Todo estaba dispuesto. No obstante, Jonas vacilaba en poner en marcha la cinta. Algo no le gustaba.

Acechó a su alrededor. No halló nada. Se incorporó y echó otra ojeada.

Era la entrada. No podía verla porque el Toyota tapaba la vista. Para que entrase luz, estaba abierta la puerta trasera, pero así era imposible relajarse. Encendió todas las lámparas disponibles. Apretó el botón de la pared. Durante unos segundos creyó que caía hacia delante. Pero era en efecto la puerta que iba hacia él.

Una estancia vacía, sin muebles ni ventanas, de paredes blancas y suelo blanco. Todo era blanco.

La figura que yacía en el suelo estaba desnuda y era asimismo blanca. Blanca y tan inmóvil que durante un minuto Jonas creyó que estaba viendo una estancia realmente vacía. Pero al percibir movimiento se fijó mejor y poco a poco comenzó a distinguir contornos. Un codo, una rodilla, la cabeza.

A los diez minutos la figura se levantó y caminó de un lado a otro. Estaba cubierta de arriba abajo con pintura blanca, quizá también con una malla de ese color. No se le veía el pelo, como si estuviera calva. Todo era blanco, las cejas, los labios, las manos. Deambulaba por la habitación sin un objetivo concreto, como si estuviera sumida en sus pensamientos o esperase algo.

No se oía el menor ruido.

Al cabo de más de media hora se volvió despacio hacia la cámara. Cuando levantó la cabeza, Jonas vio sus ojos por primera vez. Su visión le fascinó. Al parecer los tenía cubiertos por lentes de contacto blancas. No distinguía el iris ni la pupila. La figura miraba fijamente por dos grumos blancos a la cámara. Inmóvil. Durante minutos. Al acecho.

Entonces levantó un brazo y golpeó la lente con el nudillo del dedo índice. Parecía como si golpease desde el fondo del televisor.

Golpeó. Y volvió a golpear. Miraba fijamente desde sus ojos como grumos mientras golpeaba en silencio la pantalla.

Jonas no sabía cómo presionar el mando a distancia. Quería apagar, pero pulsó el avance rápido. La cinta terminó al cabo de una hora.

Al abrir la puerta trasera, una bocanada de aire fresco penetró en aquel lugar sofocante. Jonas respiró y espiró profundamente. Saltó a la carretera con los prismáticos. Examinó largo rato la zona con el instrumento apoyado contra los ojos.

Había pueblos sin vida. Las ruedas de los coches se hundían profundamente en el barro. Un espantapájaros estiraba sus brazos de escoba en un sembrado cubierto de maleza. En el cielo flotaban unas nubes aisladas. El único ruido era el de sus pasos sobre el asfalto resquebrajado.

En la cabina del camión anotó el kilometraje. Echó el seguro a las puertas. No instaló ninguna cámara y se desplomó en la litera sin desvestirse. Con sus últimas fuerzas se deslizó debajo de una manta. Le escocían los ojos.

Saarbrücken, pensó. 10 de agosto. Ahora voy a dormir. Enseguida. Ya continuaré mañana. Todo va bien. Todo se arreglará.

Calma, pensó.

La autopista. Por la autopista viajaban coches, conducidos por personas. Con los zapatos pisaban a fondo los aceleradores. Los zapatos albergaban pies. Pies austríacos. Pies alemanes. Pies serbios. Y los pies tenían dedos. Y los dedos, uñas. Eso era la autopista.

Deja de darle vueltas a la cabeza, pensó.

Hundió la cara cada vez más hondo en la vieja colchoneta, que olía a sudor ajeno, como si alguien presionase su cuerpo.

Se cambió de lado y se preguntó por qué se negaba a venir el sueño.

Oyó ruidos que no acertó a identificar. Durante un momento tuvo la impresión de que por encima del techo de la cabina rodaban canicas. Después creyó escuchar algo deslizándose alrededor del vehículo. No era capaz de hacer el menor movimiento. La manta había resbalado al suelo. Tenía frío.

Recostado en el asiento del conductor, miró parpadeando al exterior. El sol asomaba rojo en lontananza, por detrás de las colinas. Ante él, en la carretera, había un objeto.

Una cámara.

Se sentía como si no hubiera pegado ojo. Saltó de la cabina, medio muerto de sueño. De repente le vino a la memoria lo que había soñado la noche pasada. Eso significaba que al menos debía de haber echado una cabezadita.

Rodeó el camión, tambaleándose como un borracho. No se veía a nadie. Volvió a retirarse rápidamente con la cámara al interior de la cabina.

Al cabo de un momento fue consciente de que estaba sentado, desmadejado, en el asiento del conductor, con los ojos clavados en la carretera. ¿Qué hacía allí? Tenía que ir detrás. Deseaba ver la cinta.

La cámara. La examinó. Desde el viaje de vídeo con el Spider todas sus cámaras estaban numeradas. Miró. Llevaba el número de la que había desaparecido unos días antes.

Algo le dijo que era mejor abandonar inmediatamente ese lugar sin bajar para Visionar la cinta. Echó el seguro de la puerta. Tras sacar algo de beber de la guantera, se puso en marcha.

El sueño regresó.

Esta vez las imágenes eran más nítidas. Estaba en el cuarto de baño de Brigittenauer Lände. En el espejo veía cómo todo su rostro, mejor dicho, toda su cabeza, se transformaba. A cada segundo adquiría la apariencia de un animal distinto: una cabeza de oso, una cabeza de buitre, una cabeza de perro, una cabeza de ciervo, una cabeza de mosca, una cabeza de toro, una cabeza de rata… La metamorfosis concluía con un pestañeo, una cabeza seguía a otra.

Cerca de Metz colocó en la carretera la undécima cámara, que programó asimismo para las 16 horas. Desayunó detrás, en el rincón del sofá, con los pies cómodamente puestos encima de la mesa. El café soluble que tomó en la taza nueva con su nombre sabía amargo. Por el contrario, comió con apetito la mermelada de melocotón. De pequeño le daban con frecuencia esa marca. Cuando descubrió la lata en el supermercado recordó en el acto su sabor.

Se levantó de un salto, masticando, y, apretándose contra la pared, se acercó a la puerta del conductor del Toyota. Leyó el kilometraje. Treinta kilómetros más que el día anterior.

El sueño regresó con un ímpetu inesperado. Ahora no podía dormirse por nada del mundo. Se derramó agua fría encima de la cabeza, empapándose la camisa, y unos escalofríos gélidos recorrieron su espalda. Hizo ejercicios gimnásticos para estimular la circulación. Sacó del paquete unos cuantos caramelos de café y, en lugar de chuparlos, se los tragó con una bebida energética.

El vídeo desconocido era en blanco y negro. Mostraba un paisaje de colinas con bosques y vides, pero sin carreteras. La cámara se movía. Captó una figura de mujer. Se acercó con un zoom y poco a poco fue vislumbrando el rostro.

Algo en su cerebro se negaba a entender. Por eso transcurrieron unos segundos hasta que comprendió el alcance de lo que estaba viendo. De un salto se incorporó en el sofá, la mirada clavada en la pantalla.

La mujer de la pantalla era su madre.

La cámara se detuvo unos segundos en su rostro, después giró hacia la izquierda para enfocar a otra persona.

Su abuela.

La anciana movía los labios sin ruido, como si le hablara. Como si el camino que tenían que recorrer las palabras fuera demasiado largo.