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Fue de un lado a otro palpando objetos, con los ojos cerrados, recordando. A sus padres. Su infancia. Aquí.

Entró en el cuarto del vecino donde había apilado las cajas sin vaciar. Metió la mano en una de las que contenían fotos y sacó un puñado. También se llevó el reloj de música.

En la escalera recordó el arcón. Después de dejar la maleta en el suelo, corrió escaleras arriba.

Cruzado de brazos, miraba fijamente el arcón. ¿Debía coger un hacha? ¿O debía dejarse de contemplaciones con ese maldito objeto y volarlo por los aires?

Cuando lo aproximó a la luz por el suelo sucio del desván, creyó oír un breve tableteo, pero no halló el posible origen del ruido.

Se sentó encima del arcón, tapándose la cara con las manos.

– ¡Ay! ¡Soy un idiota!

Dio la vuelta al arcón. La parte de abajo era la de arriba, allí estaba el asa. Abrió la tapa. El arcón ni siquiera estaba cerrado con llave.

Vio fotos, cientos de fotos, viejos platos de madera, acuarelas sucias sin marcos protectores, un juego de pipas de tabaco y un estuche de plata vacío. Lo que le electrizó fueron dos rollos de película. Al verlos, volvió a recordar la cámara de súper 8 que el tío Reinhard había regalado a su padre a finales de los setenta. Durante algunos años se filmó mucho con ella, en navidades, cumpleaños, en la excursión a Wachau a la cata de vinos. Su padre ya no montaba en el coche del tío Reinhard sin la cámara.

Jonas tomó uno de los rollos. Estaba convencido de que esas cintas recogían excursiones familiares. Al Weinviertel. Películas que mostraban a su madre y a su abuela. Películas filmadas antes de 1982 en las que su abuela hablaba a la cámara sin que se oyera nada, precisamente porque esa cámara no registraba el sonido. Estaba seguro de que encontraría esas tomas, pero ya no deseaba cerciorarse de eso.

Empujó la cama de matrimonio sobre las ruedas fuera del almacén de recogida de la tienda de muebles. En Schweighoferstrasse le dio un empujón. La cama bajó rodando hacia la calle Mariahilfer, donde chocó con estrépito contra un coche aparcado. Siguió empujándola con el pie en dirección a Ringstrasse. Poco antes de Museumsplatz, ya cuesta abajo, empujó la cama como si fuera un trineo y, cuando adquirió velocidad, se subió encima de un salto. Se levantó. Se puso de pie. Hizo surf sobre una cama de matrimonio con ruedas por Babenbergerstrasse hasta llegar al Burgring. No fue fácil mantener el equilibrio.

Colocó la cama en Heldenplatz, algo alejada del lugar en el que mes y medio antes había escrito la llamada de auxilio en el suelo. Se encaminó hacia allí con la intención de borrarla, pero la lluvia le había ahorrado el trabajo. Una mancha clara indicaba el lugar que habían ocupado las letras.

En el camión transportó hasta allí lo que esa moche juzgaba imprescindible. Situó unas cuantas antorchas en círculo, a cinco metros de distancia de la cama. Arrimó dos televisores al pie del lecho, conectándolos a las cámaras con las que esa mañana había filmado en Brigittenauer Lände y empalmó éstas al acumulador de corriente. Comprobó el resultado por seguridad. Con el acumulador, todo funcionaba. Esa noche desde luego no se produciría ningún fallo.

Distribuyó por toda la plaza focos orientados hacia arriba. No quería que le alumbrasen directamente. Pronto serpentearon tantos cables por el césped y por el suelo de cemento que tropezaba cada pocos metros, sobre todo a medida que iba oscureciendo.

Colocó la maleta de Marie junto a la cama. Guardó las fotos que había traído de Hollandstrasse, al igual que los periódicos, en una bolsa lateral para que no las arrastrara el viento. Arrojó la almohada y la manta que se había traído de la cabina del camión. Los proyectores sumieron la plaza en una luz irreal. Era como si se encontrase en un parque encantado.

Ahí estaba el Hofburg, allá la Burgtor. Detrás los árboles bordeaban Ringstrasse. A la derecha se alzaba un monumento. Dos basiliscos, cabeza contra cabeza, rodilla contra rodilla, luchaban y se empujaban. Pero también parecía como si se apoyasen el uno en el otro.

