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En la extensión de la tienda Jonas encontró mochilas empapadas, tropezó con zapatos, se golpeó el pie contra una piedra que sujetaba una estera. Como los dedos le temblaban de frío y agotamiento, le costó un rato abrir la cremallera de la entrada de la tienda. Penetró en el interior, pero sólo cerró la mosquitera para poder ver el exterior.

Tanteó con la mano. Palpó un saco de dormir. Una pequeña almohada. Un despertador. Otro saco de dormir. Debajo de la segunda almohada había una linterna. La encendió. En ese preciso instante un trueno retumbó por encima de él, mejor dicho a su alrededor. Del susto se le cayó la linterna de la mano.

Intuyó que estaba a punto de quedarse dormido.

Iluminó la tienda con la linterna. En un rincón había latas de conservas y un hornillo de gas. Al otro lado un discman, junto a un montón de CDs. En la esquina próxima a la entrada encontró artículos de aseo: maquinilla de afeitar, espuma, crema para la piel, un estuche de lentes de contacto, artículos de limpieza, cepillos de dientes. Entre las mochilas había un periódico bosnio del 28 de junio y una revista erótica.

Tuvo la impresión de que había algo desconocido cerca. Figuraciones, se dijo.

Apagó la linterna. Se despojó de las ropas empapadas en la oscuridad y, tras abrir la mosquitera, las escurrió fuera. Colocó camisa, pantalón y calcetines al otro lado de la tienda, en un rincón. Se metió desnudo en un saco de dormir y utilizó el segundo a modo de manta. Volvió la cabeza hacia la entrada. Tiritaba.

Mientras escuchaba la tormenta bajo la lluvia, se preguntó si habría cerca un punto más alto o si podía caer un rayo sobre la tienda. Al momento relampagueó, de forma que la tienda se iluminó como si fuera de día. Jonas cerró los ojos, sin pensar en nada. Luego, unos segundos más tarde de lo esperado, llegó el trueno.

Jonas dio vueltas de un lado a otro. Estaba tan cansado que le castañeteaban los dientes, pero no conseguía relajarse. La tormenta se alejaba despacio. La lluvia siguió azotando el techo de la tienda, empapando el prado, chapoteando en los charcos. El viento sacudía los palos de la tienda, y más de una vez Jonas creyó que quedaría enterrado debajo de las lonas.

Le parecía que alguien pasaba la mano por el exterior de la tienda. Levantó la cabeza. Escuchó pasos. Atisbo fuera. Oscuridad pura. Ni siquiera se veía la motocicleta.

– ¡Lárgate!

Ningún paso. Sólo el viento.

Jonas volvió a tenderse.

Se hundía en el sueño. Todo se alejaba.

¿Voces? ¿Eran voces?

¿O pasos?

¿Quién venía?

26

El calor y el bochorno lo despertaron. Al principio no reconoció el entorno. Después comprendió que estaba en la tienda de campaña y que el sol la había recalentado.

Tocó el pantalón. Aún estaba húmedo. Agarró la ropa y la tiró fuera con descuido. Salió al exterior con el hornillo de gas y dos botes de conserva.

El cielo estaba sin nubes. Soplaba un viento fuerte y frío. La hierba bajo sus pies estaba tiesa. No se veía una sola casa.

De una de las mochilas que los campistas habían dejado en la extensión de la tienda, sacó unos pantalones que tuvo que remangar y una camiseta estrecha de hombros. También se puso un jersey. Los calcetines que encontró le estaban pequeños. Los cortó por delante con un cuchillo. Las sandalias le apretaban, pero podía calzárselas con los dedos desnudos.

Mientras se calentaban las conservas en una cazuela sobre el hornillo, deambuló por la zona. A cincuenta metros de distancia se veía un grupo de árboles. Se acercó despacio, pero se lo pensó mejor y dio media vuelta. Algo le había irritado.

Observó la motocicleta.

Las ruedas estaban planas.

Las revisó. Estaban pinchadas.

Vagó en busca de alguna localidad. Los ojos se le cerraban continuamente. Se sentía tan extenuado que habría preferido dejarse caer y cruzar las manos detrás de la cabeza, allí mismo, en el campo.

Una hora larga después llegó a una casa. Con un coche aparcado delante sin la llave puesta. En cambio, la puerta de la casa estaba abierta.

