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Arrancó de la cámara el cable de conexión con el televisor. Cuando se precipitó hacia la rampa pasando entre el Toyota y la Kawasaki, se hizo una raja en el brazo con una arista de metal. Sólo sintió un breve escozor. Con la punta de los dedos lanzó la cámara lejos, al maizal emplazado junto a la carretera.

Saltando observó cómo la puerta trasera se cerraba con torturadora lentitud. Tras echar el cerrojo, saltó a la cabina.

Conducía como si hubiera conectado un piloto automático en su interior. Su espíritu no estaba disponible. De vez en cuando captaba algo del mundo exterior. Percibía cambios bruscos en el clima, pero no le afectaban, era como si los estuviera viendo por televisión. Leía nombres de lugares, Reims, St. Quentin, Arras, que nada le decían. Sólo un olor diferente le hizo volver en sí. El aire era denso y salado. Pronto llegaría al mar.

Fue como si esa evidencia le animase a recordar por qué estaba allí. Había desterrado el vídeo a la zona más soterrada de su conciencia. Sintió hambre. Como no sabía si allí hallaría un área de descanso dotada de restaurante, se detuvo junto a la vía de servicio, donde unos altos sauces le proporcionaban sombra. El sol estaba en lo alto del cielo. Hacía un calor infernal.

Mientras se vendaba en el sofá la herida del brazo, contemplaba con un meneo de cabeza los destrozos causados por su precipitada partida. La mantequilla yacía en el suelo, igual que el tazón con la mermelada. Había trozos de melocotón desperdigados por todos los asientos. Lo que más había dañado a los muebles tapizados era el café. Jonas limpió y fregó. Después puso en marcha el hornillo de gas y se calentó dos latas de conserva.

El cansancio se apoderó de él después de comer, como de costumbre. Era la una, no podía permitirse echar una cabezadita.

Al borde de la playa lavó con agua mineral la cazuela y los platos. Tiró las latas vacías a la cuneta. Estaba ya sentado en la cabina cuando golpeó el volante, volvió a bajar a la carretera y recogió las latas. Por el momento las guardó debajo del Toyota.

Tomó la salida siguiente. A partir de entonces viajó siguiendo el mapa. Era actual y muy detallado y no le costó orientarse. A las dos de la tarde se detuvo cerca del lugar en el que se abría el túnel del canal.

No perdió ni un minuto pensando en Calais, que le habría gustado visitar alguna vez. Ahora no se imaginaba viajando por ciudades grandes. Cuantos menos edificios hallara, cuantas menos cosas grandes le agobiasen, mejor. Eso es lo que deseaba.

Inició inmediatamente los preparativos. Rodó la DS hasta el camino sin asfaltar que discurría a lo largo de la valla que delimitaba el trazado de la calzada. Con palanqueta y cizalla emprendió la búsqueda de un acceso. Lo encontró a escasos centenares de metros. La puerta en la valla que había servido a los obreros de la calzada para entregar materiales estaba abierta. Devolvió la palanqueta y la cizalla al camión.

Se preguntó qué debía meter en la mochila. Comida y bebida desde luego, y munición para la escopeta. Una linterna de bolsillo, cerillas, un cuchillo, una cuerda. Pero ¿tenía que incluir forzosamente un impermeable y un segundo par de zapatos entre el equipo necesario? Más importantes eran los mapas de carreteras y las vendas. ¿Debía llevarse un bidón de gasolina adicional o estaba convencido de que pronto hallaría otro vehículo al otro lado?

Cuando cerró la mochila, el reloj marcaba las tres y media. Se sentó en la caja del camión, donde no estaba protegi do del calor, pero sí al menos del sol directo. Sus dedos palparon en busca de algo con lo que ocuparse. Le habría gustado cerrar los ojos un momento, pero intuía que habría tardado en abrirlos muchas horas.

Sacó el teléfono móvil. El operador se llamaba Orange. Es decir que en teoría también podía telefonear allí.

