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Siguiendo el ángulo de la lente de la cámara de Simon, Dennis levantó la vista y vio una soga que colgaba de una rama, con el extremo cortado. Otro trozo estaba en el suelo, donde los técnicos de emergencias médicas lo habían retirado de la garganta de la muchacha.

– Tardé en encontrarla -dijo Jim-. Si hubiera sido un poco más rápido…

– Está viva -respondió Dennis-. Si no hubieras actuado con esa rapidez, no lo estaría.

Su teléfono móvil vibró. Lo sacó del bolsillo. Un mensaje de texto.

– ¿Le has dado la última información al señor Cortez? -le preguntó a Jim-. Aún no ha recibido ningún informe desde el lugar de los hechos.

Por la expresión de Jim, Dennis supo que todavía no lo había enviado. En el caso de la Camarilla St. Cloud probablemente no se telefoneaba a nadie de la familia a las tres de la madrugada a menos que la Bolsa de Tokio se acabara de desplomar. Pero no era así cuando se trabajaba para los Cortez.

– Ya has rellenado una planilla de informe preliminar, ¿no es cierto? -preguntó Dennis.

Jim afirmó con la cabeza mientras buscaba con torpeza en los bolsillos su agenda electrónica.

– Bueno, envíaselo de inmediato al Sr. Cortez. Lo está esperando para informar al padre de Dana, y no puede hacerlo hasta que conozca los detalles.

– ¿El señor…? ¿Qué señor Cortez?

– Benicio -murmuró Simon mientras continuaba sacando fotos-. Se lo tienes que enviar a Benicio.

– ¿Eh? Ah, bueno.

Mientras Jim transmitía el informe, Simon retrocedió para fotografiar la soga que estaba en el suelo. La sangre veteaba la parte inferior del rollo, y Dennis se estremeció, imaginándose a su nieta allí tirada. Se suponía que esas cosas no ocurrían. Desde luego no a los chicos de las camarillas. Si trabajabas para una camarilla, tus chicos estaban protegidos.

– La hija de Randy, ¿no es cierto? -dijo Simon en voz baja detrás de él-. ¿La mayor?

Dennis apenas recordaba a Randy MacArthur, como para saber cuántos hijos tenía. Pero Simon seguramente estaba en lo cierto. Si un día iba al picnic de una compañía, al día siguiente le preguntaba a Pedro González, de Contabilidad, si su hijo se había recuperado del resfriado.

– ¿Qué es el padre de Dana? -preguntó Jim.

– Semidemonio -dijo Simon-. Un Exaudio, me parece.

Jim y Dennis afirmaron con la cabeza. Ellos eran semidemonios, como lo era la mayoría del cuerpo policial de la Camarilla, y sabían lo que eso significaba. Dana no había heredado ninguno de los poderes de su padre.

– La pobre chica no tuvo ninguna oportunidad -afirmó Dennis.

– En realidad, creo que es una sobrenatural -dijo Simon-. Si no me equivoco, su madre es una bruja, de modo que ella también debería serlo.

Dennis hizo un movimiento con la cabeza.

– Como he dicho, la pobre criatura no tuvo la menor oportunidad.

El chico de los Cortez

Estaba sentada en la habitación de un hotel, enfrente de dos brujas de unos treinta y tantos años vestidas de traje, oyéndolas decir las palabras de rigor. Todas esas fórmulas de cortesía. Las maravillas que habían oído de mi madre. Lo horrorizadas que se habían sentido al enterarse de su asesinato. Lo mucho que se alegraban de ver que a mí me iba bien a pesar de mi ruptura con el Aquelarre.

Todo esto dijeron, sonriendo con la mezcla justa de pena, conmiseración y aliento. Wendy Aiken fue quien principalmente se encargó de hablar. Mientras lo hacía, los ojos de su hermana menor, Julie, se clavaban en donde estaba Savannah, mi pupila de trece años, sentada en la cama. Capté las miradas que Julie le dirigía: de desagrado y temor al mismo tiempo. La hija de una bruja negra, en su habitación de hotel.

