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* * *

Estaba muerta de miedo, como habría dicho mi madre. Me compadecía de mí misma, y sabía que no tenía razones para ello. Debía estar contenta, e incluso eufórica. Sin duda mi vida había dado un serio vuelco cuatro meses antes -si es que «el final de la vida tal como la conocía» puede llamarse así-, pero había sobrevivido. Era joven. Tenía buena salud. Estaba enamorada. Caramba, tendría que estar contenta. Y cuando no lo estaba, eso no hacía más que añadir culpa a mi tristeza, y terminaba censurándome a mí misma por comportarme como una chiquilla malcriada y egoísta.

Me aburría. El trabajo de diseño de páginas web que en otros tiempos me apasionaba, se apilaba ahora sobre el escritorio: un fastidio de tarea que tenía que llevar a cabo si en casa aspirábamos a comer. ¿He dicho casa? Quería decir apartamento. Hacía cuatro meses que mi casa en las proximidades de Boston había ardido hasta quedar reducida a cenizas, junto con todo lo que poseía. Ahora era la orgullosa inquilina de un cutre apartamento de dos dormitorios que tenía alquilado en un barrio aún más cutre de Portland, Oregón. Sí, podía pagar algo mejor, pero detestaba recurrir al dinero del seguro, porque me aterrorizaba la idea de despertarme un día sin nada en el banco y verme forzada a pasar la eternidad viviendo en la pensión de una vieja sorda que viera programas de entrevistas a todo volumen dieciocho horas al día.

Durante los primeros dos meses me había encontrado bien. Lucas, Savannah y yo habíamos pasado el verano viajando. Pero llegó septiembre, y Savannah tenía que ir a la escuela. De modo que pusimos casa -apartamento- en Portland, y seguimos adelante. O quizá debería decir que Savannah y Lucas siguieron adelante. Ambos habían llevado ya vidas nómadas, de modo que esto no era nada nuevo para ellos. No así para mí. Yo había nacido cerca de Boston, y allí había vivido siempre, sin alejarme jamás, ni siquiera para estudiar. Mas en mi lucha por proteger a Savannah la última primavera, mi casa no había sido lo único destruido. Toda mi existencia se había convertido en humo -mi negocio, mi vida privada, mi reputación-, todo había sido arrastrado por el lodo de la prensa amarilla, y me había visto forzada a instalarme en el otro extremo del país, en algún lugar donde nadie hubiese oído hablar de Paige Winterbourne. El escándalo se había extinguido bastante pronto, pero yo no podía volver. El Aquelarre me había exiliado, lo que significaba que tenía prohibido residir dentro de los límites del estado. No obstante, no me había dado por vencida. Me había tragado las penas, secado las lágrimas y vuelto a la pelea. ¿Que mi Aquelarre no me quería? Pues bien, iniciaría otro. Durante las últimas ocho semanas me había entrevistado con nueve brujas. Todas y cada una de ellas dijeron las palabras de rigor, y después me rechazaron de plano. Con cada rechazo, el abismo se agrandaba.

* * *

Salimos a comer fuera y después vimos una película. Era mi manera de pedirle disculpas a Savannah por haberle impuesto otra sesión de reclutamiento de brujas.

De vuelta en el apartamento, metí prisa a Savannah para que se acostara y entré corriendo en mi habitación justamente cuando el radioreloj marcaba las 10:59. Cogí el teléfono inalámbrico, salté sobre la cama y clavé los ojos en el reloj. Dos segundos después de las 11:00, sonó el teléfono.

– Dos segundos tarde -dije.

– De ninguna manera. Debes de tener el reloj adelantado.

Sonreí y me acomodé en la cama. Lucas estaba en Chicago, defendiendo a un chamán a quien la Camarilla St. Cloud quería hacerle pagar los platos rotos por una operación de espionaje corporativo que se había destapado.

