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Una entrada lateral sin bolardos le permitió entrar en el Prater. Lo primero que hizo fue acercarse a un puesto de salchichas. Encendió el gas bajo la plancha y untó la chapa con aceite. Cuando alcanzó la temperatura adecuada, colocó encima una fila de salchichas.

Mientras ascendía hasta su nariz el aroma de la carne asándose, contempló la enorme noria parada que se alzaba no lejos de él. Había montado en ella con frecuencia. La primera vez durante su infancia, con su padre, que quizá se había sentido tan intimidado como su hijo por alcanzar tan inusitada altura, de forma que no estaba seguro quién había sostenido la mano de quién. Más adelante había montado en ella en repetidas ocasiones: con amigas, con colegas, casi siempre al final de una excursión de la empresa, cuando el ambiente ya estaba muy animado.

Dio la vuelta a las salchichas de la plancha, que sisearon y humearon. Tiró del aro de un bote de cerveza. Bebió con la cabeza echada hacia atrás, la mirada puesta en la noria.

El día que Austrian Airlines contrató a Marie como azafata, Jonas, tras una lucha interior, hizo un sacrificio: alquilar para ambos una barquilla durante tres horas. Los gestos demasiado románticos le eran ajenos. Abominaba la cursilería, pero sabía que alegraría mucho a Marie.

Les esperaba una mesa puesta. En la cubitera del hielo se enfriaba una botella de champán y una rosa roja de tallo largo sobresalía de un jarrón de cristal. Tomaron asiento, les sirvieron los entremeses y el camarero retrocedió con una reverencia. Tras un ligero empujón, la noria se puso en movimiento.

Una vuelta duraba veinte minutos. Arriba del todo disfrutaron de la vista de la ciudad, cuyos semáforos, farolas y faros iluminaban el crepúsculo. Se señalaron uno al otro monumentos conocidos desde siempre, pero que adquirían un nuevo atractivo gracias a la perspectiva. Jonas llenaba las copas. Cuando llegaron abajo y les pusieron los secondi piatti, las mejillas de Marie lucían ya un brillo rojizo.

Un año después, Marie, en una conversación, aludió con ironía contenida a la vena romántica de Jonas. Él le preguntó, asombrado, en dónde la veía. Ella le recordó la noche en la noria. Así se enteró Jonas de que las cenas a la luz de las velas, a gran altura sobre Viena, le interesaban tan poco a ella como a él. Marie había ensalzado el maravilloso ambiente para alegrarle, pero en realidad echaba de menos estar sentada en el taburete de un bar con una jarra de cerveza.

Mordió una salchicha. Estaba insípida. Buscó ketchup y mostaza.

Para su sorpresa, apenas tuvo dificultades para poner en marcha los aparatos de los puestos circundantes.

Con la culata del fusil rompió el cristal de la garita de la caja. Cogió algunas fichas y se sentó en un kart. Pisó el acelerador, pero el vehículo no se movió. Introdujo una ficha en la ranura. Ahora funcionaba. Salió disparado por la pista con el fusil en los muslos y la mano libre en el volante. Dio unas vueltas, pisando el pedal del acelerador y esforzándose por no rozar en las curvas el límite de la pista.

En la vieja montaña rusa, después de acceder a la garita de la caja, le bastó apretar un botón para que los vagones de madera rodaran hasta la pasarela de entrada. Jonas se sentó en la primera fila. El viaje transcurrió sin incidentes. Como si él fuera un pasajero más en un día normal y corriente.

Lanzó dardos contra globos, aros por encima de estatuillas, con un arco disparó una flecha a una diana. Se dedicó un ratito a las máquinas tragaperras, pero ganar dinero carecía de atractivo.

Al contemplar las filas de asientos vacíos de la Alfombra Voladora, se le ocurrió una idea. Quitándose la camisa, la ató a uno de los asientos del enorme columpio. En la garita de cobro encontró el regulador con el que se manejaba el motor. Lo conectó en AUTO. La Alfombra se puso en movimiento con un aullido. Pero sucedía algo muy diferente a lo habituaclass="underline" ni una sola chica gritaba, nadie excepto Jonas miraba hacia arriba.

