El aullido de Falkirk resonaba aún en sus propios oídos cuando sus ojos se acomodaron a la luz. El capitán Rodríguez le sacudía, sujetándole por los hombros:
—¿Te encuentras bien?
Falkirk intentó contestar. No le salían las palabras. Un shock alucinatorio, se dijo, mientras parte de su mente trataba de convencer a la otra parte de que el sueño había terminado. Estaba adiestrado para enfrentarse a una crisis. Como estaba ordenado, inició rápidamente la cuenta atrás hasta calmarse, aunque todavía temblaba fuertemente.
—Una pesadilla —dijo con voz ronca—. ¡Qué locura! Jamás tuve un sueño de tal intensidad.
Rodríguez se relajó. Indudablemente, no había que preocuparse demasiado por una simple pesadilla.
—¿Quieres una pastilla?
—Me las arreglaré, gracias —respondió Falkirk, denegando con la cabeza.
Pero el impacto del sueño perduraba. Pasó más de una hora antes de que se durmiera de nuevo, y entonces cayó en un sueño inquieto y ligero, como si la mente se mantuviera en guardia contra un nuevo ataque de aquellas fantasías horribles. Quince minutos antes del despertar programado, un aullido horrible al otro extremo del camarote le arrancó de su sueño.
El capitán Rodríguez tenía una pesadilla.
Naturalmente, cuando la nave llegó a la Tierra, un mes más tarde, se vio sometida al proceso habitual de descontaminación antes de que nadie o nada de lo que se encontraba a bordo saliera del puerto espacial. El casco exterior fue lavado a presión, a fin de atrapar y aniquilar cualquier microorganismo que pudiera haberse fijado allí en otro mundo; los miembros de la tripulación salieron por el túnel de seguridad y fueron directamente a la cámara de cuarentena, sin quedar expuestos al aire; la atmósfera de la nave fue enviada a cámaras aisladas, donde se efectuó una depuración total, y el interior de la nave se sometió a una esterilización de seis fases, comenzando con quince minutos de vacío y terminando con una hora de bombardeo de neutrones.
Todo este proceso supuso graves inconvenientes para el vsiir. Estaba ya al final de su fase de energía, debido principalmente a las repetidas desilusiones que había sufrido en sus intentos por comunicarse con los seis humanos. Ahora se vio forzado a adaptarse a una variedad de ambientes desagradables, sin la oportunidad de descansar entre los cambios. Incluso el organismo más adaptable llega a cansarse. Cuando el equipo de descontaminación del puerto espacial se mostró dispuesto a certificar que la nave se hallaba totalmente libre de formas de vida extraña, el vsiir estaba realmente muy, muy agotado.
La atmósfera de oxígeno y nitrógeno entró de nuevo en la bodega. El vsiir la encontró muy grata, al menos en contraste con todo lo que le habían echado encima. Se abrió la puerta; los estibadores empezaron a colocar las cajas de la carga a fin de enviarlas a través del campo hasta la cúpula de distribución. El vsiir aprovechó la ocasión para emitir algunos tentáculos en forma de patas y trepar fuera de la nave. Se encontró en una amplia faja de cemento, bordeada por enormes edificios. Un sol amarillo brillaba en un cielo azul. Los infrarrojos se abatían sobre todo el lugar, pero el vsiir procedió a unos cambios rápidos para desviar el exceso. También compensó de inmediato la marea de hidrocarbonos de la atmósfera, el terrible nivel de ruido y la impresión de nostalgia que amenazó de pronto su estabilidad orgánica a la primera visión de este mundo extraño y descorazonador. ¿Cómo llegar de nuevo a casa? ¿Cómo establecer contacto siquiera? El vsiir no sentía a su alrededor más que mentes cerradas, selladas como semillas en su cáscara. Cierto que de vez en cuando se abrían las mentes de esos humanos, pero incluso entonces parecían poco dispuestos a dejar pasar el mensaje del vsiir.
