Marie.
Quiso decir «Eeeeeh», pero no fue capaz de proferir más que un susurro ronco de sonidos inconexos.
Oyó un chirrido detrás de él. Se detuvo: silencio. Alumbró hacia atrás: nada. Sólo las vías.
Dio los pasos siguientes con un esfuerzo indecible. Así tenían que sentirse los alpinistas poco antes de llegar a la cumbre. Un paso por minuto. O quizá no era un minuto, quizá eran segundos. Quizá caminaba a velocidad normal. Había perdido por completo la noción del tiempo.
De nuevo le pareció oír algo. Sonaba como si alguien se moviera por el túnel cincuenta metros detrás de él en su misma dirección.
Cuando oyó por tercera vez el ruido le pareció que no había surgido a su espalda. Tampoco procedía de delante. Estaba dentro de su mente.
La decisión de tumbarse no la tomó su razón. Se le doblaron las piernas, su tripa rozó el suelo, sus brazos se abrieron.
Todo estaba negro a su alrededor. Abrió mucho los ojos. Negrura.
No sabía que existiera semejante negrura. Una tiniebla absoluta, sin una chispita de luz. Tan absoluta que intentó morderla.
Buscó la linterna. La había dejado junto a su cabeza, pero no estaba. Tanteó en busca de la mochila. No la encontró.
Se sentó para aclarar sus pensamientos. Al quedarse dormido llevaba la mochila a la espalda. Ahora había desaparecido, igual que la linterna, lo cual significaba que tenía que arreglárselas sin sus provisiones y que a partir de ese instante tendría que caminar inmerso en una completa oscuridad.
Le habría gustado saber la hora. Su reloj era un modelo analógico, sin luz.
Se levantó.
Caminaba a paso ligero a pesar del cansancio. Presentía que si volvía a detenerse, sería el fin. Algo aparecería de repente. En el fondo ya estaba allí, lo percibía. En el momento en que se sentase, se abalanzaría sobre él.
Una imagen que mostraba cien metros y más de agua por encima de su cabeza desfiló como un fogonazo por su mente. Consiguió borrarla, pero no tardó en regresar. Pensó en otra cosa. La imagen volvía. Él dentro de un tubo de hormigón y por encima un bloque gigantesco de agua.
Éste es un túnel corriente.
Que encima del túnel haya agua, roca o granito carece de importancia.
Se detuvo a la escucha. Creyó oír gotear, incluso correr el agua. Al mismo tiempo le embargaba la sensación de que algo le quitaba el aliento. Como si extrajesen el oxígeno del túnel o lo sustituyeran por otro gas.
Continuó andando mientras se apoyaba con la mano en la pared del túnel.
Cada vez le preocupaba más el temor creciente al ruido. Tenía miedo de que al instante siguiente sonara una explosión junto a su oído y le reventase el tímpano.
Allí no se produjo explosión alguna. Todo estaba en silencio.
Pensaba que ya tenía que haber llegado a su destino. ¿Habría dado la vuelta en sueños, eligiendo la dirección equivocada?
¿O había despertado en otro lugar? ¿Acaso el túnel en el que estaba metido no conducía a ninguna parte? ¿Seguiría caminando por allí indefinidamente?
– ¡Eh! ¡Hola! ¡Eh!
Pensar en algo bello.
Antes, sus sueños diurnos más agradables lo trasladaban a países lejanos. Se imaginaba sosteniendo un vaso y mirando al mar en un paseo marítimo. Le daba igual que fuera desde una tienda de campaña o desde un hotel de cuatro estrellas, llegar en coche o en la suite acristalada de un vapor de lujo. En su fantasía olía la sal, el sol perfumaba su piel, y nada le agobiaba. No tenía la menor obligación hacia otras personas o hacia sí mismo. Su única tarea consistía en preservar su paz interior y disfrutar del mar.
O se trasladaba a la Antártida. En ella, según su imaginación, jamás reinaba un frío desagradable. Él caminaba por los hielos eternos alumbrados por el sol. Llegaba al Polo, abrazaba a investigadores barbudos que pasaban el invierno en la estación polar, tocaba el letrero mientras pensaba en su hogar.