Mientras Wendy movía los labios repitiendo trivialidades ensayadas, dirigió la mirada hacia el reloj. Supe entonces que fracasaría, una vez más. Pero solté mi discurso de todos modos. Les expuse mi visión de un nuevo Aquelarre para la era tecnológica, unido por la hermandad en vez de la proximidad; cada bruja viviría donde quisiera, pero con un sistema de apoyo pleno por parte del Aquelarre, a sólo una llamada telefónica o un correo electrónico de distancia.

Cuando terminé, las hermanas se miraron la una a la otra. Continué.

– Como ya he mencionado, están también los «Grimorios». Hechizos de tercer nivel, perdidos durante generaciones. Los tengo y quiero compartirlos, para devolverles a las brujas la gloria que perdieron.

A mi juicio, esos libros eran mi mejor carta. Aunque no se diera importancia a la hermandad ni al apoyo mutuo, sin duda se ambicionarían esos poderes. ¿Qué bruja no los querría? Y sin embargo, al mirar a Wendy y Julie, vi que mis palabras les resbalaban, como si yo estuviese ofreciendo un juego de cuchillos gratis con la compra del mobiliario completo de un salón.

– Eres una vendedora muy convincente -dijo Wendy con una sonrisa.

– Pero… -susurró Savannah desde la cama.

– Pero debemos reconocer que tenemos un problema con la… compañía que ahora tienes.

La mirada de Julie se deslizó hacia Savannah. Me puse tensa, dispuesta a saltar en su defensa.

– El chico de los Cortez -dijo Wendy-. Bueno, ese joven, debería decir. Sí, sé que no está involucrado en la Camarilla de su familia, pero ya sabemos lo que pasa con esas cosas. La rebelión juvenil está muy bien, pero no paga las facturas. Y según he oído, no tiene mucho éxito en ese aspecto.

– Lucas…

– Es todavía muy joven, lo sé, y hace un montón de trabajo benéfico. Eso es muy noble, Paige. Soy consciente de que una mujer joven puede encontrarlo romántico…

– Pero -terció Julie- como dice Wendy, no paga las facturas. Y es un Cortez.

Wendy lo reafirmó con un movimiento de cabeza.

– Sí, es un Cortez.

– ¡Un momento! -exclamó Savannah, poniéndose de pie-. Quiero preguntar algo. -Avanzó hacia las hermanas. Julie retrocedió-. ¿Cuándo fue la última vez que salvasteis a una bruja de ser asesinada por matones de una Camarilla? Lucas lo hizo el mes pasado.

– Savannah… -empecé a decir.

Se acercó aún más a las dos mujeres. -Y ¿qué me decís de defender a un chamán acosado por una Camarilla? Eso es lo que hace Lucas ahora. Y Paige realiza obras de caridad, también. En realidad, lo está haciendo en este mismo instante, ofreciéndoles a dos hipócritas como vosotras un lugar en su Aquelarre.

– ¡Savannah!

– Me voy al vestíbulo -dijo-. Aquí apesta.

Dio media vuelta y salió de la habitación.

– Dios mío -dijo Wendy-. Desde luego, es hija de su madre.

– Gracias a Dios -añadí, y me fui también.

* * *

Mientras me alejaba del centro de la ciudad, Savannah rompió el silencio.

– Oí lo que dijiste. Fue una buena réplica.

Las palabras «aunque no lo dijeras en serio» quedaron flotando entre nosotras. Hice un gesto con la cabeza y me concentré en el tráfico. Aún me costaba comprender a Eve, la madre de Savannah. No me resultaba fácil. Todo mi ser se rebelaba ante la idea de identificarme con una bruja negra. Pero aunque fuera incapaz de considerar a Eve alguien a quien admirar, había llegado a aceptar que había sido una buena madre. La prueba de ello estaba a mi lado. De una mujer realmente malvada nunca habría nacido una hija como Savannah.

– Sabes que yo tenía razón -dijo-. Sobre ellas. Son exactamente como el Aquelarre. Te mereces…

– No -dije en voz baja-. Por favor.

Me miró. Percibía su mirada, pero no giré la cabeza. Después de un momento, ella movió la suya para mirar por la ventanilla.