Выбрать главу

Enganchó las cámaras de vídeo a los televisores. Una tras otra, las pantallas se tornaron azules. Conectó las cámaras a adaptadores de red que enchufó asimismo en el Belvedere.

Aún no eran las dos y media. Programó las once cámaras para que iniciasen la reproducción a las 14:45 horas. A menos veinticinco y sin apresurarse había acabado.

Con impresionante precisión las cámaras se pusieron en marcha en el mismo instante. Se oyó un único clic. Al instante siguiente los once televisores mostraron once imágenes diferentes.

St. Pölten, Regensburg, Núremberg, Schwäbisch Hall, Heilbronn. Francia.

Once veces el 11 de agosto a las 16:00 horas. El mismo momento era grabado once veces en distintas partes del mundo. En St. Pölten el tiempo era nuboso, en Reims soplaba un fuerte viento, en Amstetten el aire vibraba de calor, en Passau lloviznaba.

En ese preciso instante Jonas había estado en el túnel del Canal encima del techo del camión, pensando en las cámaras. En la de Ansbach. Esa de allí, buen día. En Passau, otra. En la de Saarbrücken. En ese trozo de Saarbrücken que ahora veía allí. En ese trozo de Amstetten. Que ahora veía allí.

Cerró los ojos. Recordó los minutos transcurridos encima del techo. Sintió el techo del camión debajo de él. Percibió el calor. Olió el olor. Entonces había sucedido -abrió los ojos- esto de aquí. Esto de aquí. Había sucedido entonces.

Y ahora había pasado. Ya sólo tenía validez en esas cintas. Pero para siempre. Tanto si se mostraba como si no. Conectó las once cámaras en foto fija. Tras sentarse en el suelo de la Hollandstrasse, abrió la maleta. Había guardado en su interior, sin orden ni concierto, las cosas de Marie, y su contenido le salió al encuentro. Tocó las blandas telas. Sacó una prenda detrás de otra, las olió. Camisas suaves, frescas. Su aroma. El de ella.

Sopesó en la mano su teléfono móvil. Era el objeto que con más fuerza lo vinculaba a ella, más que sus llaves, sus camisas, sus braguitas, su barra de labios, su documento de identidad. Ese teléfono le había transmitido sus noticias y ella siempre lo había llevado consigo. Ese aparato guardaba las noticias que él le había enviado. Antes y después del 4 de julio.

Pero él desconocía el PIN.

Volvió a guardarlo todo. Colocó la maleta al lado de la puerta.

Se puso las gafas con anteojeras. La voz del ordenador lo guió a través de la ciudad. Varias veces sintió una sacudida y un sonido rasposo.

El edificio ante el que se quitó las gafas era una nueva construcción en Krongasse, a sólo un par de calles de la vivienda abandonada de su padre. Causaba una grata impresión. La puerta estaba abierta, por lo que no necesitó sacar la palanqueta del maletero.

Subió al primer piso. Apretó los picaportes. Todo cerrado. Continuó con el segundo piso. La puerta número 4 se abrió. Leyó la placa de los nombres.

Ilse-Heide Brzo / Christian Vidovic.

Había corriente. Por lo visto, había ventanas abiertas delante y detrás. Se dirigió hacia la izquierda. El dormitorio. Una cama revuelta. De la pared colgaba un mapamundi gigantesco. Jonas midió la distancia que había recorrido en su viaje a Inglaterra. No estaba tan lejos. África sí que estaba lejos. Y Australia, lejísimos. Pero de Viena a Inglaterra era una excursión.

Smalltown. Él había estado allí. En ese punto.

El cuarto de trabajo. Dos mesas. Una con un ordenador. Otra con una máquina de escribir. Estanterías con libros en las paredes, la mayoría de los títulos desconocidos. En uno de los estantes había una docena de ejemplares de tres libros diferentes. Jonas leyó los títulos. Un libro de ajedrez, una novela policíaca, un libro de autoayuda.

Se volvió hacia la máquina de escribir. Una Olivetti Lettera 32. Le asombró que alguien hubiera escrito con semejante monstruo mecánico. ¿Para qué servía entonces el ordenador?