Antes, cuando le iba mal, en tiempos de desdicha personal o insatisfacción profesional, sus ensoñaciones lo trasladaban al extranjero, que en las últimas semanas le había importado un rábano. La lejanía significaba pérdida de control. Y además, cuando uno tenía la impresión de que se le escapaba todo, no se lanzaba a correr aventuras.
Como él en ese momento.
Estaba loco, completamente chiflado. Tambaleándose en medio de una absoluta oscuridad. ¿Qué es lo que…?
Pensar en la Antártida.
Veía montañas heladas, azul y blanco. El hielo por el que arrastraba su mochila era blanco, de una blancura inmaculada. Por encima de él, el cielo azul.
Una vez vio en un documental televisivo cómo unos investigadores perforaban y extraían un cilindro de hielo en la Antártida a kilómetros de profundidad. El trozo de hielo extraído tenía que ayudarles a aprender a comprender el cambio climático. A Jonas le había fascinado menos esa perspectiva que el cilindro de hielo mismo.
Un trozo de hielo, de medio metro de longitud y diez centímetros de diámetro. Hasta unos minutos antes estaba enterrado bajo millones de metros cúbicos de hielo. Por primera vez desde… sí, ¿desde cuándo?…desde hacía centenares de miles de años veía la luz. Esa agua se había congelado hacía una eternidad, y después se había despedido poco a poco de este mundo. Cinco centímetros de profundidad. Cincuenta. Dos metros. Diez. Cuán largo tiempo había transcurrido ya entre el día en que había abandonado la superficie y aquel en el que llegó a diez metros de profundidad. Un período de tiempo que él no lograba imaginarse. Y sin embargo un parpadeo comparado con el tiempo transcurrido entre diez metros y un kilómetro.
Ahora ese trozo de hielo estaba allí. Volvía a ver el sol.
Buenos días, sol. Aquí estoy de nuevo. ¿Qué has vivido tú?
¿Qué pasaría en su interior? ¿Comprendería lo que sucedía? ¿Se alegraría? ¿Estaría afligido? ¿Pensaría en la época en la que descendió? ¿Compararía las épocas?
Tuvo que pensar en el hielo que todavía estaba abajo. En los vecinos directos del trozo sacado a la superficie. ¿Lo echarían de menos? ¿Sentirían envidia, lo lamentarían? Y tuvo que pensar en el otro hielo, a dos kilómetros de profundidad, a tres. En cómo había llegado allí. En si regresaría y cuándo, y en el aspecto que tendría la Tierra en ese momento. En lo que pensaría y sentiría abajo, en la oscuridad.
Creyó oír un ruido: rumor de agua.
Se detuvo. No se engañaba. Delante de él corría agua.
Se volvió y corrió. Tropezó y cayó al suelo, sintiendo un estremecimiento de dolor en su rodilla.
Allí tirado creyó percibir que las vías se inclinaban suavemente hacia abajo. Al momento siguiente creyó que era al revés. Se levantó y dio unos pasos. De ese modo no se notaba si iba cuesta arriba o cuesta abajo. En un segundo el camino se inclinaba, al siguiente ascendía. Pero Jonas se dio cuenta de que le costaba más caminar en la dirección original.
Siguió andando. El rumor aumentó en intensidad. Corrió. Bajo sus pies, se oía salpicar el agua. El rumor era cada vez más poderoso. Retumbó un trueno. Segundos después Jonas salió al aire libre.
Era de noche. Encima de él, los relámpagos a los que seguía un trueno salvaje cruzaban el cielo. La lluvia caía impetuosa sobre su cabeza. El viento soplaba en ráfagas tan fuertes que casi derribaban a Jonas. No se veían luces encendidas por ninguna parte.
A pesar de la tormenta se apresuró a abandonar el trazado de la vía. Al cabo de un momento encontró una puerta abierta en la valla. Se dirigió hacia la izquierda, donde esperaba encontrar casas. Aunque también habría podido optar por la dirección opuesta, estaba oscuro como boca de lobo y no tenía la menor idea de adónde se dirigía. Confiaba en no caerse de cabeza al mar, cuyo oleaje creía escuchar en medio del retumbar del trueno.
Cruzó un prado de hierba alta. A unos metros vio brillar algo. Era una motocicleta. Al lado, el viento sacudía la lona de una tienda de campaña.