—¡No se vaya tan pronto, doctor!
Pero él ya no puede sostener el contacto y deja que se rompa.
Soltándole la mano, Mookherji se enderezó, meneando la cabeza. ¡Que pena!, pensó. ¡Qué pena más horrible! Salió de la habitación con las piernas temblorosas y se detuvo un momento en el vestíbulo, apoyándose contra una puerta cerrada y secándose la frente sudorosa. No llegaba a parte alguna con Satina. Después del período inicial, optimista, del contacto, había fallado por completo en la disminución de la intensidad del coma. Ella se había establecido cómodamente en su mundo ilusorio y retirado y, con telepatía o sin ella, no hallaba el modo de liberarla.
Inspiró profundamente. Luchando por rechazar la creciente impresión de tremendo desaliento, se dirigió a la habitación del enfermo siguiente.
La operación iba muy bien. Una docena de estudiantes de medicina de tercer año ocupaban los puestos de observación en la Galería de Cirugía, situada en el tercer piso del Hospital del Puerto Espacial, siguiendo la experta técnica del doctor Hammond mediante la visión directa y la explicación simultánea, microamplificada en sus pantallas individuales. Del paciente, un hombre de casi setenta años, víctima de un tumor cerebral, sólo se veían la cabeza y los hombros, que sobresalían de una cámara de sostén vital. Le habían afeitado el cráneo, sobre el que habían pintado líneas azules y puntos rojos que indicaban los contornos interiores del cerebro, determinados de antemano por el sonar de corto alcance. El cirujano había realizado ya la tarea de colocar en posición el láser que extirparía el tumor.
La parte más difícil había terminado. Sólo restaba poner el láser a toda potencia y enviar el potente y preciso haz luminoso hasta el cerebro del paciente. La cirugía craneal de este tipo no exigía el menor derramamiento de sangre; no había necesidad de cortar la piel y los huesos para exponer el tumor, pues los rayos del láser, calibrados a una millonésima de centímetro, penetrarían por aberturas diminutas y, atacando el tumor desde ángulos diferentes, destruirían la excrescencia maligna sin dañar en absoluto la parte de tejido cerebral sana que la rodeaba. El planeamiento lo era todo en una operación semejante. Una vez determinado el perfil exacto del tumor, y los rayos láser quirúrgicos montados en los ángulos correctos, cualquiera interno podía terminar el trabajo.
Para el doctor Hammond se trataba de un procedimiento de pura rutina. Había hecho cien operaciones del mismo tipo sólo en el año anterior. Dio la señal, el indicador resplandeció sobre el aparato del láser, los estudiantes de la galería se inclinaron ansiosamente hacia adelante…
Y en el preciso instante en que el brillante rayo del láser saltaba hacia la mesa de operaciones, el rostro del paciente anestesiado se contrajo de un modo espantoso, como si un sueño terrible hubiera surgido de las cavernas de la mente drogada del hombre. Se agitaron las aletas de la nariz, se contrajeron sus labios, abrió los ojos de par en par, pareció como si quisiera gritar y se movió convulsivamente, torciendo la cabeza. El láser dio en la sien izquierda del paciente, muy lejos de la delimitada zona del tumor. El lado derecho de su rostro se contrajo, con todos los músculos paralizados. Los estudiantes de medicina se miraron desconcertados. El doctor Hammond, atónito, tuvo la suficiente presencia de ánimo como para apagar el láser con un súbito movimiento de la mano. Después, asiéndose con ambas manos a la mesa de operaciones en su agitación, miró los diales y contadores que le revelaban los detalles de la operación fallida. El tumor seguía intacto, pero un gran sector del cerebro del paciente había quedado destruido.
—¡Imposible! —murmuró Hammond.
¿Qué podía haber obligado a un paciente bajo anestesia a saltar de tal modo?
—¡Imposible, imposible…!
Corrió al extremo de la mesa y comprobó la lectura en la cámara de sostén vital. Ya no era cuestión de si el tumor cerebral podría ser extirpado con éxito. La cuestión inmediata era si el paciente lograría sobrevivir.
