Выбрать главу

No obstante, mientras iniciaba con retraso su ronda de la mañana, Mookherji se calmó con un esfuerzo deliberado. No sería bueno, ni para él ni para sus pacientes, que les visitara vencido por la tensión y la irritación. Se suponía que iba a curarles, no a contagiarles su ansiedad. Dedicó unos instantes al ejercicio rutinario de la relajación progresiva, de modo que cuando entró en la habitación de su primer paciente —la de Satina Ranson—, se sentía considerablemente amable, tranquilo.

Satina estaba echada sobre el costado izquierdo, con los ojos cerrados. Era una esbelta muchacha de dieciséis años, de rostro frágil y cabellos largos, rubios y suaves. Toda una red de monitores de vigilancia la rodeaban. Llevaba inconsciente catorce meses, doce de ellos en la Sala de Neuropatología del puerto espacial, y los seis últimos al cuidado de Mookherji. Queriendo premiarla, sus padres la habían llevado de vacaciones a una de las estaciones turísticas de Titán durante la mejor época para ver los anillos de Saturno. Con grandes dificultades, pudieron lograr asientos reservados en la Cúpula de Galileo, y allí estaban en el día terrible en que un violento terremoto rompió la cúpula y expuso a miles de turistas a la atmósfera de metano venenoso del satélite. Satina fue una de las afortunadas; apenas había respirado un par de veces aquel gas letal cuando un guía de la Cúpula con quien había estado hablando consiguió colocarle una máscara antigás sobre el rostro. Sobrevivió. No así su padre, ni su madre, ni su hermano menor. Pero Satina jamás llegó a recobrar el sentido después de desmayarse en el momento del desastre. Meses de pruebas en la Tierra demostraron que la breve inhalación de metano no había causado gran daño cerebral. Al parecer, nada iba mal orgánicamente, pero se negaba a despertarse. Una reacción de shock, suponía Mookherji. Prefería seguir durmiendo para siempre antes de volver a la pesadilla viviente en que se habría convertido su conciencia. El había podido alcanzar su mente telepáticamente, pero, de momento, no había conseguido librarla del trauma de aquella catástrofe y hacerla regresar al mundo de los seres en estado de vigilia.

Se dispuso a establecer contacto. No había nada fácil ni automático en su telepatía. «Leer» en la mente de los demás era un trabajo agotador para él, tan difícil y cansado como participar en una carrera a campo traviesa o como memorizar un largo fragmento de Hamlet. A pesar de los temores de los legos, carecía de facultades para curiosear los pensamientos íntimos de nadie mediante una mirada casual. Para introducirse en otra mente, tenía que pasar por un complicado proceso de preparación y búsqueda. E incluso así, era muy lento en captar «la longitud de onda» de cualquiera, de modo que sólo al noveno o décimo intento obtenía cierta información coherente. Tal don había pervivido en la familia Mookherji durante una docena de generaciones al menos, favorecida por matrimonios muy bien planeados y encaminados a conservar esos genes preciosos. Él era más apto que cualquiera de sus antepasados. Sin embargo, tal vez se necesitara aún otro par de siglos de Mookherjis para producir un telépata realmente potente. Pero al menos él podía hacer buen uso de ese talento para el contacto mental. Sabía que muchos miembros de su familia, en épocas anteriores, se habían visto obligados a ocultar ese don a sus vecinos, allá en la India, para no verse equiparados con los vampiros y los hombres lobo y arrojados de la sociedad.

Colocó suavemente su mano morena sobre la muñeca pálida de Satina. El contacto físico era necesario para alcanzar la unión mental. Se concentró en llegar a ella. Después de meses de telepatía, la mente de la muchacha se había vuelto sensible a la suya, de modo que podía saltarse los pasos intermedios y, una vez recalentado, sumergirse directamente en su alma turbada. Tenía los ojos cerrados. Veía ante él una neblina gris perla: la mente de Satina. Se introdujo en ella con facilidad. De la profundidad del espíritu de la muchacha, surgió una pregunta:

—¿Quién es? ¿Doctor?

