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Liverpool.

Siendo niño le había interesado ese lugar. No tanto porque no le gustase el club de fútbol, ni porque fuera la ciudad de los Beatles, sino por el curioso sonido que tenía el nombre de la ciudad. Había palabras que al contemplarlas o al pronunciarlas con plena consciencia parecían transformarse. Había palabras cuyo significado parecía alejarse cuando las mirabas. Había palabras muertas y palabras vivas. Liverpool estaba viva. Liverpool. Bonito. Hermosa palabra. Como también, por ejemplo, el orbe como designación del universo. El orbe. Tan sonora, tan certera, tan bella…

Inglaterra, Escocia: palabras normales. Alemania. Otra palabra corriente. Italia, sin embargo, era una palabra con alma y con música. No tenía nada que ver con sus simpatías por el país, era la palabra. Italia era el país con el nombre más bello, seguido de Perú, Chile, Irán, Afganistán, México. Si uno leía las palabras Irlanda o Finlandia, no sucedía nada. Cuando leías Italia, notabas su delicadeza, era un vocablo adaptable. Por otra parte, si uno decía Eire y Suomi, sonaba mucho mejor.

Había notado a menudo que una palabra podía desorientarle si la leía varias veces seguidas. En no pocas ocasiones se preguntaba si estaba mal escrita. Una palabra cualquiera, corriente, por ejemplo «temblar». Temblar. TEMBLAR. Tem-blar. Temblar. Tem. Te-mblar. Cada palabra tenía algo insondable. Era como si la palabra fuera una falsificación, como si no tuviera nada que ver con lo que describía.

Boca.

Pie.

Cuello.

Mano.

Jonas. Jo-nas.

Siempre le había costado leer su nombre y creer que esa palabra le designaba. En un papel estaba el nombre de Jonas. Esas líneas, esas letras designaban a una persona concreta. Persona. Otra palabra de ésas. Perssssona. Perrrrrsona. Sssss.

Poco después de Bolton, muy avanzada la tarde, echó el asiento hacia atrás. Volvió a salir y se aseguró de que en el maletero no hubiera ningún gato y de que no llevaba consigo ningún cuchillo. Cerró todas las puertas por dentro.

Cuando abrió los ojos, había oscurecido. Estaba sentado en el coche. Los alrededores parecían haber cambiado.

Las tres de la mañana. Olía a lluvia. Tenía frío, pero no hambre, ni sed. Encendió la iluminación interior. Se frotó la cara y la notó pringosa. Contempló sus manos. Llevaba pegado un espagueti a la yema del pulgar. Y en la lengua, el sabor de carne sangrante. Su aliento olía a algo, olía… a vino. El olor le desagradaba. Rebuscó en los bolsillos. Ni un mísero chicle. Nada capaz de eliminar el sabor de su boca.

Giró la llave del encendido. El motor no se puso en marcha. El indicador de la gasolina marcaba cero.

Se apeó. El suelo estaba mojado. Lloviznaba. A unos cientos de metros de distancia salía luz de una ventana. Se dirigió hacia allí. En el trayecto se asombró al distinguir los contornos de un avión. Detrás descubrió otro, y un tercero. Se preguntó si estaría soñando. Corrió hacia allí, tocó el chasis y las ruedas. Eran reales.

– ¡Eeeeeh! -quiso gritar, pero no se atrevió.

Cuanto más se acercaba a la ventana iluminada, más incomprensible le resultaba la situación. ¿Dónde se encontraba? En un aeródromo o en un aeropuerto, era obvio. Pero ¿dónde? ¿En Bolton? ¿En Liverpool?

Aminoró el paso. Alzó la vista hacia la ventana. Parecía pertenecer a una oficina. También creyó ver plantas de interior detrás de las persianas medio bajadas.

No estaba seguro de que le esperase algo bueno.

Se volvió sin ver a nadie. En la oscuridad ni siquiera acertaba a distinguir los contornos. Sólo adivinaba más o menos la dirección donde estaba el coche.

No tenía la sensación de que hubiera alguien cerca. Al contrario, se sentía más lejos de todo que nunca en su vida. No obstante prefirió cambiar de sitio. Caminó, pues, cincuenta metros, cambiando de dirección sin hacer ruido. Llegó a un gran letrero colocado en el muro del edificio.

