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Vio ante sí el rostro de Marie. Se fue agrandando hasta que se depositó encima de él, se extendió sobre su cabeza, se deslizó en su interior. ¿Caía ya? ¿Caía?

En su interior el fragor pareció fluidificarse. Jonas olía y saboreaba la cercanía de un ruido. Vio un libro ante sí, venía hacia él. Penetró dentro de él y lo acogió.

Un libro. Escrito, impreso. Llevado a la librería. Colocado en el estante. Sacado y contemplado de vez en cuando. Comprado tras unas cuantas semanas entre otros libros, entre James y Marcel o entre Emma y Virginia. Trasladado a casa por el comprador. Leído y colocado en el estante. Y allí se quedó. A lo mejor después de años lo releyeron por segunda o tercera vez. Pero permanecía, permanecía en el estante. Cinco años, diez, doce, quince. Después fue regalado o vendido. Pasó a otras manos. Tras ser leído una vez, fue colocado nuevamente en el estante. Estaba allí durante el día, cuando había claridad, y por la tarde, cuando se apagaban las luces, y de noche en medio de la oscuridad. Y cuando alboreaba el nuevo día seguía en el estante. Cinco años. Treinta. Y era vendido de nuevo. O regalado. Eso era. Un libro. Un libro en el estante, lleno de vida en su interior.

Caía. Y sin embargo parecía que no se movía.

No sabía que el tiempo fuese tan correoso.

Se sentía como si a su alrededor fuesen a despegar cientos de helicópteros. Quería agarrarse la cabeza, pero no lograba captar el movimiento de su mano, tan lento era.

Viejo o joven para morir. A menudo había pensado en la tragedia que encierra una muerte prematura. Pero en cierta manera esa tragedia se mitigaba a medida que transcurría el tiempo. Dos hombres, nacidos alrededor de 1900. Uno había caído en la Primera Guerra Mundial. El otro siguió viviendo, cumplió veinte, treinta, cincuenta, ochenta. En el año 2000 también estaba muerto. Entonces ya no importaba nada que el más viejo hubiera visto muchos más veranos que el fallecido joven, que hubiera vivido esto y aquello que no le había sucedido al joven, porque a éste le había alcanzado una bala rusa o francesa o alemana, pues entonces nada de eso importaba ya. Todos los días de primavera, las salidas del sol, las fiestas, los amoríos, los paisajes invernales, habían desaparecido. Todo había desaparecido.

Dos personas, ambas nacidas en 1755. Una fallecida en 1790, la otra en 1832. Cuarenta y dos años de diferencia. Una eternidad. Doscientos años más tarde, una estadística. Todo lejano. Y pequeño.

Dentro y alrededor de él gemidos. Gemidos yertos.

Vio volar un árbol hacia él. Lo acogió. Lo conocía.

En la tierra almacenaban desechos radiactivos. Barras radiactivas estaban hundidas en la tierra en numerosos lugares del mundo. Irradiarían durante mucho tiempo, treinta y dos mil años. A menudo se había imaginado lo que diría la gente de los causantes de ese problema dentro de dieciséis mil años. Pensarían que dieciséis mil años antes habían vivido personas que no comprendían lo que era el tiempo. Treinta y dos mil años. Mil generaciones. Cada una de ellas tendría que afanarse por trabajar y pagar por lo que habían provocado dos o tres o diez generaciones por el beneficio a corto plazo. El tiempo no era sucesión, sino coexistencia. Las generaciones eran vecinas. Dentro de mil años todos los moradores de los edificios despotricarían en el sótano del retrasado mental que les había amargado la vida.

Así pensaba Jonas. Pero ya no llegaría todo eso. Las barras seguirían irradiando, y un buen día se apagarían, y sin embargo en un abrir y cerrar de ojos habría reinado calma en el planeta.

Caía cada vez más despacio. Su cuerpo parecía formar parte de lo que se avecinaba, y él se convertía en una parte del instante y en cuanto tal el rugido que se alzaba dentro y alrededor de él le pertenecía.

Cielo e infierno, habían dicho. El cielo para los buenos, el infierno para los malos. Era cierto, en la Tierra existía el bien y el mal. A lo mejor tenían razón, a lo mejor existían el cielo y el infierno. Pero no había angelitos en ningún sitio, ni tampoco unos seres con cuernos que te asaban en calderas. Cielo e infierno, así lo había entendido él, eran formas de expresión subjetivas del Yo pasado. El que había logrado la armonía consigo mismo y el mundo se sentiría mejor. Hallaría la paz. En un largo, largo segundo. Eso era el cielo. Alguien que fuera de espíritu impuro, se abrasaría a sí mismo. Eso era el infierno.

Desde allí arriba lo veía todo con claridad meridiana.

La felicidad era un día de verano en la infancia, en el que los adultos veían por televisión el mundial de fútbol y repartían flotadores en la piscina. Un día caluroso, con helado, con limonada. Con gritos estridentes. Y con risas.

La felicidad era un día de invierno en el que, en lugar de estar en el colegio, viajabas con tus padres en un tren nocturno por Italia. Nieve y niebla y una imponente estación de ferrocarril. Un compartimiento de tren y un cómic. Fuera, frío. Dentro, calor.

Vio un espejo que volaba hacia él. Se vio a sí mismo. Entró en sí mismo.

Vio el Pabellón de la Secesión envuelto. La torre del Danubio. La noria gigante. Vio la cama en la plaza Heldenplatz, diminuta. La escultura de televisores en los jardines de Belvedere, casi irreconocible.

La felicidad también era que de pequeño te llevasen de un lado a otro en el cochecito para niños. Mirar a los mayores, escuchar sus voces, admirar muchas cosas nuevas, que rostros desconocidos te saludaran y sonrieran. Estar sentado allí y viajar al mismo tiempo, con algo dulce en la mano, y con el sol calentándote las piernas. Y quizá toparte en otro cochecito infantil con la niña de pelo ensortijado, y pasar uno delante del otro y saludarse con la mano y saber, es ella, es ella, la mujer que amaré.

Thomas Glavinic

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