En el centro de la plaza, su cama. Se sentía como en un decorado cinematográfico. Hasta el cielo parecía falso. En esa penumbra anaranjada todo parecía tener dos caras. Los árboles, las rejas de las puertas, el propio Hofburg, todo era natural y genuino a la par que despiadadamente plano.

Encendió las antorchas y puso en marcha los vídeos. Con las manos cruzadas detrás de la cabeza se tumbó en la cama y alzó la vista hacia el cielo nocturno teñido de naranja.

Estaba allí.

Sin que lo acosase la bestia lobuna.

Ni los fantasmas.

Sin que lo acosaran.

Se tomó otra pastilla para asegurarse de que al fin y al cabo estaba tumbado en una cama. Contempló la imagen de los televisores. En uno, la de una cámara en la que parpadeaba una luz roja, al fondo un detalle de la cama en la que había dormido durante años. En la segunda un trozo de la cómoda y encima un bordado.

Excepto el parpadeo rojo, ambas imágenes permanecían inmóviles.

En la plaza reinaba el silencio. De vez en cuando una ráfaga de aire en los árboles acallaba el zumbido de las cámaras.

La primera foto lo mostraba de pequeño junto a su padre, al que, como es natural, le faltaba la mitad de la cabeza. Su padre rodeaba con el brazo izquierdo los hombros de Jonas, mientras con la mano derecha le agarraba las muñecas, como si estuvieran peleándose. Jonas tenía la boca abierta, como si gritase.

Qué manos las de su padre. Grandes. Las recordaba. A menudo se había acurrucado en ellas. Manos grandes, ásperas.

Lo recordaba. Sentía la aspereza de su piel, la fuerza de sus músculos. Por un momento percibió incluso el olor de su padre.

Esas manos de la foto habían existido. ¿Dónde estaban ahora?

La imagen que veía no era una simple fotografía tomada por su madre. Lo que veía allí, era lo que había percibido su madre en el instante de la toma. Jonas miraba a través de los ojos de su madre: veía lo que una persona que llevaba mucho tiempo muerta había visto muchos años antes en una circunstancia concreta.

Todavía recordaba con precisión la llamada. Estaba en Brigittenauer Lände, adonde se había mudado hacía poco, resolviendo un complejo crucigrama con una cerveza y se disponía a pasar una velada apacible, cuando sonó el teléfono. Su padre dijo con una claridad inusitada en éclass="underline"

– Si quieres volver a verla viva, tienes que venir.

Ella llevaba mucho tiempo enferma, y los tres sabían que eso sucedería tarde o temprano. No obstante esa frase restalló como un latigazo en sus oídos. Dejó caer el bolígrafo y fue en coche a Hollandstrasse, adonde, por deseo de ella, la habían conducido desde el hospital.

Ella ya no podía hablar. Le cogió la mano y ella se la apretó. No abrió los ojos.

Él se acomodó en una silla junto a la cama. Su padre se sentaba al otro lado. Jonas pensaba en que él había nacido en esa habitación, en esa cama. Y ahora su madre agonizaba en su lecho.

El momento llegó a primeras horas de la mañana y ellos lo presenciaron. Su madre exhaló un estertor, enmudeció y se quedó yerta.

Jonas pensó en que, si había que dar crédito a los informes de personas con experiencias cercanas a la muerte, ella estaba ahora encima de ellos, flotando por encima de sus cabezas, contemplándolos desde arriba. Captando lo que dejaba atrás. A sí misma.

Él miró al techo.

Esperó hasta que llegó el médico y confirmó la muerte. Esperó a los empleados de la Funeraria Municipal. Al cargar el cadáver se oyó un ruido sordo, como si la cabeza hubiera chocado contra las paredes del ataúd de chapa. Su padre y él se sobresaltaron. Los empleados de la funeraria ni se inmutaron. Él nunca había visto a personas más calladas e inaccesibles.

Ayudó a su padre en los trámites administrativos, en la presentación del certificado de defunción en un despacho tenebroso y en la notificación de la incineración. Después se marchó a casa.