Por un momento se sintió sofocado. Tosió burbujas de cristal, después volvió a respirar libremente.
Soñó que subía escaleras, centenares y centenares de escalones, arriba, cada vez más alto. Después creyó que no estaba soñando eso, sino recordando un sueño o una experiencia real que se remontaba a minutos, horas o años atrás. Reflexionar sobre lo correcto amenazaba con hacerlo pedazos.
– ¿No me crees? -inquirió su abuela.
Estaba ante él. Y hablaba. Sin mover los labios.
– ¡Basta! -resonó la voz de su madre.
Él no la veía y no supo con quién hablaba.
Vio cómo el sol describía en pocos segundos su arco diario. Aparecía en el horizonte una y otra vez, recorría el cie lo, uno, dos, tres, cuatro, cinco, se hundía por el oeste, dejaba atrás la noche. Después regresaba, sólo para correr de nuevo y desaparecer. Noche. Quedaba la noche. Quedaba y hacía su labor.
Lo despertaron el frío y el aullido del viento. Abrió los ojos esperando ver una carretera. En lugar de eso, volaba. O flotaba en el aire. Ante él se abría un vasto panorama. Se encontraba a cincuenta metros de altura como mínimo. Delante y debajo de él brillaba el mar.
Al cabo de unos segundos comprendió que no volaba o flotaba, sino que se encontraba en un barco, un barco colosal. Atracado en un gran puerto. Pero no tuvo ocasión de reflexionar sobre ello, porque otra visión se apoderó de él.
Estaba sentado en una silla de ruedas y no podía mover las piernas. Sobre su regazo llevaba una manta de lana extendida, tal como se veía en las películas cuando sacaban de paseo a los parapléjicos para que tomasen el aire.
Intentó de nuevo mover las piernas. No lo consiguió. Sólo podía doblar a voluntad los dedos de los pies.
El viento soplaba con fuerza. Tenía frío. Al mismo tiempo le inundaba el calor. Aterrorizado por la parálisis, era incapaz de hablar y de pensar. Pronto su estado de ánimo varió, pasando del horror a la tristeza, de la aflicción a la ira.
Nunca podría volver a andar.
Fue consciente en toda su gravedad de la consecuencia, de que al estar paralítico seguramente ya no saldría de ese barco, y mucho menos alcanzaría la frontera escocesa o regresaría a Viena. Sin embargo, lo que más lo conmocionaba era que le hubiera sucedido algo irreversible. Algo no volvería a ser nunca como había sido. Eso añoraba en el fondo cualquier persona, a cualquiera le gustaría hacer algo irrevocable. Por eso se sentía el impulso de empujar a un hombre inocente al metro cuando entraba en la estación. Por eso uno se imaginaba desviándose bruscamente a un lado con el coche a 180. Por eso al visitar a unos amigos uno se figuraba que arrojaba a su perro desde el sexto piso. Para eso no era necesario ser un asesino o un suicida, sino simplemente una persona.
Y ahora le había sucedido a él. Algo que dividía la vida en un antes y un después. Esa silla de ruedas significaba en cierto modo algo peor que despertar en un mundo vacío de seres humanos. Porque le afectaba directamente a él. A su cuerpo, su última frontera.
Contempló el mar. Las olas, con un chapoteo incesante, golpeaban contra el barco muy por debajo de él. El viento arrastraba hasta arriba el ruido que producía al hacer crepitar una lona y temblar los aparejos.
– Sí.
Tuvo que carraspear.
– Sí, sí, así es.
¿Podía de verdad mover los dedos de los pies un parapléjico?
¿Notaba de verdad cuando se golpeaba la pierna?
Tiró de la manta. Estaba sujeta por debajo de él y soltarla requirió cierto esfuerzo, pero acabó arrancándola de golpe.
Comprobó entonces que sus piernas estaban fuertemente atadas a la silla con cinta aislante.
Bajo sus pies relucía algo. Era la hoja partida de un cuchillo. Entre dolorosas contorsiones logró agacharse, recogerla y cortar las ligaduras. La sangre afluyó a sus piernas con tanta fuerza que soltó un grito.
Unos minutos después, notó sus miembros menos entumecidos. Se levantó. Podía sostenerse en pie. Tenía que arrastrar la pierna izquierda, se le había dormido. Se dirigió, cojeando, a la cabina.