Exeter Airport.

Exeter, pero eso era imposible. Conocía Exeter de nombre, porque allí se fabricaban productos imprescindibles para tratar la madera maciza destinada a muebles. Nunca había estado allí, pero conocía más o menos el emplazamiento de la localidad: muy al sur, casi junto al mar.

Había viajado en vano durante todo el día.

Eructó. Un olor a vino ascendió hasta su nariz.

Empezaron a temblarle las piernas. Sucedió de improviso. Estaba cansado, muy cansado. Ya sólo deseaba tumbarse, abandonarse al sueño. Quería sustraerse a ese profundo desmadejamiento que lo inundaba, y en ese momento le traía sin cuidado quedar de nuevo a merced de un proceso que ni entendía ni era capaz de controlar. Quería descansar, tumbarse, dormir. Sobre el asfalto mojado por la lluvia, no, claro. En un lugar cómodo. O al menos blando. Y en cualquier caso no frío.

Se dirigió al coche con la mano estirada, como un ciego, tambaleándose.

Al despertar, poco antes de las siete de la mañana, no se sentía descansado, pero la fatiga lo torturaba menos.

En una nota escribió: Jonas, 14 de agosto. Antes de colocarlo detrás del parabrisas, contempló las letras. Jonas. Ése era él. Jo-nas. Y el 14 de agosto era ese día. Un 14 de agosto que no regresaría jamás. Sólo existiría una vez, y después quedaría a merced del recuerdo. Que hubieran existido otros días con la misma fecha, un 14 de agosto de 1900, de 1930, 1950, 1955, 1960, 1980, era una simplificación humana, era mentira. Ningún día regresaba. Ninguno. Y tampoco se parecía a otro, independientemente de que lo viviesen seres humanos o no. El viento soplaba hacia el norte, el viento soplaba hacia el sur. La lluvia repiqueteaba sobre esta piedra, no sobre aquélla. Esta hoja caía, esa rama se partía, aquella nube flotaba en el cielo.

Jonas tuvo que emprender de nuevo la búsqueda de un vehículo. Caminó durante una hora hasta que encontró un viejo Fiat con el asiento trasero cubierto de animales de peluche empaquetados en plástico. Vio latas de cerveza vacías y llenas esparcidas. Aún sentía en la lengua el sabor a carne. Se enjuagó la boca.

Del retrovisor colgaba una cadena de la que se bamboleaba un medallón. Lo abrió. Contenía dos fotos: una de una mujer joven bajo la cual se escondía otra de la Virgen María.

Por la mañana pasó por la salida a Bristol, luchando contra el sueño. Se detuvo varias veces para caminar unos pasos y hacer gimnasia. El descanso nunca se prolongaba mucho tiempo, siempre estaba a punto de derribarle el viento, se sentía observado y presentía que no debía alejarse mucho del coche.

Llegó el mediodía, la tarde. Seguía conduciendo. No quería dormirse. Deseaba seguir, seguir.

Liverpool.

El vídeo enigmático en el que había visto a su madre y a su abuela retornó a su conciencia. No le apetecía pensar en ello, pero las imágenes se le imponían. Veía el rostro cerúleo de la anciana hablándole con insistencia pero sin voz.

Preston.

Lancaster.

150 kilómetros hasta la frontera. Pero ya no podía más. Sabía que era un error echarse a dormir, pero era inevitable.

Cada fibra de su ser añoraba el descanso. Ya no era capaz de conducir el coche.

Detuvo el vehículo, bajó la ventanilla, gritó algo hacia fuera y continuó el viaje.

No sabía cuánto tiempo llevaba viajando, cuando se dio cuenta de que tenía el ojo izquierdo cerrado. Tampoco controlaba ya el párpado derecho. Con la barbilla encima del volante, se preguntó adónde se dirigía.

¿Adónde? ¿Por qué se encontraba en ese automóvil?

Necesitaba dormir.

Abrió los ojos, pero todo permaneció oscuro. Intentó orientarse. Ni siquiera acertaba a recordar cuándo y dónde se había dormido. Lo último que había retenido eran imágenes de la autopista: una cinta gris ante él monótona e interminable.