Descubrió un buzón en la explanada delantera. Estación de Linz, 6 de julio, escribió. Tras una breve reflexión dirigió la postal a su padre.
Había pasado por delante de algunos concesionarios, pero ni un Opel ni un Ford encajaban en sus propósitos. No halló una buena ocasión para cambiar su destartalado Toyota hasta las afueras de la ciudad, donde topó al fin con un concesionario cuyo surtido no se limitaba a vehículos familiares.
Jonas no era un chalado por los automóviles. Las marcas veloces no le habían gustado nunca. Pero ahora le parecía absurdo no circular a más de 160. Por tanto, tenía que despedirse de su viejo coche. Había costado más de lo que valía y Jonas no guardaba recuerdos sentimentales que lo vinculasen a él.
Para su asombro, el cristal de los escaparates tras el que los coches esperaban a los compradores resistió a sus tenazas. Hasta entonces no había tenido que vérselas con un cristal blindado, así que enfiló el Toyota hacia el escaparate. Una lluvia de esquirlas cayó sobre el vehículo con estrépito. Jonas dio marcha atrás. El agujero en la pared de cristal tenía el tamaño suficiente.
Su elección recayó en un Alfa Spider rojo. Encontró la llave colgada de un gancho detrás del mostrador de venta. Más difícil fue dar con la de la gran puerta doble que constituía la única salida. Al final la encontró. Fue al Toyota y sacó todos sus objetos personales.
Antes de entrar, se giró de nuevo y se despidió con una seña de su viejo coche. Al momento se sintió ridículo.
Se detuvo junto a una gasolinera, a cien metros del concesionario. No tuvo dificultades para usar la manguera. Llenó el depósito.
Durante el trayecto a Salzburgo comprobó la potencia del Spider. La aceleración le comprimió contra el asiento. Alargó la mano hacia la radio. No tenía. En su lugar cogió las pastillas para la garganta que reposaban sobre el asiento del copiloto.
Más allá de Wels, vio una funda de guitarra tirada al borde de la carretera.
Jonas retrocedió. Arrojó piedras al estuche desde cierta distancia. Acertó, pero no sucedió nada. Le dio patadas. Al final, lo abrió: contenía una guitarra eléctrica. En el estuche había entrado agua. Por lo visto allí había llovido en abundancia.
Vagabundeó durante un rato. Se mojó las perneras de los pantalones hasta las rodillas en la hierba. Se encontraba cerca del acceso a la autopista. Cabía la posibilidad de que ese lugar fuera utilizado por autoestopistas, de modo que gritó y tocó el claxon con ahínco. Descubrió latas de bebidas tiradas, colillas, preservativos. Sus pies chapoteaban en la tierra mojada.
Se apoyó en la puerta del copiloto.
Todo y nada podía tener importancia. A lo mejor ese estuche se había caído de la baca de un coche o era el equipaje de alguien desaparecido en ese lugar por alguna extraña razón.
El sol se hundía tras la fortaleza cuando pasó por delante de la estación central de Salzburgo. Rodó por la plaza de la estación tocando el claxon; después se dirigió a Parsch, a casa de su tía. Le costó descubrir el camino. Cuando finalmente llegó a Apothekerhofstrasse, llamó al timbre y, al no recibir respuesta, volvió a subir al coche. En el domicilio de su tía no encontraría nada interesante, de manera que se ahorró el esfuerzo de romper la puerta.
Se dirigió a Freilassing.
Nadie.
Nadie.
Le resultaba increíble, se pasó una hora dando vueltas por la localidad, abrigando la secreta esperanza de que en suelo alemán encontraría gente. Esperaba ver militares. Quizá tiendas con refugiados. Tal vez incluso tanques o personas con trajes protectores contra armas atómicas, biológicas y químicas. Con gente civilizada en cualquier caso.
Apagó el motor. Tamborileaba con los dedos contra el volante sin dejar de mirar fijamente los carteles indicadores que jalonaban el camino hacia la autopista de Munich.
¿Hasta dónde debía viajar entonces?
En el móvil marcó el teléfono de una empresa de muebles ubicada cerca de Colonia. Sonó el timbre. Tres, cuatro, cinco veces. Saltó el contestador automático.
