– Papel -le dijo a su colega.
– Es un manuscrito -dijo Lucas.
Los dos hombres lo miraron fijamente, como si la palabra pudiese ser una nueva denominación callejera de un rifle automático.
– Una hoja de papel que lleva escrito un texto antiguo -explicó Lucas.
Uno de los guardias lo sacó y lo desplegó. El papel era nuevo, de un blanco brillante, y estaba cubierto con rasgos de caligrafía precisos y delicados. El guardia frunció el ceño.
– ¿Qué es lo que dice? -preguntó.
– No tengo ni idea. Está en hebreo. Se lo llevo a un cliente.
Se lo devolvieron, sin enrollar y arrugado. Mientras revisaban mi ordenador portátil y mi bolsa, Lucas volvió a enrollar el papel y lo guardó. Cuando terminaron, Lucas levantó ambas bolsas y nos dirigimos a la zona de embarque.
– ¿Qué es eso? -susurré-. ¿Mi hechizo?
– Pensé que podrías necesitar una distracción después de un día como hoy.
Le sonreí.
– Gracias. ¿Qué es lo que hace?
– Elijo la opción dos.
Recordé el juego de las opciones y reí.
– Demasiado tarde, Cortez. El trato era si me lo decías anoche. Ahora ya has vuelto, de modo que el rollo es mío, sin opciones.
– Habría elegido una opción si no me hubieras distraído de mi propósito.
– ¿Cómo? ¿El hecho de que te ofreciera una lista de opciones te impidió elegir una?
– Y con mucha eficacia. Opción dos.
– Entrégamelo, Cortez.
Con un movimiento brusco depositó el rollo en mi mano extendida y dijo:
– Me han robado.
– Bueno, hay una solución. Podrías conseguirme otro hechizo.
– Avariciosa -dijo, llevándome a un lugar tranquilo junto a la pared-. Tienes una sed inagotable de hechizos. Eso no presagia nada bueno para nuestra relación.
– ¿Por qué? ¿Porque eres tan malo como yo?
Con dos rápidos pasos, Lucas se puso frente a mí y me miró a los ojos. Arqueó una ceja.
– ¿Yo? -preguntó-. De ninguna manera. Yo soy un lanzador de hechizos disciplinado y cauteloso, bien consciente de mis limitaciones y sin deseo alguno de sobrepasarlas.
– ¿Y eres capaz de decirlo sin inmutarte?
– Puedo decir cualquier cosa sin inmutarme, lo cual me convierte en un mentiroso nato.
– Entonces, ¿cuántas veces has intentado formular el hechizo?
– ¿Tratar de formular el hechizo? Eso no estaría bien. Sería una falta de tacto imperdonable, además de una grosería, como si uno leyera una novela antes de envolverla como regalo de Navidad.
– ¿Dos veces?
– Tres veces. Me habría detenido en la segunda, pero tuve un poco de suerte en la segunda tentativa, de modo que lo intenté otra vez. Pero, lamentablemente, el tercer intento no me fue propicio.
– Vamos a trabajar en ese tema. ¿Pero qué es lo que hace?
– Opción dos.
Le di un puñetazo en el brazo y empecé a desenrollar el hechizo.
– Es un raro hechizo de hielo para hechiceros de grado gamma -explicó-. Cuando se lanza sobre un objeto, actúa de modo muy similar a un hechizo de hielo de nivel beta, congelándolo. En cambio, si se lanza sobre una persona provoca una hipotermia temporal, dejando inconsciente al sujeto. Había cuatro opciones, ¿no?
– Tres…, no, con la película son cuatro.
– Cuatro opciones. Ergo, si yo te proporciono cuatro hechizos…
– ¿Y quién es ahora el avaricioso?
– Yo sólo pregunto si la promesa implícita de un hechizo por una opción podría ser traducida razonablemente de modo que significara que cuatro hechizos me proporcionarían…
– ¡Por Dios, elige ya una opción! Como si no supieras que las conseguirías todas en cuanto quisieras.
– Es verdad -respondió-. Pero me agrada el desafío adicional de luchar por ellas. Cuatro hechizos por cuatro opciones.
