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¿O vivió en otros tiempos una mujer con la que él debía estar unido? ¿Acaso había vivido ella ya, había sido contemporánea de Haydn o de Schönberg? ¿O no había nacido aún y él había llegado allí demasiado pronto? Él no había excluido nada de esas reflexiones. En el fondo le interesaba más la respuesta que la pregunta.

Respiró hondo y se apeó del coche. Se dirigió a la puerta del edificio para leer en el portero automático los nombres de los vecinos.

T. Gane / L. Sadier

P. Harvey

R. M. Hall

Rosy Labouche

Peter Kaventmann

F. Ibanez-Talaverá

Hunter Stockton

Oscar Kliuna-ai

P. Malachias

Ése era el nombre. Malachias. Así se llamaba el hombre que se había casado con la hermana de Marie. El sacristán.

Jonas volvió a respirar hondo, después abrió la puerta. No pensó en buscar un arma. A pesar de que estaba oscuro y de la luz mortecina de la escalera, no abrigaba el menor temor. Le impulsaba una mezcla de nostalgia y desesperación y nada le habría obligado a dar media vuelta, aunque se topase con algo desagradable.

La vivienda estaba en el segundo piso. Presionó el picaporte. Estaba abierto.

Encendió la luz. Lo primero que captó su mirada fueron los zapatos de ella. En ese mismo momento recordó que los habían comprado juntos en una tienda de Judengasse. Se frotó los ojos.

Cuando alzó la vista, divisó su chaqueta colgada del perchero. La cogió. Acarició la tela. Enterró el rostro en ella, aspiró su aroma.

– ¡Eh! -exclamó con voz átona.

Recordó el resto de sus vestidos. Los que estaban en ese instante en Brigittenauer Lände. Qué lejos… A miles de kilómetros.

Era una vivienda espaciosa. De la cocina accedió al cuarto de estar y desde allí a un dormitorio que debía ser el de la hermana de Marie y su marido. La habitación siguiente estaba claramente ocupada por una señora mayor. Se notaba en los diferentes objetos, pero también en el orden y en el olor.

La última habitación estaba al final del pasillo. Una mirada le bastó para tener la certeza. La maleta de Marie junto a la pared. Su bolsa de cosméticos sobre la cómoda. Sus zapatillas, que se llevaba a todas partes, delante de la cama. Encima, su camisón. Sus vaqueros, su blusa, sus joyas, su sujetador, su perfume. Su móvil, al que había llamado tantas veces, en cuyo buzón de voz había dejado sus noticias. La batería estaba descargada. Y él no sabía el PIN de Marie.

Tiró la maleta encima de la cama, abrió de golpe los armarios, empaquetó todo lo que pudo, prestando tan poca atención a la raya del pantalón como a la posibilidad de que las suelas de los zapatos manchasen las camisas.

Hizo una ronda de inspección. No encontró nada más. Arrodillándose encima de la maleta, cerró la cremallera.

Estaba tumbado en su cama, la cabeza encima de su almohada. Le calentaba su manta. Su aroma le envolvía. Le parecía extraño que ella estuviera allí mucho más presente que en la vivienda en la que vivían. Seguramente se debía al hecho de que éste había sido su último hogar.

Oyó un ruido, de procedencia ignota. No se asustó.

No había consultado el reloj, así que tampoco podía decir cuánto tiempo había permanecido acostado. Era después de mediodía. Sacó la maleta al coche, regresó por última vez y buscó algo que le hubiera pasado desapercibido. En la papelera encontró una lista de la compra manuscrita. Era la letra de Marie. Tras alisar la nota, se la guardó.

Conducía con indiferencia. De vez en cuando giraba la cabeza, pero no por preocupación de que pudiera haber alguien sentado en el asiento trasero, sino para cerciorarse de que la maleta estaba realmente allí. Se detuvo para comer y beber, y apiló en el asiento del copiloto botellas de agua mineral. Desde esa mañana lo atormentaba una sed casi insaciable, seguramente otro efecto secundario de las pastillas. Cuando orinaba, el chorro tenía un color rojizo. Sacudiendo la cabeza, Jonas sacó otra pastilla más del paquete. Sentía los hombros entumecidos.

