Salzburgo, Marriott, 7 de julio, escribió en la postal que echó al buzón del exterior.
A las doce del mediodía cruzó el abandonado Villach y a las doce y media tocaba la bocina delante de la estatua del dragón de Klagenfurt. Escribió postales en ambas localidades y dejó notas con su número de teléfono. No se entretuvo registrando casas.
En varias ocasiones se detuvo en el centro de plazas grandes, donde podía apearse sin peligro para dar unos pasos sin tener que guardarse las espaldas. Gritó. Escuchó. Miró al suelo.
La potencia de su coche y la circunstancia de no tener que preocuparse del tráfico en dirección contraria lo condujeron en pocos minutos a la frontera por el Paso de Loibl. El puesto estaba abandonado; la barrera, abierta.
Inspeccionó las oficinas. Marcó los números guardados en la memoria de los teléfonos. Nadie contestó. También allí dejó una nota. Procedió del mismo modo unos centenares de metros más allá, en el puesto fronterizo esloveno. Llenó el depósito, se abasteció de agua mineral y salchichón y se tomó una aspirina.
Le costó apenas media hora cubrir los escasos ochenta kilómetros hasta Liubliana. La ciudad estaba vacía. Igual que Domzale, Calie, Slovenska Bistrica y Maribor.
Dejó notas en inglés y alemán por todas partes. Echó postales provistas de sellos eslovenos. En las gasolineras marcó teléfonos almacenados y en los peajes buscó instalaciones de comunicación internas. Hizo saltar la alarma. Aguardó unos minutos. Dejó su tarjeta de visita porque se le había terminado el papel del Marriott.
Poco antes de la frontera esloveno-húngara adelantó a un camión volcado. Frenó tan bruscamente que estuvo a punto de perder el control del vehículo. La cabina estaba tumbada de lado. Necesitó trepar para abrir desde arriba la puerta del conductor. Su asiento estaba vacío.
Inspeccionó los alrededores. Se veían huellas de frenazos. El arcén estaba dañado, parte de la carga -materiales- yacía en la cuneta. Todo indicaba que había sido un accidente normal y corriente.
Tampoco en Hungría vio un alma.
Llegó hasta Zalaegerszeg. Desde allí tomó la autovía en dirección a Austria. Tras cruzar la frontera en Heiligenkreuz, le embargó la absurda sensación de que estaba de nuevo en casa.
4
La víspera había colocado una caja de cerillas junto a la puerta de la vivienda, como había visto en las películas. Cuando examinó la puerta por la mañana, la caja seguía exactamente en el mismo sitio.
Sólo que estaba colocada justo al revés: con el águila mirando hacia arriba en lugar de la bandera.
La puerta estaba cerrada. Con una doble cerradura de seguridad, nadie podía haber entrado allí sin las dos llaves. Además la caja estaba junto a la puerta. Nadie había estado allí, nadie. Era imposible.
Pero ¿cómo explicar entonces lo de la caja?
Al prepararse el café, comprobó que la leche estaba cortada. Arrojó la taza contra la pared, haciéndola añicos; sobre el papel pintado cayeron salpicaduras pardas.
Vacilante, se llevó la botella de leche a la nariz y torció el gesto. Arrojó la botella al cubo de la basura. Llenó de café otra taza.
En la entrada estuvo a punto de derribar el ropero. Bajó como una tromba con la taza, derramando casi la mitad de su contenido. La depositó sobre la acera sucia delante de la entrada del supermercado. Dio unas patadas a la puerta automática de cristal. Al comprobar que no se movía, agarró una bicicleta y la lanzó contra el vidrio, provocando unos arañazos.
Atravesó la puerta con el Spider. Sonó un estruendo y cayó una lluvia de cristales. En el camino hacia el fondo derribó filas enteras de estanterías. Se detuvo ante una montaña de latas de conserva. Agarró la taza y se encaminó con ella al estante de la leche.
Abrió la primera botella y olfateó. No estaba seguro. La tiró. Abrió la segunda, e hizo lo mismo. La tercera botella no desprendía un olor sospechoso. Se sirvió. No tenía grumos.
