Un muro más alto que el Everest. Satina trata de escalarlo, vacilando en una superficie blanca y suave, metiendo los dedos en agujeros diminutos. Resbalando un metro por cada dos que gana. Allá abajo, un agujero hirviente del que brotan llamas, gases. Monstruos de dientes afilados aguardan su caída. El muro se hace más alto. El aire es tan tenue que apenas puede respirar, y sus ojos se apagan, y una mano grasienta le oprime el corazón, y siente que sus venas se liberan de la carne como muelles que saltan en un sillón roto, y el tirón de la gravedad aumenta constantemente… El dolor, los pulmones sin aire, el rostro horriblemente contraído, un río de terror que recorre su cerebro…
—Nada de esto es real, Satina. Sólo son ilusiones. Nada está sucediendo realmente.
—Sí —dice ella—. Sí, lo sé.
Pero en su voz resuena el terror, y sus músculos se agitan al azar, tiene el rostro rojo y sudoroso, los ojos tiemblan bajo los párpados. Continúa el sueño. ¿Hasta cuándo logrará soportar?
—¡Dámelo! —le dice él—. ¡Dame ese sueño!
Satina no lo entiende. Pero no importa. Mookherji sabe cómo hacerlo. Está tan cansado que la fatiga ha dejado de importarle. En algún punto, más allá del colapso, encuentra fuerzas inesperadas, llega al espíritu de la muchacha y atrae la alucinación hacia sí, como si fuera una tela de araña. La alucinación le envuelve. Ya no la experimenta indirectamente; ahora todos los fantasmas andan sueltos por su cerebro e, incluso mientras siente cómo Satina se relaja, lucha contra el ataque de la irrealidad que él mismo se ha buscado. Y logra hacerlo. La libera del exceso de irracionalidad y lo asume en su propia conciencia. Y se adapta a él, aprendiendo a vivir con aquella terrible riada de imágenes. Él y Satina comparten lo que sigue. Juntos pueden tolerar la carga. Él soporta más que ella, pero también Satina hace su parte. Ninguno de los dos se siente ya abrumado por el desfile de los fantasmas. Incluso pueden reírse de los monstruos soñados, incluso se admiran al verlos tan fantásticos. La bestia de cien cabezas, el montón de alambres vivos, la sima de los dragones, la masa reptante de dientes puntiagudos… ¿quién teme a lo que no existe?
Sobre el estruendo de las curiosas imágenes, Mookherji envía un pensamiento coherente, dirigiéndolo a través de la mente de Satina hasta el alienígena:
—¿Puedes eliminar estas pesadillas?
—No —le contesta algo—. Están en ti, no en mí. Yo me limito a proporcionar el estímulo liberador. Tú generas las imágenes.
—De acuerdo. ¿Quién eres y qué quieres?
—Soy un Vsiir.
—¿Un qué?
—Una forma nativa del planeta en que recogéis la corteza del filego verde. Por mi propio descuido fui transportado a vuestro planeta.
Acompañando el mensaje, late un impulso abrumador de tristeza, un sentimiento mezclado de autocompasión, incomodidad y agotamiento. Por encima de ello, siguen flotando las pesadillas, pero ahora son insignificantes. El vsiir continúa:
—Sólo quiero que me envíen a casa. No deseaba venir aquí.
«¿Y éste es nuestro monstruo extraterrestre? —piensa Mookherji—. ¿La terrible bestia de las estrellas, creadora de pesadillas?»
—¿Por qué provocas alucinaciones?
—No era ésa mi intención. Simplemente, trataba de establecer contacto mental. Algún defecto en el sistema receptivo humano quizá… No lo sé. No lo sé. Estoy tan cansado… ¿Puedes ayudarme?
—Te enviaremos a casa —promete Mookherji—. ¿Dónde estás? ¿Puedes mostrarte a mí? Permíteme encontrarte y lo notificaré a las autoridades del puerto espacial, que dispondrán tu viaje a casa en la primera nave que salga.
Indecisión, silencio. Las ondas de contacto vacilan, se quiebran.
—¿Y bien? —insiste Mookherji tras un momento—. ¿Qué ocurre? ¿Dónde estás?
