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La motocicleta con las ruedas pinchadas. La extensión de la tienda. Esterillas tiradas, una colchoneta hinchable sin aire, un mapa de carreteras roto. Dos sacos de basura. Y sus ropas, donde las había dejado. Las recogió, estaban casi secas. Se despojó de las prendas ajenas y se puso el pantalón y la camiseta. Los zapatos, sin embargo, estaban inservibles. El cuero había encogido con la humedad, ni siquiera podía ponérselos.

Apagó la luz del scooter para no quedarse allí inmovilizado sin batería.

A pesar de su tremenda resistencia, se introdujo en la tienda. Con la mano palpó la linterna. La encendió. Dos mochilas. Latas de conservas. El hornillo de gas. El discman y los CDs. El periódico. La revista erótica.

Había pernoctado allí cinco días antes.

Ese saco de dormir había estado allí solo cinco días. Y anteriormente, antes de que él llegase por primera vez, más de un mes. El saco de dormir. Solo. Y desde ese momento estaría allí solo.

Algo rozó ligeramente el doble techo de la tienda.

– ¡Eh!

Oyó un ruido rasposo. Sonaba como si alguien buscase la entrada por el lugar equivocado. Jonas esforzó los ojos, pero no logró distinguir nada, ni figuras, ni contornos. Sabía que era el viento, que sólo podía ser el viento. No obstante tragó saliva. Tosió.

No hay que asustarse de lo que tenga voz, se dijo entre dientes.

Abandonó la tienda esforzándose por moverse con tranquilidad. El aire era claro. Respiró hondo. Puso en marcha el scooter sin girar la cabeza. Saludó levantando el brazo.

Nunca más. Nunca más en su vida regresaría a ese lugar.

Estas ideas ocupaban su mente mientras se encaminaba hacia el túnel y cuando se sumergió en el tubo negro y el ronco zumbido del motor inundó el espacio que le rodeaba. Había visto esa tienda, esos sacos de dormir, esos CDs por última vez, nunca volvería a verlos, se había acabado, acabado, algo tenía un final. Era consciente de que se trataba de objetos irrelevantes, elegidos al azar. Para él sin embargo tenían importancia, aunque sólo fuera porque los recordaba mejor que otros. Eran objetos que había tocado, cuyo contacto sentía aún, y de los que se acordaba con la misma nitidez que si los tuviera delante. Y que no volvería a sentir. Punto final. Acabado.

Se abrió paso entre el tren y la pared del túnel. Tras el último vagón se ayudó con los brazos. Cogió el manillar de la DS. Cuando se sentó, salió aire del asiento con un siseo, como de costumbre. Un ruido familiar. Sonrió.

– Hola -susurró.

El ciclomotor esperaba desde que lo había dejado. Había permanecido en ese lugar bajo el mar mientras él viajaba por Inglaterra. No había oído ni visto nada, había estado allí detrás del tren. Había estado allí en la oscuridad cuando él había llegado a Smalltown. Había estado. Allí. Con ese manillar y ese asiento y ese reposapiés. Clac-clac. Con ese cambio de velocidad. Allí. Mientras él había permanecido muy lejos.

Ahora el scooter estaba al otro lado del tren. Y seguiría allí durante mucho tiempo. Hasta que se convirtiera en chatarra de puro viejo. O hasta que se desplomase el techo del túnel. Años y años. Solo en la oscuridad.

Sujetó la maleta entre su cuerpo y el manillar. En el scooter tenía más sitio, pero la DS bastaba para viajar en línea recta en un túnel. Pisó el pedal de arranque. El motor petardeó y la luz se encendió de nuevo.

– ¡Ah! -exclamó Jonas en voz baja.

Cuando llegó al otro lado, las estrellas titilaban por encima de su cabeza y se sintió en la obligación de saludarlas una a una. La luna brillaba, el aire era tibio. Reinaba el silencio.

Encontró el camión donde lo había dejado. Golpeó la pared con el puño. Dentro no se movió nada. Esperó un minuto. Abrió la portezuela posterior con suma cautela. Atisbo dentro. Oscuridad.

Se izó hasta la caja. Sabía más o menos dónde encontrar una linterna. Mientras la buscaba a tientas, cantaba a grito pelado una canción de la guerra que le había enseñado su padre. Cuando no podía recordar la letra, improvisaba con tacos marciales.

Encendió la linterna. Buscó por todos los rincones de la caja, alumbró el suelo incluso por debajo de los asientos. No le habría extrañado encontrarse un paquete de explosivos o meter la mano en un baño de ácido, pero no descubrió nada que le pareciera sospechoso.