– ¿Hola? -gritó en el vestíbulo en penumbra-. Somebody at home?

– Claro que no -se contestó a sí mismo en tono cortés.

Sin pensar en los ruidos de la casa, que era oscura y cuyas vigas chirriaban, recorrió las habitaciones buscando las llaves del coche. Cuando sus ojos se topaban con un espejo, apartaba la vista enseguida. A veces percibía sus propios movimientos por el rabillo del ojo en un armario de luna o en un espejo de pared. En la penumbra de las habitaciones parecía como si alguien estuviera detrás de él, incluso a su alrededor. Manoteaba con los brazos en torno, pero en silencio, aunque le costaba lo suyo.

Encontró la llave en el bolsillo de unos vaqueros. Con un chicle pegado. Jonas estuvo a punto de vomitar. No entendió por qué.

Condujo. No se percataba del paso del tiempo ni prestaba la menor atención al paisaje que pasaba de largo. Cuando llegaba a un cartel, levantaba la cabeza. Comprobaba si seguía en la autopista correcta y volvía a desplomarse sobre el volante, sin pensar en nada. Su mente la ocupaban imágenes que afluían a ella sin su intervención y desparecían con la misma rapidez con la que habían llegado. No dejaban impresiones. Estaba vacío. Concentrado por entero en no dormirse.

Consiguió rodear Londres por el norte. Cuando tuvo la seguridad de haber dejado la ciudad a sus espaldas, se detuvo en mitad de la autopista, reclinó el asiento y cerró los ojos.

Las cuatro de la mañana. Bajó la ventanilla. El aire era fresco y húmedo. Un olor desagradable, a cuerno quemado o goma derretida, flotaba en el ambiente. Sólo sus uñas raspando el revestimiento de la puerta interrumpían el silencio. Normalmente a esa hora habría debido oír los trinos de los pájaros.

Cuando quiso continuar el viaje, el coche no se movió ni un centímetro. Dio una sacudida y chispas rojas y amarillas saltaron junto al vehículo. Al mismo tiempo se oyó un ruido agudo.

Se apeó. Alumbró las cercanías del vehículo con la linterna. Después dirigió el cono de luz hacia las ruedas.

Habían quitado las cuatro. El eje yacía desnudo encima del asfalto.

Un poco detrás del vehículo se topó con un montón humeante en el que reconoció los neumáticos. Entre ellos asomaba un gato medio derretido.

No se veía un coche por parte alguna. El área de descanso siguiente quedaba lejos. Ignoraba a qué distancia estaba la próxima salida de la autopista. Tenía que retroceder.

Indeciso, miró la maloliente fogata y luego al coche. Se sentía exhausto. Había requerido un gran esfuerzo llegar allí y le costaría muchas fatigas más llegar a Smalltown y regresar a casa. Ese incidente le desmoralizaba.

Con las manos hundidas en los bolsillos del pantalón, echó a andar en la dirección de la que había venido.

Al descubrir desde la autopista una carretera y detrás un pueblo, bajó por el talud. A eso de las seis encontró un coche con la llave puesta. Meditó si debía tomar un bocado en algún sitio. Sin embargo, antes deseaba seguir avanzando hacia el norte. La cercanía de Londres no le agradaba. Estaba convencido de que la ciudad estaba vacía y de que en esa gran urbe se perdería, pero no ganaría nada.

No circulaba a mucho más de 120. Le hubiera gustado ir más deprisa, pero no se atrevía a incrementar la velocidad. Quizá se debía al incidente de las ruedas desatornilladas, o tal vez fuese un presentimiento, pero creía que pisar el acelerador en exceso era exponerse a un peligro innecesario.

Las ocho. Las nueve. Las once. Las doce. Las dos de la tarde. Conocía los nombres de los lugares que leía en los carteles indicadores sobre todo por su infancia, cuando todavía se interesaba por el fútbol y leía en los periódicos las crónicas de la liga inglesa. Luton. Northampton. Coventry. Birmingham. West Bromwich. Wolverhampton. Stoke. Nombres de ciudades vacías. Que le resultaban indiferentes. En los carteles sólo quería leer la distancia a Escocia. Smalltown estaba justo en la frontera, apenas a cinco kilómetros de ella.