Pulsó las teclas. Observó cómo los tipos saltaban hacia delante.

Colocó un papel. Escribió la frase:

Estoy aquí escribiendo esta frase.

Una máquina de escribir. Con todas las letras. Pulsadas en el orden correcto podían designarlo todo. Con ellas podían escribirse las novelas más aterradoras, la panacea universal, libros sagrados, poemas de amor. Sólo faltaba saber el orden correcto. Letra a letra. Palabra. Palabra a palabra. Frase. Frase a frase. El todo.

Recordó lo que en su infancia imaginaba que era un idioma extranjero. No se le había ocurrido pensar que existieran vocablos y gramáticas diferentes, él pensaba más bien que a una letra concreta en alemán le correspondía una letra concreta en inglés y otra en francés o en italiano. A lo mejor una e alemana equivalía a una k inglesa, y una ele alemana a una equis francesa, y una erre alemana a una eme húngara, y una ese italiana a una efe japonesa…

Y Jonas en inglés se diría Wilvt, en español Ahbug, en ruso Elowg.

La cocina-salón. El rincón para sentarse, la mesa de comer, la línea de los electrodomésticos. Fotos en las paredes. En una se veía a una mujer y un hombre con un niño pequeño. La mujer sonreía y el niño también. Un mujer hermosa. De ojos azules, rostro bien formado, buen tipo. El niño, con un trozo de pan en la mano, señalaba algo. Un niño querido de ojos bondadosos. Ese Vidovic había tenido suerte con su familia. No existían motivos para una mirada tan forzada. Sonreía, aunque no parecía muy contento consigo mismo.

Una vivienda agradable. Allí habían vivido en armonía.

Jonas se sentó en el sofá y levantó las piernas.

En la catedral de San Esteban ya sólo lucían pocas lámparas de techo. El olor a incienso, por el contrario, no se había mitigado. Jonas recorrió los pasillos, echó un vistazo a la sacristía, gritó. Su voz rebotó en las paredes. Las imágenes de santos lo miraban fijamente desde arriba.

Se dio cuenta de que le iba entrando sueño poco a poco. Se tomó una pastilla.

Tenía palpitaciones. No estaba excitado, al contrario, sentía una relajada indiferencia. Las palpitaciones se debían a las pastillas. Surtían efecto y Jonas se creía capaz de permanecer días enteros en pie si las tomaba con regularidad… El único inconveniente, además de la aceleración del ritmo cardíaco, era la sensación, unas veces más intensa, otras menos, de que le estallaba la cabeza.

Miró a su alrededor. Muros grises. Bancos viejos que crujían. Estatuas.

En Brigittenauer Lände recogió las dos cámaras. Volvió a recorrer la vivienda. Contemplaba todo aquello sobre lo que se posaban sus ojos, convencido de que volvería a ver ese objeto.

Notó un cierto malestar. Lo atribuyó a las pildoras.

– Goodbye -dijo con voz ronca.

Había contemplado miles de veces desde su ventana el edificio del Kurier situado enfrente, pero nunca lo había visitado. Abrió la puerta. Buscó un plano del edificio en la garita del portero. No lo encontró, pero sí un manojo de llaves. Se lo guardó.

Tal como había sospechado, una parte del archivo se almacenaba allí, en el sótano, y por fortuna para él, era la parte más antigua. Los periódicos posteriores al 1 de enero de 1980 se guardaban fuera del edificio.

Recorrió hilera tras hilera. Apartó escaleras sobre ruedas y sacó grandes cajones de hierro que con toda seguridad resistirían un incendio. Muchas inscripciones en los ficheros estaban amarilleadas por el paso del tiempo, y tenía que sacar la caja y examinar un periódico para comprobar el año de publicación. Al final descubrió el departamento en el que se almacenaban los periódicos de su año de nacimiento. Buscó el mes. Abrió la caja correspondiente. Sacó el periódico del día de su nacimiento y el del día después.

– Muchas gracias -dijo-. Buenas noches.

En Hollandstrasse recogió la maleta de Marie. Al principio se había propuesto largarse enseguida, pero al ver el entorno familiar, se quedó.