—¿No pueden esperar? Este es el momento más ocupado del día y…
—Se le ordena que venga en seguida.
—Mire, tengo una chica en coma, que ha de recibir su sesión de teleterapia dentro de quince minutos y que espera verme antes. Soy su única relación con el mundo. Si no estoy allí cuando…
—Se le ordena que venga en seguida, doctor Mookherji.
—¿Por qué los de Cuarentena necesitan un neuropatólogo con tanta prisa? Déjenme al menos que me ocupe de la chica y, dentro de cuarenta y cinco minutos, podré…
—Doctor Mookherji…
Era inútil discutir con una máquina. Mookherji trató de dominar su genio. El genio fuerte constituía un rasgo típico en su familia, junto con el gusto por las salsas picantes y el talento para la telepatía. Gruñendo, cogió un comunicador de datos, se identificó y pidió al Centro de Control del hospital que volviera a programar todo su horario de la mañana.
—Intercalen un retraso de media hora como sea —dijo—. No puedo evitarlo… Arréglenlo como puedan. Me han pedido que vaya a Cuarentena.
La computadora fue lo bastante amable como para tener un vehículo esperándole cuando salió del hospital. Le llevó a toda velocidad a través del puerto espacial hasta el edificio de Cuarentena, en sólo tres minutos. Sin embargo, seguía furioso cuando llegó allí. El radar de la puerta comprobó su tarjeta de identificación, y uno de los innumerables altavoces del Centro de Control le anunció solemnemente:
—Se le espera en la habitación 403, doctor Mookherji.
La habitación 403 resultó ser una oficina para interrogatorios compuesta de dos sectores. El de la parte trasera estaba unido al Centro de Cuarentena; el sector frontal pertenecía a la parte del edificio abierta al acceso público, con un espeso tabique de cristal entre ambos. Seis astronautas de aspecto agotado estaban tumbados en camas plegables tras el tabique, mientras que tres miembros del personal de Cuarentena se paseaban inquietos por la parte frontal. La irritación de Mookherji se calmó al comprobar que uno de estos últimos era un antiguo amigo suyo de la Facultad de Medicina, Lee Nakadai. El japonés, un hombrecillo delgado, tenía veintinueve años, uno más que Mookherji. Solían reunirse de vez en cuando para almorzar en la administración del puerto espacial y, a principios de año, habían salido con un par de gemelas filipinas, pero la urgencia del trabajo los había mantenido separados durante meses. Nakadai fue directamente al grano:
—Pete, ¿has oído hablar alguna vez de una epidemia de pesadillas?
—¿Qué?
Señalando a los hombres tras el tabique de cuarentena, Nakadai continuó:
—Estos tipos llegaron hace un par de horas de la Estrella de Norton. Traían un cargamento de corteza del árbol de fuego verde. Físicamente, la comprobación resultó perfecta hasta una aproximación de cinco decimales, y los hubiera dejado ir a no ser por algo curioso. Todos se hallan en grave estado de agotamiento nervioso, que, según dicen, es el resultado de no haber dormido prácticamente durante todo el viaje de regreso, que ha durado un mes. Y la razón es que todos ellos tuvieron pesadillas, auténticas pesadillas que les destrozaban el cerebro en cuanto intentaban dormir. Sonaba tan peculiar que me pareció oportuno proceder a una comprobación neuropática, por si hubieran contraído algún tipo de infección cerebral.
Mookherji frunció el ceño:
—¿Y para esto me sacaste de mi sala alegando una urgencia, Lee?
—Habla con ellos —aconsejó Nakadai—. Tal vez eso te impresione un poco.
—De acuerdo —dijo Mookherji, volviéndose a los astronautas—. ¿Qué hay de esas pesadillas?
Un oficial alto y bien parecido, que se presentó como teniente Falkirk, contestó:
—Yo fui la primera víctima, justo después del despegue. Casi me volví loco. Era como… bien, como si algo manoseara mi mente, llenándola de pensamientos horribles. Y todo parecía absolutamente real mientras duró. Tenía la sensación de que me ahogaba, de que mi cuerpo se transformaba en algo extraño. Sentía que la sangre se me salía por los poros… —Se encogió de hombros—. Como una pesadilla, supongo, sólo que diez veces más vívida. Cincuenta veces. Pocas horas más tarde, el capitán Rodríguez tuvo la misma clase de sueño. Imágenes distintas, pero el mismo efecto. Y luego, uno por uno, cuando a los demás les llegó su turno de descanso, empezaron a despertarse gritando. Dos de nosotros acabamos pasando tres semanas a base de píldoras euforizantes. Somos hombres muy estables, doctor; se nos ha adiestrado para soportarlo casi todo. Creo que un civil se habría vuelto loco de modo irremediable con una pesadilla semejante. No tanto por las imágenes como por la intensidad, por lo reales que eran.