A las cuatro de esa tarde, Mookherji había terminado la mayor parte de sus tareas. Había visitado a todos sus pacientes y puesto al día todas sus gráficas; había llevado un resumen de sus diagnósticos a la computadora principal, que era el punto de control central del hospital; incluso tuvo tiempo para tomar un bocado a toda prisa. Como de costumbre, ahora dispondría de las siguientes cuatro horas a su antojo, para regresar a su austera habitación en la residencia de los internos, a un extremo del complejo del puerto espacial, para echar una siesta, dirigirse al Centro de Recreo y jugar un partido de tenis, contemplar el último espectáculo tridimensional o cualquier otra cosa que se le ocurriera. La siguiente ronda de visitas a los pacientes no empezaba hasta las ocho de la noche. Pero hoy no se sentía capaz de relajarse. Le preocupaba aquel asunto de los astronautas en cuarentena. Nakadai le había estado enviando resultados de los tests desde las dos, y ahora va estaban todos introducidos en la computadora terminal de datos de Mookherji. Ninguno de ellos llevaba la nota de urgente; por consiguiente se había limitado a dejar que los informes se fueran acumulando. Sin embargo, intuía que debía de echarles una ojeada. Tocó las teclas de la terminal pidiendo notas, y los resultados de Nakadai empezaron a salir por la ranura.
Mookherji repasó las hojas amarillas. Reflejos; carga de sinapsis; grado de ionización neural; equilibrio endocrinológico; respuesta visual, respiratoria y circulatoria; intercambio molecular cerebral; percepción sensorial; electroencefalogramas aumentados y reducidos al mínimo… No, no había nada raro allí. Por las pruebas, era patente que los seis hombres que viajaron a la Estrella de Norton estaban muy necesitados de vacaciones —los nervios tensos, los reflejos confusos—, pero no había indicación de nada más grave que la pérdida crónica de sueño. No se detectaban señales de lesión cerebral, de infección, de daño nervioso, ni de otra incapacidad orgánica.
¿Por qué, entonces, las pesadillas?
Marcó el número de teléfono de la oficina de Nakadai.
—Cuarentena —dijo casi de inmediato una voz tensa.
Y un momento después, el rostro delgado y moreno de Nakadai apareció en la pantalla.
—Hola, Pete. Precisamente iba a llamarte.
—No terminé hasta hace poco —respondió Mookherji—, pero ya he repasado las notas que me enviaste. Lee, no hay nada en ellas.
—Eso pensaba yo.
—¿Y los hombres? Quedamos en que me llamarías si alguno de ellos tenía pesadillas.
—No las tuvo ninguno —dijo Nakadai—. Falkirk y Rodríguez han estado durmiendo desde las once. Como corderitos. A Schmidt y Carroll se les permitió que se durmieran a la una y media. Webster y Schiavone se echaron a las tres. Y los seis siguen roncando, durmiendo como si no lo hubieran hecho en años. Tengo un importante equipo vigilándolos y todas las lecturas son perfectamente normales. ¿Quieres que te envíe los datos?
—¿Para qué? Si no sufren alucinaciones, ¿qué puedo obtener de ellos?
—¿Significa eso que te propones saltarte las pruebas mentales esta noche?
—No lo sé —repuso Mookherji, encogiéndose de hombros—. Sospecho que no vale la pena, pero dejemos eso en el aire. Terminaré mi ronda de noche hacia las once y, si hay alguna razón para introducirme entonces en la mente de esos astronautas, lo haré. —Frunció el ceño—. Pero, oye…, ¿no dijeron todos que habían sufrido pesadillas en cada turno de sueño?
—Exacto.
—Pues ahí los tienes, durmiendo fuera de la nave por primera vez desde que empezaron las pesadillas, y ninguno de ellos presenta el menor problema. Ni hay señal de posibles lesiones de cerebro causadas por las alucinaciones. ¿Sabes una cosa, Lee? Estoy empezando a creer en la hipótesis bastante tonta que esos hombres me propusieron esta mañana.