– Eso no ha sido…
– Ahí esta nuestro vuelo.
Recogió nuestras cosas y se dirigió a la zona de embarque antes de que yo pueda decir una palabra más.
La visita oficial de «presentación a los padres». ¿Ha existido alguna vez una tortura más grande en la historia del noviazgo? Hablo de oídas, no por experiencia. Sin duda, me han presentado, hablando en sentido estricto, a muchos progenitores de ex novios, pero nunca de manera formal. Más bien tropezándome con ellos al salir de la casa. La típica presentación consistente en: «Mamá, papá, ésta es Paige. Chao, nos vamos».
Yo ya conocía a la madre de Lucas, pero no había habido presentación. Ella apareció un día a la puerta, con las manos llenas de regalos para la casa. Si yo hubiera sabido que vendría, habría estado aterrorizada. ¿Me desaprobaría porque yo no era latina? ¿Porque no era católica? ¿Porque estaba viviendo con su único hijo después de exactamente cero semanas de noviazgo? Nada importó. Si Lucas era feliz, María también lo era.
Los Cortez eran otro asunto. Benicio tenía cuatro hijos, de los que Lucas era el menor. Los tres mayores trabajaban para la Camarilla, como era tradicional en todos los miembros de la familia principal. De modo que Lucas era el bicho raro. A su situación no ayudaba el hecho de que Benicio y María no se hubiesen casado nunca, probablemente porque Benicio aún estaba casado con su esposa en el momento en que Lucas fue concebido, lo que lo convertía… en el miembro no precisamente más popular de las reuniones familiares.
En la familia central de una Camarilla, como en cualquier familia «real», las cuestiones de sucesión son de suma importancia. Se da por sentado que un hijo del CEO, por lo general el mayor, heredará el negocio. No ocurría así en el caso de Benicio. Mientras que sus tres hijos mayores se afanaban, desde que se habían convertido en adultos, por aumentar la fortuna familiar, ¿a quién había designado Benicio como heredero? Al hijo menor ilegítimo que había consagrado su vida de adulto a destruir el negocio familiar, o por lo menos a perjudicarlo cuanto podía. ¿Tiene esto algún sentido para alguien, aparte de Benicio? Por supuesto que no. O bien el hombre es un genio de la manipulación familiar, o bien está totalmente mal de la cabeza. No uso a menudo esta expresión, pero en ciertos casos es completamente apropiada.
Tomamos un taxi desde el aeropuerto hasta el centro. Lucas hizo que el conductor nos dejara frente a un café, donde sugirió que nos detuviéramos para tomar algo fresco porque la temperatura era de treinta y tantos grados y, con el sol cayendo de plano sobre nosotros, parecían casi cuarenta, en especial después del frío del otoño de Oregón. Yo le aseguré que me encontraba bien, pero él insistió. Lucas trataba de postergar el encuentro. Casi no podía creérmelo, pero después de llevar veinte minutos sentados en la terraza del café, fingiendo tomar nuestros cafés helados, supe que era verdad.
Lucas hablaba de la ciudad, de lo bueno, lo malo y lo feo de Miami, pero las palabras le salían apuradas, casi frenéticas, llevado por la desesperación de llenar el tiempo. Cuando bebió un trago, acto reflejo más que intención, las mejillas se le pusieron pálidas y por un momento dio la impresión de que estaba a punto de vomitar.
– No es preciso que hagamos esto -dije.
– Sí lo es. Tengo que hacer la presentación. Hay procedimientos que deben llevarse a cabo, formularios que rellenar. Tiene que ser oficial. Tú no estarás segura si no lo es. -Levantó la mirada de la mesa-. Hay otra razón por la que te he traído aquí, algo más que me preocupa.
Se detuvo.
– Me gusta la sinceridad -dije yo.
– Lo sé. Pero me temo que si añado una desventaja más para que estés conmigo, regresarás gritando a Portland y cambiarás la cerradura.
– No puedo -respondí-. Guardaste mi billete de vuelta en tu bolsa.