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Dosis máxima diaria: dos pastillas.

Volvió a sacar la caja y cogió una segunda.

27

La carretera parecía desfilar junto a Jonas sin que él se moviera del sitio. Su coche no producía el menor ruido, los carriles pasaban volando a su lado, el paisaje cambiaba, pero él parecía estar quieto.

El auto sin ruedas pasó lanzado a su lado. Jonas, rígido, levantó el brazo. No podía agitarlo. Se volvió y miró cómo el coche sin ruedas se empequeñecía. Cuando volvió a mirar hacia delante, reparó en que el paisaje desfilaba ahora mucho más despacio. Pisó de nuevo el acelerador y todo volvió a ser como era.

Poco antes de oscurecer se detuvo cerca de Northampton para comer algo. Registró la cocina de un local, pero no encontró más que tostadas pasadas, tocino rancio y unos huevos que no se atrevió a tocar. Al darse la vuelta para irse, descubrió unas latas de conserva en un estante. Vació su contenido en una cazuela, sin importarle de qué se tratara.

Estaba oscuro. Se dio cuenta de que viajaba. Parecía acostumbrarse a las consecuencias del medicamento y a sus efectos secundarios. Estaba despierto y despejado, ni rastro de cansancio. Su corazón latía desbocado y tenía la frente empapada de sudor. Si se lo limpiaba, la película volvía a aparecer diez segundos después. Pronto Jonas sólo se limpiaba por pura costumbre.

Poco a poco iba recuperando su capacidad intelectual. Sabía que se dirigía hacia el norte, que era de noche y que llevaba horas viajando. Sabía que había parado y comido en Northampton. Por el contrario se le había olvidado qué había comido y si había bebido algo. O si se había detenido allí más tiempo y había hecho alguna cosa más. Pero eso carecía de importancia.

Viajaba.

En cierto momento necesitó hacer una pausa. Se detuvo en medio de la carretera y echó el asiento hacia atrás. No existía el menor peligro de que se quedara dormido, no estaba somnoliento, sólo necesitaba relajar los miembros.

Cruzó las manos delante del pecho y cerró los ojos.

Volvieron a abrirse.

Los cerró.

Se abrieron de nuevo.

Cerró convulsivamente los párpados. Sus ojos ardían. En sus sienes latían las venas, sentía y oía.

Los ojos volvieron a abrirse.

Durante un rato permaneció como un búho, la mirada clavada en el techo del coche. Después colocó el asiento en su posición normal y prosiguió el viaje. Se limpió la frente y los ojos.

Cuando se detuvo en una gasolinera en Lancaster, ya se adivinaba la aurora en el horizonte. Salió del coche. Hacía frío. Buscó en el maletero algo que ponerse, pero contenía únicamente una lámina de plástico sucia.

Esperó saltando y frotándose los brazos mientras la gasolina fluía hacia el depósito. Iba despacio. Algo fallaba en el dispositivo de llenado. Se sentó en el coche, cerró la puerta y observó desde el interior cómo giraba el tambor de números en el indicador.

Notó una cierta extrañeza.

Tenía la impresión de haber estado antes allí, lo que naturalmente no era cierto. Pero no podía desembarazarse de la sensación de que ya había visto una vez esa pequeña gasolinera con el techo plano de hormigón y la chimenea en forma de embudo… cuando aún se encontraba en otro lugar. Era como si hubieran arrancado un lugar que él conocía y lo hubiesen transplantado allí.

Miró hacia fuera por los cristales. Nada. Por lo que acertaba a ver no había nada ni nadie cerca. Desde hacía seis semanas no había estado nadie allí.

Una trampa. Ese dispositivo de llenado increíblemente lento era una trampa. Para él. Ya no podía bajar del coche. Tenía que marcharse de allí.