—¿Y los sueños continuaron durante todo el viaje? —preguntó Mookherji.
—En cada turno de descanso. De tal modo que incluso nos daba miedo dormirnos, porque sabíamos que los diablos se nos meterían en la cabeza en cuanto lo hiciéramos. Nos drogábamos fuertemente. Pero aun entonces teníamos pesadillas, pese a nuestras mentes drogadas a un nivel en el que nadie imaginaría que pudieran presentarse los sueños. Una plaga de pesadillas, doctor. Una epidemia.
—¿Cuándo tuvo lugar el último episodio?
—En el último período de descanso antes del aterrizaje.
—¿Ninguno de ustedes ha dormido desde que salieron de la nave?
—No —respondió Falkirk.
—Tal vez Falkirk no se haya explicado bien, doctor —intervino otro de los astronautas—. Eran sueños asesinos. Como para trastornarnos la mente. Tuvimos suerte de volver cuerdos. Si es que lo estamos.
Mookherji unió las puntas de los dedos y rebuscó entre sus experiencias, tratando de hallar algún caso similar. No encontró ninguno. Sabía de alucinaciones colectivas, eso era normal; episodios en los que multitudes enteras se persuadían a sí mismas de haber visto dioses, demonios, milagros, muertos caminando, símbolos en el cielo. ¿Pero una serie de alucinaciones en secuencia, durante el sueño, en toda una tripulación de astronautas veteranos y experimentados? No parecía lógico.
—Pete —dijo Nakadai—, los hombres tienen una idea de lo que puede haberlo causado. Es una idea absurda, pero quizá…
—¿De qué se trata?
Falkirk rió nerviosamente:
—En realidad es bastante fantástica, doctor.
—Adelante.
—Bien, tal vez algo del planeta se introdujo a bordo de la nave con nosotros. Algo… digamos telepático. Que trataba de introducirse en nuestra mente en cuanto nos dormíamos. Lo que nos parecía una pesadilla, tal vez fuera esa cosa dentro de nuestra cabeza.
—Quizás haya hecho todo el viaje a la Tierra con nosotros —añadió otro astronauta—. Y puede estar aún a bordo de la nave. O suelto por la ciudad ahora.
—¿La Amenaza de la Pesadilla Invisible? —preguntó Mookherji con una sonrisita—. Me parece difícil de aceptar.
—Pero existen criaturas telepáticas —insistió Falkirk.
—Lo sé —repuso Mookherji bruscamente—. Da la casualidad de que soy una de ellas.
—Doctor, lamento si…
—Pero eso no me lleva a buscar telépatas por todos los rincones. No es que rechace la idea de una amenaza desconocida, pero juzgo más probable que contrajeran allí algún tipo de inflamación cerebral. Un virus, una variedad de encefalitis que se manifiesta en forma de alucinaciones crónicas.
Los astronautas parecían molestos. Indudablemente, preferían ser víctimas de un monstruo que les atacaba desde el exterior que de un virus desconocido alojado en su cerebro. Mookherji continuó:
—No digo tampoco que sea eso. Sólo estoy tanteando hipótesis. Sabremos más cuando hayamos hecho algunos tests. —Consultó el reloj y se volvió hacia Nakadai—: Mira, Lee, no hay mucho más que pueda descubrir por el momento y tengo que volver con mis pacientes. Quiero que estos hombres sean sometidos a toda una serie de comprobaciones neuropsicológicas. Que se envíen los resultados a mi despacho en cuanto se obtengan. Aplica los tests en series programadas y empieza por hacerles dormir, de dos en dos, después de cada serie. Enviaré a un técnico para que te ayude a manipular la telemetría. Quiero que se me notifique inmediatamente si hay alguna experiencia de pesadilla.