De regreso a su mesa en Brigittenauer Lände, recordó el día anterior, cuando ella aún vivía y él no sabía nada. Iba de un lado a otro, contemplando los objetos de las habitaciones mientras pensaba: cuando vi esto por última vez, ella aún vivía. Lo pensó delante de la cafetera, junto al fogón, delante de la lámpara de la mesilla de noche. Y lo había pensado ante el periódico: había seguido resolviendo el crucigrama, mientras miraba las letras de la víspera, recordando…
El antes. Y el después.
A eso de la medianoche le entró hambre. En el pasillo en penumbra de un supermercado untó con mermelada unos panes integrales.
Las pantallas mostraban la imagen acostumbrada. Había conectado las cámaras en repetición automática, de manera que las tomas de la cámara en el espejo y la de la habitación en la que no había nadie corrían ya por tercera vez. Estiró la espalda tensa, torciendo el gesto por el dolor. Se tumbó en la cama y cogió los periódicos.
Recordaba esa letra, esa maquetación. Así era el Kurier en su infancia.
Leyó los artículos del periódico del día de su nacimiento. Su contenido le llegaba de manera incompleta. Le fascinaba leer lo que había leído la gente el día en que su madre lo trajo al mundo. Es lo que había tenido la gente en la mano, entonces.
Estudió con más detalle el periódico del día siguiente. Estaba leyendo lo que había sucedido el día de su cumpleaños. Así supo que en Estados Unidos se habían desatado protestas contra la guerra en Asia, que en Austria reinaba un ambiente de contienda electoral, que en Brigittenau un borracho había hundido su coche en el Danubio sin herir a nadie, que los clubs vieneses habían ganado al fútbol y que, a la vista del espléndido tiempo, la gente había acudido en masa a las piscinas.
Ése había sido su natalicio. Su primer día en la tierra.
Por la mañana apagó todos los focos y metió en un cubo de agua las antorchas, que sisearon desprendiendo vapor. Conectó al televisor el aparato de vídeo que había cogido de camino en una tienda de electrónica. Introdujo la cinta del trayecto a Schwedenplatz, que nunca había visionado hasta entonces.
Se sentó en la cama, presionó el start.
Vio el Spider yendo hacia él. El coche dobló la curva, dirigiéndose al puente. Recorrió Heiligenstädter Lände. Pasó junto al edificio Rossauer Kaserne hacia Schwedenplatz. Cruzó el puente y continuó por Augartenstrasse. Tuvo un accidente en Gaussplatz.
El conductor bajó, caminó inseguro hacia atrás, e introdujo la mano en el maletero. Volvió a subir y prosiguió su camino.
Jonas apagó.
Se encontraba de nuevo en el Prater. Era poco antes de mediodía. Tenía un largo paseo tras él, cuyos detalles sin embargo no recordaba. Sólo sabía que había echado a andar, eso era todo. Sumido en pensamientos que hacía mucho que no tenía.
Arrastraba una pierna, ignoraba por qué. Intentó caminar con normalidad. Lo consiguió con esfuerzo.
Recorrió la pradera Jesuitenwiese. No sabía bien lo que se le había perdido allí, pero siguió andando. El sol estaba casi en vertical sobre él.
Cayó en la cuenta de que le habría gustado volver a visitar los restaurantes en los que había dejado una nota, para evocar en su memoria la comida del día en cuestión. Pero había dejado de apetecerle.
Se sentía como si hubiera librado una prolongada batalla, tan duradera y tan cruenta que ya no importaba conocer el vencedor.
Se tomó una pastilla. Cambió al lado opuesto, al terreno del parque de atracciones Wurstelprater. En el préstamo de bicicletas se sentó en un rickshaw, uno de los vehículos de cuatro ruedas con techo en que los turistas gustaban de pedalear por el Prater. Aún tenía algo que hacer.
Recorrió el Cementerio Central pedaleando a ritmo constante. A su lado, la laya que había cogido en la jardinería del cementerio chocaba contra las varillas del rickshaw. Soplaba un viento suave y el sol se había ocultado detrás de un pequeño banco de nubes, lo que hacía el trayecto aún más grato. Al contrario que en la ciudad, el silencio del lugar le resultaba tranquilizador. Al menos no le asustaba.