La camisa ondeaba en la primera fila. Cubriéndose la frente con la mano y entornando los ojos, siguió el destino de la prenda. Al cabo de tres minutos la Alfombra se detuvo y las abrazaderas de seguridad se abrieron automáticamente.

Desató la camisa. Se preguntó si podía hablarse de vista si no había nadie allí que lo contemplase con asombro. ¿Bastaba una camisa para hacer que la vista se convirtiese en tal?

Con una nueva lata de cerveza penetró en la Casa de la Aventura, diseñada pensando en las necesidades de los niños. Con el fusil a la espalda le costó abrirse paso entre sacos de arena y superar puentes de madera bamboleantes. Ascendió por escaleras que cedían con estruendo, atravesó estancias en declive, se abrió paso a tientas por corredores sin luz. Cuando no ponía en marcha el mecanismo correspondiente, todo permanecía en silencio. De vez en cuando una viga crujía bajo su peso.

Llegado al tercer piso, se situó junto a la balaustrada desde la que se divisaba la explanada delantera.

Abajo nada se movía.

Bebió.

Descendió balanceándose a tientas por una red de maromas instalada como una escalera de caracol hasta llegar abajo.

En la caseta de tiro no pudo resistir la tentación de empuñar la escopeta de aire comprimido colocada encima del mostrador. Se tomó tiempo para apuntar. Apretaba el gatillo, cargaba. Apuntaba, disparaba y volvía a cargar. Seis veces sonó un estampido y seis veces escuchó al instante siguiente el sonido seco del proyectil al horadar la diana. La revisó. El resultado no estaba mal.

Colocó otra diana. Apuntó. Dobló el dedo despacio.

Siempre había imaginado que uno podía morir de lentitud, demorando en el tiempo la realización de un acto cotidiano, hasta lo «infinito» o precisamente lo finito: porque en esa extensión y prolongación se abandonaba este mundo. Un saludo con el brazo, un paso, un giro de la cabeza, un gesto: si se ralentizaba cada vez más ese movimiento, todo terminaba en cierto modo espontáneamente.

Su dedo se curvó alrededor del gatillo. Era consciente con asombrosa claridad de que tenía que haber alcanzado hacía mucho el punto de presión, y sin embargo no era así.

Se quitó el fusil de la espalda, lo cargó y disparó: resonó un profundo y tranquilizador estampido, mientras notaba un golpe contra el hombro.

En la diana se abría un agujero del tamaño de un puño. Al lado, el sol penetraba por otros agujeros más pequeños.

Dio una vuelta por el Prater en el trenecito, cuya locomotora Diesel era fácil de accionar. El motor zumbaba. Olía a bosque. La sombra de los árboles proporcionaba mucho más frescor que los puestos del parque de atracciones. Se puso la camisa que, tras su excursión en la Alfombra Voladora, se había atado a las caderas.

En el lago Heustadlwasser se montó balanceándose en una de las barcas amarradas. Tras arrojar el cabo al embarcadero, se apartó de un empujón. Remó con energía. Cuando dejó de ver la caseta de alquiler de las embarcaciones, introdujo los remos en la barca.

Se tumbó de espaldas mientras se dejaba arrastrar por la corriente. Por encima de él, el sol fulguraba entre los árboles.

Despertó, sobresaltado, de una pesadilla.

Parpadeó en la oscuridad. Poco a poco reconoció los contornos de los muebles. Supo que estaba en casa, en la cama. Se limpió la cara húmeda con la manga. Echó hacia atrás la fina colcha de lino con la que se tapaba en verano y corrió al baño. Tenía la nariz atrancada, la garganta áspera. Bebió un vaso de agua.

Sentado en el borde de la bañera, recordó poco a poco su sueño.

Había soñado con su familia, pero se trataba de un sueño muy peculiar: todos tenían su misma edad. Había hablado con su abuela, que contaba setenta cuando él nació y había fallecido a los ochenta y ocho: en el sueño tenía treinta y cinco. No la había conocido a esa edad, pero sabía que era ella. Le asombró su rostro sin arrugas y su abundante pelo negro.