Pronto dejó de saber el tiempo que llevaba viajando. Las distancias parecían relativas. Lo que figuraba en los rótulos indicadores carecía de significado. Acababa de pasar por Lancaster, y poco después tomó la salida a Coventry. Sin embargo el tramo entre Northampton y Luton parecía precisar horas. Se miró los pies que pisaban los pedales.

Cuando era joven, los suicidios de estrellas musicales y cinematográficas le habían planteado interrogantes. ¿Por qué se mataba alguien que lo tenía todo? ¿Por qué se suicidaba gente que ingresaba millones en el banco, que celebraba fiestas con otras celebridades, que se acostaba con las personas más famosas y deseadas del planeta? Porque eran personas solas, decía la respuesta, solas y desdichadas. Qué tontería, se decía Jonas, uno no se mata por eso.

Esa cantante de entonces no habría debido cortarse las venas, sino telefonearle. Él habría sido un buen amigo suyo. La habría escuchado, la habría consolado, la habría acompañado en avión de vacaciones. Ella habría tenido un amigo que no habría podido encontrar entre sus colegas estrellas. Él habría estado por encima de esas cosas, habría recompuesto su mente, con él ella habría sentido suelo firme bajo los pies.

Así pensaba Jonas. Más tarde comprendió por qué se mataban esas personas: pues por la misma razón que la gente corriente y los pobres. No estaban contentos consigo mismos. No soportaban estar a solas, y se habían dado cuenta de que la compañía ajena mitigaba el problema, lo relegaba a segundo plano, pero no lo resolvía. Ser uno mismo veinticuatro horas al día, nunca otro, era en algunos casos una merced, en otros una condena.

En Sevenoaks, al sur de Londres, cambió el coche por un scooter. Éste ofrecía espacio suficiente para sujetar la maleta entre las piernas y el manillar. ¿Resistiría cincuenta kilómetros de ese modo? Eso era harina de otro costal. Pero necesitaba un vehículo de dos ruedas, no tenía ganas de atravesar el túnel a pie. El sol del crepúsculo contribuyó a su búsqueda. Jonas había querido ahorrarse cruzar Dover sumido en la oscuridad.

Mientras viajaba en el scooter por la autopista a ochenta o noventa kilómetros por hora, intentaba encontrar cada pocos minutos una postura más cómoda para las piernas. Las acercaba al pecho y colocaba los pies con cuidado encima de la maleta, ponía los muslos sobre la maleta y bamboleaba los pies, incluso cruzó una pierna. No encontró una postura relajada. Cuando se hizo de noche, encajó las piernas entre la maleta y el asiento. Y así se quedó.

Era como si el viento de la marcha refrescase su discernimiento. Pronto se sintió más despejado y se desvaneció la sensación de moverse debajo del agua. Podía reflexionar sobre lo que se avecinaba. Primero cruzar el túnel, después Francia, Alemania. Recoger las cámaras. Todo eso con las pastillas. A toda mecha.

Ya no volvería a dormir nunca más.

Poco antes de llegar a su destino reconoció, a pesar de la oscuridad, un silo de cereal. Desde allí apenas faltaban dos kilómetros hasta la entrada del túnel. Pero si doblaba a la derecha llegaría al prado en el que había pasado la noche.

No supo por qué lo hizo. Algo en su interior le obligó a virar. Cuando el cono de luz del scooter acarició la hierba por delante de él, automáticamente todos sus músculos se pusieron en tensión. El viento arreciaba. El silencio pareció tornarse más natural, y era justo eso lo que le desagradaba. Sin embargo no dio la vuelta. Algo lo atraía. Al mismo tiempo sabía que actuaba de manera insensata, que no había ningún motivo para esa escapada.

Apagó el motor delante de la tienda, pero dejó encendida la luz. Se apeó.