Nunca había visto una suite tan lujosa. En un hotel, no, y en un barco, menos. El mobiliario se componía de maderas nobles y cuero. No se había escatimado en lámparas. Una invitadora zona para sentarse, de la pared colgaba un ancho televisor con pantalla de plasma, una elegante escalera de caracol conducía a una planta superior.
En el secreter había papel de cartas. Jonas leyó el nombre del barco: Queen Mary 2.
El puerto de Southampton era el mayor que Jonas había visto en su vida. Su tamaño posibilitó que hallara muy deprisa un coche con la llave puesta.
Condujo despacio por las calles abandonadas en busca de una librería. En una ocasión un camión le cerraba el camino. Jonas no se atrevió a apearse para registrar el vehículo. Tenía la impresión de que esa ciudad era un campo minado. Nada parecía más peligroso o enigmático que en las demás urbes vacías. Pero allí, en una ciudad de la costa inglesa, le desagradaba recorrer esos espacios petrificados mucho más que en Viena, donde al menos conocía las calles.
Una librería. Salió del coche. Recogió un saco lleno de botellas de vino depositado en la acera. Lanzó las botellas contra el escaparate sin pensárselo dos veces. Con un encogimiento de hombros, saltaba pesadamente de un lado a otro aparentando ser un hooligan borracho.
La puerta de la librería estaba abierta. Un comercio espacioso. Dos pisos repletos de estanterías que llegaban hasta el techo, en las que se apoyaban escaleras de aluminio. Olía a papel, a libros, a aire viciado.
Le costó un cuarto de hora descubrir la sección de libros especializados, y otros diez minutos un vademécum. Ahí comenzó la parte más difícil de la tarea. Jonas ni siquiera sabía cómo se llamaba en alemán lo que buscaba. Un remedio contra la enfermedad del sueño, tenía que existir algo así. La enfermedad del sueño se denominaba también narcolepsia. Así pues, narcolepsy. Pero en narcolepsy no encontró nada. Narcolon, Narcolute, Narcolyte eran los primeros nombres en la página correspondiente.
Se explicaban con todo detalle la naturaleza y el efecto de esos medicamentos, y Jonas tenía que dedicar tiempo y concentración a cada explicación hasta estar seguro de que ese remedio no le ayudaría. No se trataba de inhibidores del sueño, sino de somníferos. Pero ¿cómo se llamaría un medicamento contra la enfermedad del sueño? ¿Antinarco? ¿Narcostop? Se mordió los labios y siguió pasando hojas.
A pesar de que era por la mañana, ya sentía ascender el cansancio. Eso le espoleó. Tendría que haber acometido esa labor la víspera o el día anterior. Si dejaba que las cosas llegasen tan lejos como para que el despótico durmiente sólo le permitiera despertar brevemente en cualquier lugar, antes de que el sueño lo venciera de nuevo, estaba…
Sí, estaba perdido.
Perdido.
No, ya lo estaba ahora. Perdido. Cuando el durmiente le uncía al yugo, él no estaba otra cosa que perdido. Pero ¿qué era entonces?
Al darse cuenta de su ensimismamiento, volvió a incorporarse.
Lo encontró por la tarde. Un impulso le indujo a abrir la página. Primero creyó que se equivocaba, pensó que la melancolía que recorría sus pensamientos le engañaba otra vez. Pero leyó y releyó una y otra vez, hasta convencerse de que, según el vademécum, el medicamento Umirome presentaba diferentes componentes excitantes como la efedrina y constituía uno de los remedios más fuertes contra la enfermedad del sueño.
En la farmacia tenían Umirome. Jonas cogió una bolsa y la llenó de cajas, diez en total, de dieciséis pastillas cada una. En caso necesario se tragaría todas las pastillas.
En la rebotica halló una nevera. Jonas buscaba agua mineral, pero aparte de un paquete de mantequilla y un trozo de carne envasada al vacío en plástico, la nevera sólo contenía latas de cerveza, seguramente más de dos docenas. Cogió una lata con un encogimiento de hombros. Los medicamentos modernos eran compatibles con el alcohol. Además, los dolores de estómago o una leve borrachera eran ahora el menor de sus problemas. Se tragó una pastilla y se guardó la caja.