Buscando un montón de tierra recién amontonado pasó ante las tumbas de numerosas celebridades. Algunas de ellas recordaban las sepulturas lujosas de los príncipes. Otras eran más sencillas, con un simple letrero que anunciaba el nombre del difunto.
Jonas se asombró de la cantidad de personalidades famosas enterradas allí. Al leer algunos nombres se preguntó por qué figuraban entre las celebridades cuando él no había oído nunca hablar de ellos. En otros le sorprendió leer que habían muerto unos pocos años antes, pues él los creía muertos desde hacía décadas. Y en algunos se asombró porque no se había enterado de su fallecimiento.
Le gustaba tanto aquel lento paseo por el parque que a ratos olvidaba por qué había acudido allí. Pensó en su infancia, cuando iba muy a menudo a ese lugar en compañía de su abuela para cuidar la tumba de los bisabuelos. Más tarde había acompañado a su madre a la tumba de la abuela. Su madre encendía velas, arrancaba las malas hierbas y ponía flores mientras él paseaba por allí aspirando el aroma del cementerio, ese olor típico a piedra, flores, tierra y hierba recién segada.
Entonces no pensaba en la muerte, ni siquiera en la abuela muerta. Al ver los árboles se imaginaba los juegos tan maravillosos a los que podría jugar con sus amigos en ese lugar, y lo que tardarían en encontrarlo jugando al escondite. Cuando su madre le llamaba para que llenase la regadera en la fuente, retornaba a su mundo, pero a disgusto.
En cierto modo había estado más próximo a los muertos que a los vivos. A los difuntos debajo de sus pies los incluía en sus sueños diurnos con absoluta naturalidad; por el contrario a los adultos que, inclinados, arrastraban sus bolsas por los senderos, los excluía. En su fantasía había estado a solas con sus amigos.
¿Tenía que ser de verdad una tumba reciente? La tierra de encima tampoco es que estuviera mucho más suelta.
Se le ocurrió una idea.
Los datos posteriores a 1995 se almacenaban en el ordenador. En los años anteriores se habían utilizado pesados infolios que olían a moho y cuyas hojas estaban en parte sueltas. Jonas tuvo que indagar en uno de esos mamotretos. Conocía el año con exactitud: 1989. Del mes no estaba tan seguro. Presumía que fue en mayo, mayo o junio.
Su búsqueda se vio entorpecida por las distintas letras de los funcionarios que habían consignado la asignación de sepulturas. Algunas, sobre todo las que estaban en caligrafía alemana, eran casi indescifrables. Otras estaban descoloridas. A esto había que añadir el efecto secundario de las pastillas, que se acrecentaba poco a poco. Tenía la impresión de que habían metido su cabeza en un tornillo de banco, y las líneas bailaban ante sus ojos. No obstante estaba resuelto a proseguir la búsqueda, aunque tuviera que estar sentado hasta el día siguiente en esa silla giratoria pasada de rosca.
De repente lo encontró. Día de la muerte: 23 de abril. El entierro se realizó eclass="underline" 29 de abril.
Al que él no asistió.
Apuntó la dirección de la sepultura en una nota y volvió a colocar el libro ordenadamente en la estantería. Delante del edificio de las oficinas del cementerio estaba el rickshaw, y emprendió el camino. La laya chacoloteaba. Olía a hierba.
Bender Ludwig, 1892-1944.
Bender Juliane, 1898-1989.
La anciana nunca había hablado de un marido. Pero eso ahora carecía de importancia. Agarró la laya y empezó a cavar.
Al cabo de un cuarto de hora tuvo que meterse en la fosa para seguir trabajando. Una hora después tenía ampollas abiertas en las manos. Le dolía tanto la espalda que cerraba los ojos continuamente mientras gemía entre dientes. Siguió cavando hasta que, dos horas después de la primera palada, topó con algo duro. Primero creyó que era una piedra, como las que había tirado fuera de la fosa. Pero para su alivio cada paletada de tierra que lanzaba hacia arriba descubría un trozo de ataúd.