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Se incorporó deprisa, propinándose un fuerte golpe en la cabeza. Soltó un grito y cayó hacia atrás, frotándose la frente.

Su voz había sonado hueca. ¿Dónde estaba? Parecía sostener un cuchillo en la mano. Lo comprobó con la otra. En efecto, un cuchillo de monte o algo parecido.

Cuando intentó darse la vuelta, chocó por doquier con obstáculos. No había sitio, apenas podía moverse. Tenía las piernas dobladas, el torso encorvado.

¿Dónde se encontraba?

– ¡Eeeh! -gritó.

Golpeó la pared con el puño. Se oyó un ruido ahogado, que no produjo el menor eco.

– ¡Eh, qué pasa!

Intentó apartar con ambos antebrazos el obstáculo que tenía encima de él, pero no lo movió.

Un ataúd.

Estaba dentro de un ataúd.

Aporreó las paredes de su prisión y chilló. Un ruido sordo, horriblemente sordo. Algo pareció explotar en su cabeza. Veía colores cuya existencia desconocía. Imágenes inexplicables bailaban ante sus ojos, mezcladas con sonidos.

Un olor penetrante a pegamento llenaba la caja donde yacía. Pataleó con los pies: chocaban contra la pared. Pronto tuvo la sensación de que le ardían los pies y las yemas de los dedos.

¿Acaso estaban encendiendo fuego debajo de él? ¿Lo habrían metido en una cazuela para asarlo?

Pensó en Marie.

Y en la Antártida. Y en el letrero del Polo Sur. Intentó enviar allí su mente. Daba igual donde yaciera. La Antártida existía. Y también el letrero. Al menos en su cabeza. Y por supuesto en la realidad. Estaría allí aunque él dejase de existir.

– ¡Pero eso es imposible! -gritó-. ¡Socorro! ¡Auxilio!

Respiraba deprisa y con la boca muy abierta. Era consciente de que hiperventilaba, aunque nada podía hacer para evitarlo, y también de que estaba dilapidando el valioso oxígeno.

En ese instante, durante una violenta inhalación, el tiempo se ralentizó. Notó cómo su respiración convulsa se serenaba y todo se tranquilizaba y allanaba. Yacía en silencio, su respiración dilatándose hasta convertirse en una eternidad mientras escuchaba un bramido creciente.

– ¡No! -dijo alguien, acaso él, y volvió a emerger.

Se pasó la mano por la cara, empapada de sudor.

Intentó reflexionar. Si realmente el responsable de todo lo que había sucedido en los últimos días era únicamente el durmiente, lo que ahora estaba aconteciendo era una pesadilla. Nadie podía encerrarse a sí mismo en un ataúd y después cubrirse de tierra. Si el durmiente se había encerrado a sí mismo, tenía que haber un camino de salida.

Jonas pataleó. Presionó. Sin éxito.

¿Cuánto tardaría en consumir el oxígeno de un lugar estrecho? ¿Dos horas? ¿Medio día? ¿Qué le sucedería? Notaría fatiga, después sus sentidos se confundirían. Seguramente se asfixiaría después de perder la consciencia.

¿Fatiga? Ya estaba fatigado. Mortalmente fatigado.

Abrió los ojos. Pura negrura.

Le dolían los miembros, por la dureza de la base y la tensión. Se le habían dormido los pies. Su mano aferraba, convulsa, el mango del cuchillo.

No tenía ni idea del tiempo que había dormido. En su opinión diez minutos o cuatro horas. Pero todavía era incapaz de mantener los ojos abiertos, lo que indicaba que no había sido demasiado tiempo. Además, no se había asfixiado. Un lugar tan angosto no podía contener oxígeno suficiente para muchas horas, eso por descontado.

Salvo que contara con una entrada oculta de aire.

O que las cosas no fueran como parecían.

¿El cuchillo en su mano, una amable invitación? ¿O más bien parte de una comedia? El durmiente no se enterraría voluntariamente, seguro que no.

¿O sí?

No. Jonas había pasado algo por alto.

Examinó de nuevo su cárcel. En el lado en el que yacía su cabeza, al igual que en el opuesto, apenas había sitio. A la derecha golpeó contra una pared, que carecía de mecanismos de apertura o cierre. Al menos él no los descubrió.