Leyó los mensajes almacenados en la memoria, del primero al último. Todos sin excepción eran de Marie. El más antiguo databa de varios años antes. A cada cambio de móvil había procurado conservarlos a toda costa. Era la primera declaración de amor de Marie. La había escrito porque en la conversación mantenida poco antes, en la que sin embargo ya lo había dicho todo y significado todo, ella se había sentido demasiado tímida para expresarlo. Aquel día pensaban celebrar juntos el fin de año, pero Marie tuvo que volar inopinadamente a Inglaterra junto a su hermana enferma. Ella le había enviado el mensaje justo a las doce en punto de la noche.

Approaching, pensó él.

Un minuto antes de las cuatro se encaramó al techo de la cabina. Siguió el segundero de su reloj de pulsera. A las cuatro en punto extendió los brazos.

Ahora.

En ese momento se ponían en marcha casi una docena de cámaras para filmar un paisaje que en ese momento sólo existía para ellas. En ese momento, ese trozo de autopista en Heilbronn, ese aparcamiento en Amstetten, estaban allí sólo para sí mismos, pero él sería testigo. Ese momento transcurría en todo el mundo. Él lo captaba en once lugares. Ahora.

Y en éste. Ahora.

Dentro de algunos días, quizá semanas, miraría la película de Núremberg y Regensburg y Passau recordando que en ese instante él se encontraba encima del camión. Que después se había puesto en marcha. Y que quince minutos después del comienzo de la cinta, él ya estaba bajo tierra. Camino de Inglaterra.

Se mantenía entre los rieles, donde por suerte no conducía sobre traviesas, sino por encima de una franja lisa de hormigón. Durante los primeros cien metros el túnel era ancho, después los muros se acercaban más y más. Delante de él, el faro iluminaba el tubo. La estrechez intensificaba el traqueteo, y Jonas lamentó pronto no haberse puesto un casco. Ni siquiera llevaba pañuelos para embutírselos en los oídos.

Estaba tan cansado que se sobresaltaba y frenaba continuamente creyendo percibir delante un obstáculo. También en los muros creía captar imágenes, rostros, figuras.

– ¡Eeeeeh!

Viajaba a Inglaterra. En serio. Tenía que repetírselo para creerlo. Estaba de verdad en camino.

– ¡Eeeeeh! ¡Allá voy!

Circulaba a toda velocidad. Ni siquiera el hecho de ser casi incapaz de mantener los ojos abiertos de puro cansancio, que entrecerraba debido al aire de la marcha, le irritaba o le hacía perder ritmo. Estaba exento de cualquier temor.

Él era la bestia lobuna.

Nada podía detenerlo. Lo superaría todo. No temía a nadie. Iba por el camino trazado para él.

Pronto te desplomarás, dijo alguien a su lado.

Del susto, dio un volantazo. La rueda delantera rozó el raíl. En el último momento logró recuperar el equilibrio y redujo la velocidad. Cuando llegase al otro lado tenía que tumbarse a dormir en el acto, aunque fuera en un prado bajo una lluvia torrencial.

Y de improviso se topó con un obstáculo.

Primero lo consideró un espejismo. Pero cuando estuvo más cerca, los reflectores traseros que reflejaban la luz de su faro despejaron todas las dudas. Ante él tenía un tren.

Desmontó, dejando el motor en marcha para poder ver, y colocó la mano encima de un tope del vagón.

Para entonces le aturullaba tanto el cansancio, que meditó si seguir viajando por encima del techo del tren. Hasta que se dio cuenta de que, primero, era imposible subir hasta allí la motocicleta, y segundo, encima del techo no había sitio para un motorista.

Revisó los laterales. La distancia entre el tren y la pared del túnel era como mucho de cuarenta centímetros.

Por allí no pasaría una motocicleta.

Pero sí un peatón.

Según sus estimaciones, se encontraba a mitad del túnel. Le esperaba una caminata de al menos quince kilómetros. Eso con una linterna en la mano y en un estado en el que ya casi no le sostenían las piernas.

Caminó. Metro a metro. Paso a paso. Delante de él, un cono de luz. Le vinieron a la mente descripciones de experiencias de la guerra. Las personas eran capaces de dormirse andando. A lo mejor él también dormía ya. Sin darse cuenta.