Tras bajar la ventanilla lateral trasera, se volvió de repente. No había nadie a su espalda. Se asomó por la ventana y retrocedió dando un respingo. Ninguna mano se metió dentro. Volvió a sacar la cabeza. Se giró. Nadie detrás de él. Ningún ser extraño, ninguna bestia lobuna. A pesar de que él lo vio. En las fracciones de segundo que miró por la ventana, había algo a su espalda. Había algo detrás de él y miraba su espalda.

Alargó la mano por la ventana, soltó la pinza de la espita, dejándola caer al suelo. Cerró la tapa del depósito sin enroscar el cierre. Subió la ventanilla, se instaló en el asiento del conductor, aceleró.

Miró por el retrovisor.

Nadie.

Encendió la luz interior, se volvió.

Tapicería sucia. Porquerías. Un CD.

Apagó la luz. Miró por el retrovisor.

Se limpió la frente.

Escuchó.

Las ocho de la mañana. Smalltown.

El sol estaba en el cielo, pero Jonas tuvo la impresión de que era un sol de película, una imitación. Como si el firmamento fuera una lona pintada, igual que en un estudio cinematográfico. No percibía los rayos del sol. Tampoco el viento.

Contempló la casa, el número, la valla. En un cartel anunciador una joven hacía publicidad de un producto del que nunca había oído hablar.

Se tomó otra pastilla sin pensárselo dos veces. De repente se preguntó cómo había llegado allí. No es que no se acordara del viaje, pero se había vuelto todo tan irreal… Nada parecía real, ni el viaje, ni el coche, ni su entorno. Esas pastillas… tan fuertes…

Apoyó las manos en el volante. Tú. Eres tú. Aquí y ahora.

Smalltown. Allí vivían la hermana de Marie, que se había casado con un sacristán, y su madre, que tras la muerte de su marido se había ido a vivir con su hija menor. Allí pasaba Marie unas cortas vacaciones dos veces al año. Él nunca la había acompañado, pretextando el trabajo, pero en realidad Jonas sentía desde siempre aversión a conocer a los padres de sus novias.

Ésa era la casa. El número era correcto, y la descripción se correspondía con la que le había ofrecido Marie. Un edificio de ladrillo de dos plantas en un barrio de las afueras.

Jonas abrió de una patada la puerta del coche, pero no bajó. Examinó a la mujer del cartel. Le recordaba a una actriz que había admirado mucho. Por su culpa había aplazado reuniones y cancelado citas en la época en que aún no disponía de vídeo. Él siempre había albergado un profundo sentimiento de gratitud por haber podido ser contemporáneo suyo.

Muchas veces se había imaginado qué habría ocurrido si hubiera nacido en otra época, con otros contemporáneos. En el siglo XV, o hacia el año 400, o mil años antes de Cristo. En África o en Asia. ¿Habría sido el mismo?

Era casualidad con quién convivía uno. El camarero del local, el carbonero, la maestra, el vendedor de coches, la nuera. Ellos eran sus contemporáneos. La cantante, el presidente, el científico, el presidente de la junta directiva, ésas eran las personas con las que uno compartía el planeta en su época. Dentro de cien años las personas serían diferentes y otros los contemporáneos. En el fondo los contemporáneos, aunque habitasen en otra región del mundo, eran algo casi privado. Igual de bien habrían podido vivir quinientos años antes o después. Pero vivían ahora, con él. Así lo experimentaba Jonas, que había sentido lisa y llanamente agradecimiento hacia algunos contemporáneos por el mero hecho de vivir en la misma época, de respirar el mismo aire, de presenciar la misma mañana que él, la misma puesta de sol. Y le habría gustado decírselo.

En determinados momentos había especulado: ¿Era Marie la mujer que le tenía reservada el destino? ¿La habría encontrado en cualquier circunstancia? ¿Habrían podido encontrarse también diez años más tarde? ¿Con idéntico resultado? ¿Existía quizá en algún lugar del mundo alguien destinado para él? ¿Habría quizá perdido por los pelos a esa persona? ¿Había estado con él en el autobús? ¿Se llamaba Tania, vivía con Paul, era desgraciada con Paul, tenía hijos con Paul, meditaba ella si habría habido alguien distinto?