A la izquierda la situación era distinta. La pared izquierda de la jaula era la más dura. Pero sobre todo no era homogénea, había rendijas.

Esforzándose, pasó el cuchillo de la mano derecha a la izquierda y comenzó a hurgar en las hendiduras. No parecía tratarse de una verdadera pared, sino de dos cilindros metálicos superpuestos. Apretaba con ahínco intentando hacer un agujero. Hasta que se le rompió la hoja. Su mano sólo empuñaba un mango inútil.

Se obligó a luchar contra la resignación. Era un juego.

Con los dedos palpó el cilindro superior. Ahí… entre el cilindro y la cubierta había una ranura que permitía introducir las puntas de los dedos. Apretó la mano contra el metal y tiró. El cilindro se movió de un modo casi imperceptible. Jonas siguió agarrando por abajo, volvió a tirar y notó otro pequeño empujón.

En un trabajo agotador y preciso sacudió el cilindro sacándolo de entre la cubierta y su pareja. De este modo fue deslizando su cuerpo paulatinamente bajo la pieza metálica maciza. Intentó no pensar en ello.

Rodó el cilindro por encima de su cuerpo. Respiraba con dificultad. Después de repartir mejor el peso de la carga, pudo respirar. Así consiguió levantar la pieza inferior e introducirse con esfuerzo debajo. De ese modo hizo espacio para el primer cilindro. Jonas rodó el segundo por encima de sí y tras penosos apretones y tirones lo colocó encima del primero.

En el lado izquierdo libre, palpó tela. Algo blando, redondeado. Si apretaba el puño, se le hundía.

En ese momento comprendió.

Su mano tanteó en busca de la ranura hasta que la encontró. Tanteó en busca del botón hasta que dio con él. Tiró mientras empujaba la pared de tela. El asiento basculó hacia delante. Jonas salió retorciéndose del maletero hacia el asiento trasero del coche.

Era de noche. Las estrellas brillaban en el cielo. Parecía estar en un campo. No había carretera o camino alguno a la vista. Miró hacia la derecha. Vio la tienda, pero al principio no comprendió. Sólo al reconocer la motocicleta con las ruedas pinchadas supo dónde estaba.

Al amanecer se detuvo en una gasolinera en cuyo cuarto trasero se calentó dos botes de conservas en un mezquino hornillo de gas. Tomó café y prosiguió el viaje.

Estaba tan cansado que no paraba de dar cabezadas. En una ocasión dio un volantazo en el último momento, justo antes de estrellarse contra la mediana. No le preocupó. Pisó a fondo el acelerador. Se rompía la cabeza pensando cómo salir de esa trampa, pero no se le ocurría nada. Sólo le quedaba intentarlo una y otra vez. Viajar en dirección a Escocia y confiar en lograrlo antes de que le rindiera el sueño.

Las pastillas eran una posibilidad. Mas ¿dónde conseguirlas? ¿Cómo saber cuáles debía coger?

Seguía conduciendo. Le dolían las mandíbulas, le lloraban los ojos. Sus articulaciones se le antojaban rellenas de espuma. Las piernas eran zancos insensibles.

Dejó atrás Londres. Watford. Luton. Northampton.

En Coventry el cansancio se había adueñado tanto de él, que intentó adivinar la hora del día. Veía el sol, pero ignoraba si subía o bajaba hacia el horizonte. Se sentía febril. Su cara ardía. Le temblaban tanto las manos que no fue capaz de abrir el cierre de una lata de limonada.

Estaba atrapado en un mundo intermedio, en el que soñaba y caminaba, soñaba y veía, soñaba y actuaba. Percibía sonidos e imágenes. Olía el mar. Leía carteles que un instante después se transformaban en jirones de memoria, en contenidos oníricos, incluso en canciones que le cantaban al oído. Algunas cosas las retenía más tiempo, luchaba con ellas, las cuestionaba. Otras, más abstractas, eran tan breves que dudaba haberlas visto.

Spacey Suite.

Creía haberlo leído. Pero entonces esas dos palabras se convirtieron en el muro de un edificio erigido por obreros. Un muro que se escurría, se deshacía, lo rodeaba.

– Eso no es de mi incumbencia -advirtió una voz en su interior.