Una respuesta inquieta del vsiir:
—¿Cómo puedo confiar en ti? Tal vez pretendas destruirme simplemente. Si me revelo…
Mookherji se muerde los labios con repentina rabia. Su reserva de fuerza casi ha desaparecido y apenas consigue mantener el contacto. Si ahora tiene que encontrar un modo de persuadir a un extraterrestre suspicaz para que se rinda, tal vez se quede sin fuerzas antes de lograrlo. La situación exige medidas desesperadas.
—Escucha, vsiir. No soy lo bastante fuerte como para seguir hablando mucho más, y tampoco esta muchacha a través de la cual te hablo. Te invito a entrar en mi cabeza. Bajaré todas mis defensas. Mira lo que soy, mira intensamente, y decide por ti mismo si puedes confiar en mí o no. Después, todo dependerá de ti. Puedo ayudarte a volver a casa, pero sólo si te manifiestas inmediatamente.
Abre su mente. Se queda mentalmente desnudo.
Y el vsiir penetra a toda prisa en el cerebro de Mookherji.
Una mano tocó el hombro de Mookherji. Se despertó instantáneamente, parpadeando, tratando de hacerse cargo de todo. Lee Nakadai se hallaba ante él. ¿Dónde estaban?… En la habitación de Satina Ranson. La luz pálida del amanecer entraba por la ventana. Debía de haber dormido un par de minutos. Le dolía horriblemente la cabeza.
—Te hemos buscado por todas partes, Pete —dijo Nakadai.
—Todo ha terminado —murmuró éste—. Todo va bien.
Agitó la cabeza para despejarla. Y lo recordó todo. Sí, allí estaba, en el suelo, junto al lecho de Satina. Poco más o menos del tamaño de un sapo, pero muy distinto en forma, color y textura, de cualquier sapo que Mookherji hubiera visto. Se lo mostró a Nakadai.
—Eso es el vsiir —dijo—. El terror extraterrestre. Satina y yo hicimos amistad con él. Le convencimos para que se mostrara. Escucha, no se siente feliz aquí, de modo que busca a toda prisa a un oficial del puerto espacial y explícale que tenemos un organismo que desea volver a la Estrella de Norton inmediatamente y…
Satina le interrumpió:
—¿Es usted el doctor Mookherji?
—Sí, claro. Supongo que debía haberme presentado cuando… ¿Estás despierta?
—Es de mañana, ¿no? —la muchacha se incorporó sonriendo—. Es usted más joven de lo que yo creía. ¡Y tan serio! Me encanta el color de su piel. Yo…
—¿Estás despierta?
—Tuve una pesadilla —dijo ella—. O tal vez un mal sueño dentro de un mal sueño…, no lo sé. Fuera lo que fuese, resultó horrible, pero me sentí mucho mejor cuando se alejó… Sentí que, si dormía más iba a perderme muchas cosas buenas. Que tenía que levantarme y ver lo que estaba ocurriendo en el mundo… ¿Entiende algo de esto, doctor?
Mookherji advirtió que le temblaban las rodillas.
—Terapia de shock —murmuró—. La liberamos del coma…, sin saber siquiera lo que estábamos haciendo. —Se acercó al lecho—. Escucha, Satina, llevo sin dormir más de un millón de años y estoy muerto de agotamiento. Tengo mil cosas de que hablar contigo, sólo que no ahora, ¿de acuerdo? No ahora. Enviaré al doctor Bailey… Él es mi jefe… Y en cuanto haya dormido un poco, volveré y lo repasaremos todo juntos, ¿conforme? Digamos a las cinco o las seis de esta tarde, ¿te parece bien?
—Pues claro que sí, muy bien —respondió Satina con una sonrisita maliciosa—. Si crees que realmente tienes que irte justo cuando yo… De acuerdo. Vete, vete. Pareces horriblemente agotado, doctor.
Mookherji le lanzó un beso. Luego, asiendo a Nakadai por el codo, le empujó hacia la puerta. Una vez fuera, dijo:
—Llévate al Vsiir a Cuarentena e intenta proporcionarle un ambiente en el que se encuentre cómodo. Y dispón el viaje a su hogar. Supongo que ya puedes dejar libres a los seis astronautas. Yo iré a hablar con Bailey… y luego a dormir.