Apoyado contra el estante de congelados, que despedía un suave zumbido, se tomó el café complacido, sorbo a sorbo.
Se preguntó durante cuánto tiempo todavía podría beber un café así. No mezclado con leche en polvo o de larga duración, sino con leche ordeñada de una vaca apenas unos días antes.
¿Durante cuánto tiempo dispondría de carne fresca? ¿Y de zumo de naranja recién exprimido?
Subió arriba la botella, dejando el coche donde estaba.
Tras haber bebido la tercera taza, intentó localizar a Marie. Sólo se oía la señal inglesa. Estrelló el auricular contra la horquilla del teléfono.
Corrió de nuevo abajo y examinó el buzón de correos. Vacío.
Dejó correr el agua en la bañera.
Se quitó la venda sucia del dedo. La herida tenía un aspecto aceptable. Apenas quedaría una raya roja como cicatriz. Dobló el dedo. No le dolía.
Se bañó, jugó con los dedos de sus pies que asomaban por la espuma, se afeitó y se cortó las uñas. De vez en cuando salía sigiloso del cuarto de baño creyendo haber oído un ruido y dejaba huellas húmedas sobre el parqué.
A mediodía dio una vuelta por la ciudad con el Spider lleno de raspones. No se topó con gente. En cada cruce tocaba el claxon, más bien por conciencia del deber.
Dudaba que se pudiera conseguir una palanqueta en una tienda corriente de materiales de construcción, pero eso no le impidió demoler con el Spider las puertas de entrada de cristal de algunos mercados. Tampoco se apeó para buscar la palanqueta. Era una sensación extraña viajar en coche por los pasillos donde habitualmente hombres silenciosos que se ponían gafas de cerca para leer las etiquetas empujaban con manos anchas carros de la compra.
Necesito algo más sólido, pensó cuando, tras la cuarta ronda, examinó el frontal del Spider.
Halló lo que buscaba en una tienda de herramientas de olor enrarecido y aspecto anticuado ubicada cerca del Volkstheater. No pudo evitar pensar que años antes, cuando se conocieron, Marie vivía cerca de allí. Sumido en sus recuerdos, cargó la palanqueta en el coche. Al cerrar la puerta del copiloto, oyó un rumor a su espalda. Sonó como si golpeasen un trozo de madera contra otro.
Se quedó rígido, incapaz de volverse.
Presentía que había alguien, aunque sabía que no. Y le atormentaba pensar que ambas posibilidades fueran ciertas.
Se giró. No había nadie.
Le costó un rato descubrir una armería, pero la de Lerchenfelder Gürtel colmaba todos los deseos. En las paredes colgaban escopetas de todos los tipos y tamaños. En las vitrinas se exponían revólveres y pistolas. Tenía cuchillos e incluso estrellas para lanzar, un spray lacrimógeno de esos que llevan las señoras en el bolso en el mostrador, y en los armarios, más al fondo, arcos deportivos y ballestas. Había trajes protectores, de combate, de camuflaje, máscaras antigás, aparatos de radio y otros utensilios.
Conocía bien las armas. En la mili le habían dado a elegir entre hacer el servicio militar normal o comprometerse por quince meses. En este último caso le dejarían escoger la unidad a que lo destinarían después de la instrucción básica. No dudó ni un segundo. No le gustaba hacer marchas, y todo le parecía bien con tal de librarse de la Infantería. Así que primero se convirtió en chófer, después en artificiero. Durante dos meses provocó avalanchas con dinamita en los montes del Tirol.
Recorrió la tienda. En el fondo, no soportaba las armas. Aborrecía cualquier tipo de ruido. En los últimos años había pasado la noche de fin de año con Marie, Werner y la novia de éste, Simone, en una cabaña alpina. Pero había situaciones en las que poseer un arma tenía sus ventajas. No un fusil cualquiera. La mejor escopeta del mundo, al menos desde un punto de vista psicológico, era la corredera. Cuando alguien había oído cargar esa arma, no olvidaba ese sonido jamás.