Quizá fuera diferente aquí. Quizás aquellos seis eran malos receptores, por la razón que fuera, y en este lugar habría disponibles mentes más receptivas. Quizá. Quizá. Próximo a la desesperación, el vsiir se apresuró por el campo y se introdujo en el primer edificio en el que sintió mentes abiertas. Había cientos de humanos allí, ocupando distintos niveles, y mentes abiertas por todas partes. El vsiir localizó la más próxima y, con cierta preocupación, anhelo y esperanza, trató de establecer conexión entre su mente y la del humano:
—Por favor, escuche. No quiero hacerle daño. Soy un organismo no humano llegado a su planeta en penosas circunstancias y que sólo desea regresar a su propio mundo…
El ala de enfermos cardíacos del hospital del Puerto Espacial, en Long Island, se hallaba en la planta baja, en la parte de atrás, donde era posible someter a los pacientes a terapias de flotadores sin trastornar el equilibrio gravitacional del resto del edificio. Como siempre, el hospital estaba lleno —constantemente llegaba más gente en las naves-ambulancia y, por su propia seguridad, la mayoría eran hospitalizados en el mismo puerto espacial—, y el ala de los cardíacos se encontraba más que abarrotada. En ese momento había una docena de infartos esperando el trasplante, nueve trasplantes en recuperación, cinco coronarias en estado de emergencia, tres proyectos de regeneración de ventrículo, un trabajo de corrección de aorta y nueve o diez casos más. La mayoría de los pacientes eran mantenidos en flotación, con el fin de reducir la tensión gravitacional en sus tejidos dañados, a excepción de los casos de trasplante, que se sometían a la gravedad total normal en la Tierra para que sus nuevos corazones adquirieran la resistencia y firmeza adecuadas. El hospital tenía una magnífica reputación, uno de los índices de mortalidad más bajos del hemisferio.
La pérdida de dos pacientes en una misma mañana supuso un shock para todo el personal.
A las 9.17 se encendió la luz roja en el monitor de la señora Maldonado, de ochenta y siete años, en estado de postrasplante y que hasta entonces había ido muy bien. Se le había presentado una endocarditis aguda al regreso de un viaje al sistema Júpiter. A su edad, no tenía vitalidad suficiente para resistir el lento proceso de desarrollo de un corazón nuevo mediante punzón genético, por lo que le habían hecho un trasplante sintético y, durante dos semanas, todo había salido muy bien. De pronto, sin embargo, el Centro de Control del hospital empezó a recibir una horrible serie de informes por telemetría desde el lecho de la señora Maldonado: acción de la válvula: cero; tensión: cero; respiración: cero; pulso: cero… Todo cero, cero, cero. La cinta del electroencefalograma reflejó una sacudida violenta —como si hubiera recibido un shock brusco e intenso—, seguida de un minuto o dos de acción irregular y, a continuación, el fin de la actividad cerebral. Mucho antes de que ningún miembro del personal del hospital llegara hasta su cama, el equipo automático de reanimación, tanto químico como eléctrico, se había hecho cargo de la paciente. Pero ya no tenía salvación. Una hemorragia cerebral, que llegó sin el menor aviso, había causado un daño irreversible.
A las 9.28 tuvo lugar la segunda pérdida: el señor Guinness, de cincuenta y un años, tres días después de la operación de una embolia coronaria. La misma secuencia de acontecimientos. Una brusca sacudida del sistema nervioso, una respuesta psicológica inmediata y fatal. Proceso de resucitación: negativo. Nadie entre el personal podía ofrecer una explicación plausible para la muerte de el señor Guinness. Como la señora Maldonado, también él había estado durmiendo pacíficamente, con todos los signos vitales inalterados, hasta el momento del ataque fatal.
—Como si alguien se les hubiera acercado y les hubiera chillado ¡uh! al oído… —murmuró un doctor, desconcertado ante los gráficos, y señaló la alterada línea del EEG—. O como si hubieran sufrido una pesadilla terriblemente vívida, con una sobrecarga sensorial insoportable. Pero no hubo el menor ruido en la sala. Y las pesadillas no son contagiosas.
El doctor Peter Mookherji, residente de neuropatología, empezaba su visita matinal por el sexto nivel del hospital cuando la voz suave del microrreceptor unido a su oreja izquierda le pidió que se presentara inmediatamente en el edificio de Cuarentena. El doctor Mookherji protestó: