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Jonas siempre pensaba en los padres cuando veía a un niño en el arenero del parque molestado por otro mayor. Cuando veía a los obreros de rostros demacrados y uñas sucias, tosiendo, los cuerpos consumidos, las mentes abotargadas. Cuando veía a los fracasados. A los dolientes. A los temerosos. A los desesperados. Se les notaba la pesadumbre de sus progenitores, no sólo la propia.

¿Lo verían sus padres en ese momento?

Después de haber recogido otra cámara en Saarbrücken, se tomó la siguiente pastilla. Escuchaba el rumor de una cascada que sólo existía en su imaginación. Miró a su alrededor. Estaba sentado al borde de la caja bamboleando las piernas. Una botella de agua mineral se había volcado a su lado y el líquido había caído a la carretera. Bebió y cerró el tapón.

Viajaba, cargaba cámaras. A ratos meditaba con plena consciencia sobre las dificultades que le esperaban, después volvía a dejar volar la imaginación. De este modo se deslizaba a veces en un mundo que le desagradaba y tenía que abandonarlo a la fuerza, proyectando en su mente imágenes y temas que daban buen resultado. Imágenes de un desierto helado. De la playa.

Viajaba a toda velocidad. Comprendía que de noche le costaría encontrar las cámaras que había colocado en la carretera. Tuvo que detenerse tres veces: una para ir al baño, otra por hambre y la tercera porque ya no soportaba ir sentado y le dio la impresión de que iba a volverse loco si no bajaba inmediatamente y daba un paseíto.

Llegó a Regensburg. Cargó la cámara. En el área de descanso en la que había comido a la ida recorrió despacio la tienda de la gasolinera observando los estantes repletos de dulces y aperitivos. No le apetecía nada de eso, sólo quería andar y dejar volar su mente.

Hojeó revistas deportivas. Intentó comprender el contenido de un artículo de un periódico turco. Jugó con los botones del cuadro de mandos de la luz. Empujó una cesta metálica llena de botellas de aceite para motores delante de la gasolinera y la contempló en la pantalla de la cámara de vigilancia. Se situó delante de la cámara haciendo muecas. Regresó junto al monitor. Vio la cesta con las botellas.

Antes de rayar el día, retornó a la cabina del camión. Cerca de Passau estaba tan claro que reconoció el almacén de la Dirección General de Carreteras cuando pasó justo por delante.

En la frontera austríaca sintió que se había quitado un peso de encima. Antes también había experimentado a menudo esa sensación, pero sólo cuando viajaba en la otra dirección. Ahora casi había terminado. Dos cámaras más. Luego, a Viena. Después haría el resto.

Miró la maleta que estaba detrás de él, en la litera. Eso había sido ella. Ella, con la que había sentido que formaba parte de algo grande. No necesitaba confirmación ajena para saber que Marie había sido la elección correcta. Pero para otras cosas habría deseado un oráculo similar. ¿Cuándo en su vida había estado en gravísimo peligro de muerte sin darse cuenta? La respuesta habría debido ser más o menos: el 23 de noviembre de 1987, cuadro eléctrico no garantizado, no abierto por casualidad. O: 4 de junio de 1992, había querido decirle algo agresivo al hombre descarado en el bar, pero finalmente se tragó el enfado, de lo contrario habría resultado muerto en la pelea. También le habrían interesado cosas más profanas: ¿Qué profesión hubiera debido elegir para hacerse rico? ¿Cuándo, dónde y qué mujer se habría ido inmediatamente a casa con él? ¿Se había topado con Marie antes de su primer encuentro, sin recordarlo? O ¿había en algún lugar del mundo una mujer que lo buscaba exactamente a él? Respuesta: Esther Kraut en la calle talycual de Ámsterdam, ella te habría visto y se habría lanzado inmediatamente a por ti.

No, eso era demasiado barato. La respuesta habría sido: Tú ya la has encontrado.

Pregunta: ¿Qué mujer famosa se habría enamorado de mí si yo hubiera hecho algo? Respuesta: La pintora Mary Hansen, si en la noche del 26 de abril de 1997 en el vestíbulo del Hotel Orient de Bruselas le hubieras regalado espontáneamente y sin palabras un amuleto de la suerte.

Pregunta: ¿Quién habría podido ser mi mejor amigo? Respuesta: Oskar Schweda, calle Liechtenstein 23, 1090 Viena.

Pregunta: ¿Cuántas veces me ha engañado Marie? Respuesta: Ninguna.

Pregunta: ¿Con quién habría tenido los hijos más guapos? Respuesta: Con tu masajista, Lindsay, habríais tenido a Benny y Anne. Qué sabía él.

Sacó otra pastilla de la caja y la deglutió con cerveza.

28

Deambuló por la vivienda sin reparar en cambios. Estaba igual que antes de partir. Regresó al camión.

Se sentó en el sofá, estiró las piernas y volvió a levantarse. Le parecía irreal que su viaje hubiese concluido. Pensaba que había partido hacía años. Como si el viaje a Smalltown fuera algo que en realidad no había sucedido, sino que lo llevaba en su interior desde siempre. Sin embargo sabía que había sucedido. Esta taza con su nombre se había caído, había tenido que limpiar de café esos muebles. Pero era como si esos objetos hubieran perdido parte de su carácter. El sillón en un camión que estaba en una autopista francesa era diferente al que ahora veía allí. El televisor en el que había contemplado el vídeo espantoso era el mismo guardado ahí enfrente, dentro del armario. Pero le daba la impresión de haber perdido algo. Importancia quizá, trascendencia, grandeza. Era un simple televisor. Y Jonas ya no estaba de camino. Había regresado.

En Brigittenauer Lände olía a cerrado. Recorrió las habitaciones en silencio. Allí no había estado nadie. Hasta la muñeca de goma yacía aún en la bañera manchada de mortero y polvo de ladrillo.

Colocó una cámara delante del espejo de pared del dormitorio. Revisó la calidad de la luz, atisbo por la lente. Vio la cámara emplazada delante del espejo y su figura inclinada detrás. Introdujo la cinta y puso en marcha la grabación.

Cerró la puerta. Situó la segunda cámara fuera, justo delante del agujero de la cerradura, y miró por la lente. Tuvo que ajustar la distancia. Ahora se distinguía bien la cómoda sobre la que colgaba el cuadro de la lavandera. Pulsó la tecla de grabación.

Se disponía a irse cuando vio una cinta de vídeo encima del televisor de la cocina-salón. Era la cinta en la que estaba grabado su viaje alrededor del canal del Danubio. Se la llevó.

Paseó por los jardines del Belvedere para estirar las piernas, entumecidas por el viaje. Sus pensamientos se tornaron de nuevo confusos. Se palmeó la cara con las manos. Aún era demasiado pronto para la siguiente pastilla. Era mejor comenzar el trabajo.

Con ayuda del carro transportó los doce televisores que había cargado en una tienda de electrónica de las cercanías. Colocó uno detrás de otro en el camino de gravilla con desesperante lentitud. No quería apresurarse. No quería actuar deprisa nunca más.

El quinto aparato lo situó encima del primero, el sexto, sobre el segundo, el séptimo sobre el tercero, el octavo encima del quinto, el noveno encima del sexto. El duodécimo lo colocó enfrente, para utilizarlo como asiento. Se sentó con cautela para probarlo. Frente a él, los televisores componían una bonita escultura.

Empalmó docenas de alargadores hasta que consiguió conectar los televisores a las tomas de corriente del Belvedere alto. Funcionaban todos. Un rumor aumentado once veces resonó en el lugar.