Le pregunté a Lucas cómo marchaba el caso, y me puso al tanto. Me preguntó entonces qué tal me había ido la tarde, en especial la reunión con las brujas. Por un momento, casi deseé tener un novio que no supiera ni se preocupara de mi vida más allá de su esfera de influencia. Lucas probablemente apuntaba todos mis compromisos en su agenda, para no caer nunca en la desconsideración de no preguntar por ellos.

– Me fusilaron -dije.

Un momento de silencio.

– Lo siento.

– No tiene…

– Sí, la tiene. Lo sé. Pero también sé que, en circunstancias favorables y el momento oportuno, al final te verás en la situación en que el número de brujas que pidan a gritos incorporarse a tu Aquelarre excederá con mucho tus expectativas.

– En otras palabras, ¿démosle tiempo y tendré que echarlas a bastonazos?

Una risa reprimida flotó por la línea.

– Me vuelvo menos coherente aún tras un día en los Tribunales, ¿verdad?

– Si no hablaras así de vez en cuando, lo echaría de menos. Té echo de menos. ¿Sabes ya cuándo vas a llegar?

– Dentro de tres días a lo sumo. No se trata de un juicio por asesinato. -Se aclaró la garganta-. Hablando de eso, otro caso me ha llamado la atención hoy. Un semidemonio asesinado en Nevada, aparentemente confundido con otro que estaba sentenciado a muerte por una camarilla.

– ¡Vaya!

– Exactamente. La Camarilla Boyd ni admite su error ni lleva a cabo una investigación procesal formal. He pensado que tal vez podrías ayudarme. Es decir, si no estás ocupada…

– ¿Cuándo partiríamos?

– El domingo. Savannah podría quedarse en casa de Michelle, y volveríamos el lunes por la noche.

– Me parece… -Me interrumpí-. Savannah tiene hora con el dentista el lunes por la tarde. Podría cambiarlo, pero…

– Sí, hubo que esperar seis semanas para esa cita, soy consciente. Lo tengo apuntado. A las tres, con el doctor Schwab. Debería haberme fijado antes de pedirte que me acompañaras. -Hizo una pausa-. Aunque tal vez podrías acompañarme y regresar el lunes temprano por la mañana…

– Vale. Eso está mejor.

Las palabras me salieron vacías, perdida la alegría que había surgido tan sólo un momento antes. Entreví un futuro plagado de hojas de calendario llenas de citas con el dentista, clases de arte los sábados por la mañana y reuniones de padres en el colegio extendiéndose hasta la eternidad.

Junto con ese pensamiento surgió otro. ¿Cómo me atrevía a quejarme? Yo había asumido esa responsabilidad. La había querido y había peleado por ella. Tan sólo unos pocos meses antes había contemplado la misma instantánea de mi futuro y me había sentido feliz. Ahora, a pesar de mi amor por Savannah, no podía negar esas ocasionales punzadas de resentimiento.

– Encontraremos una solución -dijo Lucas-. Mientras tanto, debería mencionar que he aprovechado un breve receso del tribunal para visitar algunas de las zonas de tiendas menos conocidas de Chicago y he encontrado algo que podría animarte. Un collar.

Sonreí con desgana.

– ¿Un amuleto?

– No, creo que es lo que llaman un nudo celta. De plata. Un diseño sencillo, pero elegante.

– ¡Ajá! Qué bien… Excelente.

– Mentirosa.

– No, en serio, yo… -Me interrumpí-. No es un collar, ¿verdad?

– Bueno, me han dicho de buena fuente que las joyas son el obsequio adecuado para expresar el afecto. Alguien podría argumentar que preferirías un hechizo excepcional, pero el empleado de la joyería me aseguró que todas las mujeres prefieren collares antes que viejos pergaminos.

Me puse boca abajo y sonreí.

– ¿Me has comprado un hechizo? ¿De qué clase? ¿De bruja? ¿De hechicero?

– Es una sorpresa.

– ¿Qué? -Me incorporé de un salto-. ¡Ni lo sueñes! No te atrevas…

– Así esperarás con ganas mi regreso.

– Bueno, eso está muy bien, Cortez, porque sabe Dios que no esperaba ninguna otra cosa.

Se oyó una risa contenida.