Rodó la DS hasta el espacio de carga. Cuando quiso fijarla a la barra, el suelo pareció oscilar bajo sus pies. Al mismo tiempo escuchó un tintineo.

Bajó a tierra de un salto. Allí percibió una oscilación aún más fuerte. Sintió mareos. Se tumbó.

Un terremoto.

Mientras lo pensaba, ya había concluido. No obstante permaneció en el suelo, con los brazos y piernas estirados. Esperó unos minutos.

Un terremoto. Pero leve. Sin embargo, un terremoto en un mundo en el que sólo existía una persona, inducía a la reflexión. ¿Era un fenómeno habitual de la naturaleza que obedecía a un proceso que no estaría concluido todavía dentro de millones de años, concretamente a la deriva de las placas continentales? ¿O era un mensaje?

Después de haber pasado diez minutos tumbado en el suelo desnudo y de que hubieran vuelto a mojarse sus ropas en el prado, se atrevió a retornar al camión. La puerta trasera se levantó con un zumbido. Encendió todas las luces. Se quitó la ropa mojada. Sacó pantalón y zapatos de un armario.

Mientras se mudaba, recordó lo que habían informado hacía años sobre otro terremoto. No había sido en la Tierra, sino en el Sol. Su intensidad fue de 12 en la escala Richter. El terremoto más fuerte medido nunca en la tierra había alcanzado los 9,5. Como a pesar de todo nadie podía imaginarse algo de intensidad 12, los científicos explicaron que el terremoto solar sería comparable al que se produciría cubriendo todos los continentes de la Tierra con un metro de altura de dinamita y detonando ese explosivo al mismo tiempo.

Un metro de altura de dinamita. En todo el mundo. Explotando a la vez. Eso era intensidad 12. Sonaba formidable. Pero ¿quién podía imaginarse de verdad la devastación que causaría una explosión de 150 millones de kilómetros cúbicos de dinamita?

Él se había imaginado ese terremoto, en el Sol. Nadie había estado allí para verlo. El Sol había temblado sólo para sí mismo. Con una intensidad 12. Sin Jonas. Sin testigos. Nadie había visto ese terremoto, al igual que nadie había visto aterrizar el robot en Marte. Pero había sucedido. El Sol había temblado, el robot de Marte había flotado hasta la superficie del planeta. Había sucedido. Y había ejercido influencia sobre otros acontecimientos.

Al amanecer recogió en Metz la primera cámara. Se convenció alborozado de que no había llovido y de que el aparato funcionaba. Rebobinó. Parecía haber grabado. Habría preferido ver la cinta en el acto, pero no tenía tiempo.

A pesar de que los ojos le ardían cada vez más, prosiguió su viaje. De momento renunció a tomarse otra pastilla. Su cuerpo no luchaba con el cansancio, sino con problemas mecánicos: los ojos, las articulaciones… Era como si le hubieran extraído la médula de los huesos. Se tomó un Parkemed.

Miraba fijamente la banda gris que había ante él. Ése era él, Jonas. En la autopista, camino de Viena. De casa. Con la maleta de Marie. Con enigmas.

Pensó en sus padres. ¿Le estarían viendo ahora? ¿Estarían tristes?

A él siempre le entristecía ver sufrir a alguien: pensaba en los padres del afectado. Se imaginaba qué sentirían viendo así a su hijo.

Si veía trabajando a una limpiadora se preguntaba si su madre se afligiría porque la hija tuviera que desempeñar un trabajo tan ínfimo. O cuando veía los calcetines sucios, rotos, de un vagabundo que dormía la mona en un banco. También él había tenido una madre y un padre y seguro que ambos se habían imaginado diferente el futuro de su hijo. O el obrero que perforaba el asfalto de la calle con el martillo neumático. O una tímida mujer joven que esperaba, temerosa, el diagnóstico en la consulta de un médico. Sus padres no estaban presentes. Pero si pudieran ver a su hija, se sentirían desgarrados por la compasión. Era una parte de ellos. De la persona que habían criado, a la que habían cambiado los pañales, a la que habían enseñado a hablar y a andar, con la que habían superado enfermedades infantiles, a la que habían llevado al colegio. Ellos habían guiado su vida desde el primer día y la amaban desde el primer segundo hasta el último. Ahora esa persona se encontraba en apuros. No llevaba la vida que ellos le deseaban.