Cuando aparcó delante del hotel Marriott de Salzburgo había oscurecido. Cogió su equipaje, metió dentro las tenazas. Se guardó el cuchillo en el bolsillo del pantalón. Cerró, atisbando en todas direcciones mientras aguzaba los oídos. Ni el menor ruido. Tenía que haber arbustos muy cerca. Olía a flores frescas, pero no reconoció el aroma.
Por la puerta giratoria entró trastabillando en el hotel. Estaba tan oscuro que se tropezó en las pesadas alfombras y con la bolsa volcó un cenicero de pie.
En la recepción se veía una lamparita encendida. Dejó la bolsa en el suelo, desenvainó el cuchillo, miró fijamente al oscuro vestíbulo y tanteó con la mano libre en busca del interruptor de la luz.
Parpadeó.
Cuando sus ojos se acostumbraron a la claridad, reparó en el equipo estereofónico colocado en un armario junto a un televisor de pantalla ancha. Sobre la cubierta había una funda de CD vacía. De Mozart, naturalmente. Jonas apretó la tecla de play. Al cabo de unos instantes resonaron los primeros acordes.
Observó el equipo. Un aparato valioso, más caro de lo que él hubiera podido permitirse jamás, con todos los extras imaginables. Los CDs se limpiaban de manera automática. Además el equipo contaba con botón de repetición. Lo apretó, subió el volumen y agachó la cabeza.
En un papel escribió: Aquí hay alguien. 6 de julio, y lo colocó al lado de la puerta de entrada, en lugar bien visible. Después corrió un sillón hasta la puerta para que no volviera a cerrarse y la música llegase hasta la calle.
Mientras en recepción reunía al azar llaves de distintas habitaciones, tenía la impresión de que el sonido que brotaba de los altavoces iba a derribarlo. Jamás había visto semejante potencia en un equipo doméstico. Su corazón latía igual que después de una carrera de resistencia. Notó un ligero malestar. Se alegró cuando pudo alejarse de aquel estruendo con una docena de llaves y de llaveros entrechocando en su bolsa.
Encontró una habitación para pasar la noche en el último piso al que había llegado a pie, porque no se fiaba del chirriante ascensor. Era una suite de tres estancias separadas por puertas interiores y un espacioso baño en el que caminó sobre baldosas calientes de mármol. Con la puerta cerrada no se oía la música procedente del vestíbulo. Pero abriéndola, conseguía distinguir las entradas de los diferentes grupos de instrumentos.
Cerró, dispuesto a darse un baño.
Mientras el agua corría en la bañera, encendió el televisor. Marcó el número del móvil de Marie una y otra vez y llamó a sus parientes por enésima vez.
Recorrió la suite. Sus pies se hundían en una alfombra oriental bajo la que el suelo crujía levemente. Seguro que antes no se habría percatado de ese crujido, pero desde hacía días ese silencio antinatural torturaba sus oídos, y el menor ruido le hacía volverse de repente.
En el bar de la habitación esperaba una botella de champán. Aunque no le parecía muy adecuado, se tumbó en la bañera con una copa. Dio un sorbo y cerró los ojos. Olía a gel de baño, a aceites esenciales. A su alrededor crepitaba la espuma.
Por la mañana encontró sus zapatos uno encima de otro. Y concretamente enfrentados, en una posición que le recordó a la forma en que Marie y él colocaban de vez en cuando sus móviles uno encima del otro: como si se abrazasen entre sí. Sólo que sin brazos.
Casi tenía la certeza de que él no había colocado sus zapatos uno encima del otro.
Examinó la puerta. Cerrada por dentro.
Lamentó no haber cogido pan ni panecillos de la cámara frigorífica de la cocina del hotel la noche anterior. Encontró unos kiwis que se comió a cucharadas, de pie, delante del estante de la fruta.
El equipo de música resonaba por todo el edificio. Con la cabeza gacha, se apresuró hacia la recepción. En un trozo de papel escribió a toda velocidad su nombre y su teléfono móvil, una indicación para que todo aquel que leyera esas líneas le llamase sin falta. Pegó esa nota en la recepción. Antes de abandonar el hotel, se abasteció de papel y cinta adhesiva.