—Sí, soy yo. ¿Cómo estás hoy, Satina?

—Bien, muy bien.

—¿Has dormido bien?

—Hay tanta calma aquí, doctor…

—Sí, si, me lo imagino. Pero deberías ver lo que hay aquí. Un día maravilloso de verano. El sol en el cielo azul. Un día perfecto para ir a tomar un baño. ¿Qué, no te gustaría volver a nadar?

Se concentra con todas sus fuerzas en imágenes acuáticas: una fría corriente montañosa, un lago profundo en la base de una hermosa catarata, el delicioso y repentino sobresalto al hundirse en ella, las gotas cristalinas sobre la piel cálida, la risa de los amigos, el rumor de las potentes brazadas que la llevarían a la costa lejana…

—Prefiero seguir donde estoy —le dice ella.

—¿Tal vez te gustaría más volar?

Evoca las sensaciones del vuelo libre. Un flotador sujeto a su cintura la eleva serenamente a una altitud de trescientos metros. Va volando sobre campos y valles, sus amigos tras ella, el cuerpo totalmente relajado, sin peso, alzándose hasta que el terreno es como un tablero de ajedrez de marrones y verdes, mirando las casitas allá abajo, los coches tan graciosos, cruzando primero un lago de plata y luego un bosque sombrío de espesura. O simplemente tumbada de espaldas con las piernas cruzadas, las manos tras la nuca, el sol en las mejillas, a noventa metros de altura, sin nada bajo ella…

Pero Satina no acepta ese gambito. Prefiere quedarse donde está. La tentación de flotar no es lo bastante fuerte.

Mookherji no tiene energía suficiente para un tercer intento por sacarla del coma. Pasa, pues, a una función simplemente médica e intenta localizar la fuente del trauma que la ha aislado del mundo. El miedo, sin duda, y el terrible estallido de la cúpula que significaba el fin de toda seguridad; y la vista de sus padres y hermano muriendo ante sus ojos; y el olor putrefacto de la atmósfera de Titán en la nariz… Todo eso sin duda. Pero la gente se ha repuesto de calamidades aún peores. ¿Por qué insiste ella en retirarse de la vida? ¿Por qué no acepta el terrible pasado y se reconcilia de nuevo con la existencia?

Satina lucha contra el médico. Sus defensas son inexpugnables; no quiere que é intervenga en su mente. Todas las sesiones han terminado del mismo modo: Satina aferrándose a su retiro; Satina bloqueando cualquier intento por liberarla de la prisión que ella misma se ha impuesto. Mookherji sigue esperando que un día bajará la guardia. Pero no será hoy. Cansadamente, se retira del centro de la mente de Satina y le habla desde un nivel más superficial.

—Deberías volver a la escuela, Satina.

—Todavía no. ¡Han sido unas vacaciones tan cortas!

—¿Sabes cuánto tiempo?

—Unas tres semanas, ¿no es cierto?

—Catorce meses ya —le dice.

—Eso es imposible. Salimos hacia Titán hace muy poco, la semana antes de Navidad, y…

—Satina, ¿cuántos años tienes?

—Cumpliré quince en abril.

—Te equivocas —le dice—, ese abril ya ha pasado, y el siguiente también. Cumpliste dieciséis hace dos meses, Satina. Dieciséis.

—No puede ser cierto, doctor. El decimosexto cumpleaños de una chica es algo especial, ¿no lo sabía? Mis padres darán una gran fiesta. Todos mis amigos están invitados. Y habrá una orquesta robot de nueve instrumentos, con sintetizadores, y sé que eso no ha ocurrido aún. Así que, ¿cómo puedo tener dieciséis años?

La reserva de fuerzas de Mookherji está casi agotada. Su señal mental es débil. No halla la energía necesaria para decirle que está bloqueando de nuevo la realidad, que sus padres han muerto, que el tiempo pasa mientras ella sigue allí, que es demasiado tarde para una alegre fiesta por sus dieciséis años.

—Hablaremos de ello… en otro momento, Satina… Yo… te veré… de nuevo… mañana… Mañana… por la mañana.