—¿Que las alucinaciones fueron causadas por algún ser extraño e invisible? — preguntó Nakadai.
—Algo parecido. Lee, ¿en qué condiciones está la nave en que vinieron?
—Ha pasado por todas las comprobaciones rutinarias de desinfección y ahora se encuentra en un vector de aislamiento, hasta que tengamos alguna idea de lo que ocurre.
—¿Podría yo subir a bordo? —preguntó Mookherji.
—Supongo que sí, pero…, ¿para qué?
—Por esa absurda idea de que algo externo causara las pesadillas. Tal vez esté todavía a bordo de la nave. Tal vez un telépata de nivel inferior como yo logre detectar su presencia. ¿Puedes conseguirme rápidamente el permiso?
—En diez minutos —dijo Nakadai—. Yo mismo iré a recogerte.
Llegó prontamente en un vehículo convencional de ruedas. Mientras se dirigían al terreno de aterrizaje, entregó a Mookherji un traje espacial y le dijo que se lo pusiera.
—¿Para qué?
—Querrás respirar dentro de la nave, ¿no? Precisamente ahora está en vacío… Decidimos que no era seguro dejarla con atmósfera. Además, está cargada de radiactividad debida al proceso de descontaminación. ¿De acuerdo?
Mookherji se metió en el traje con algún esfuerzo.
Llegaron a la nave, una nave interestelar standard, sin gravedad, que parecía pequeña y solitaria en un ángulo del campo. Un cordón de robots la mantenía aislada. Avisados desde el Centro de Control los robots dejaron pasar a ambos doctores. Nakadai se quedó fuera. Mookherji se introdujo en el pasillo de seguridad y, una vez que la escotilla hubo cumplido el ciclo de admisión, entró en la nave. Fue con cautela de un camarote a otro, como el hombre que camina por una selva de la que se dice que hay un jaguar en cada árbol. Mientras miraba a su alrededor, se puso con toda la rapidez posible en receptividad telepática total, muy abierto, esperando el contacto telepático con cualquier cosa que se escondiera en la nave. ¡Adelante! Haz lo que quieras contra mí.
Silencio completo en todas las ondas mentales. Mookherji siguió recorriendo todos los departamentos: la bodega, los camarotes de la tripulación, la cabina de mandos. Todo vacío, todo quieto. Estaba seguro de poder detectar la presencia de una criatura telepática, por extraña que fuera. Si era capaz de alcanzar la mente de los astronautas dormidos, podría alcanzar también la mente de un telépata despierto. Al cabo de quince minutos, dejó la nave, ya satisfecho.
—No hay nada aquí —dijo a Nakadai—. Seguimos igual que antes.
El vsiir empezaba a desesperar. Llevaba todo el día dando vueltas por aquel edificio; a juzgar por la cualidad de las radiaciones solares que entraban por las ventanas, estaba a punto de caer la noche. Y aunque había mentes abiertas en todos los niveles de la estructura, no había tenido la suerte de establecer contacto. Al menos, no se habían producido más muertes. Pero se repetía aquí la misma historia que en la nave: en cuanto el vsiir alcanzaba una mente humana, la reacción era tan negativa que hacía la comunicación imposible. Y sin embargo, seguía probando, una mente tras otra, incapaz de creer que en todo el planeta no hubiera un solo humano a quien contar su historia. Confiaba en no causar un daño grave a las mentes a las que se acercaba, pero debía pensar en su propio destino.
Tal vez esta mente fuera la indicada. El vsiir empezó una vez más a contar su historia…
A las nueve y media de la noche, el doctor Peter Mookherji, muy tenso y con los ojos inyectados en sangre, se lanzó a cumplir sus responsabilidades neuropatológicas. La sala estaba llena: un colapso esquizofrénico, un estancamiento catatónico, Satina en su coma, media docena de histerias de rutina, un par de casos de parálisis, un afásico y muchos más, lo bastante para mantenerle en pie dieciséis horas al día y agotar al límite sus poderes telepáticos (por no mencionar su habilidad médica convencional). Algún día acabaría la prueba de su residencia. Algún día dejaría el hospital e instalaría su clínica privada en una dulce isla tropical; y se iría a Bombay durante los fines de semana para ver a su familia; y pasaría las vacaciones en planetas de distintos sistemas, como un próspero médico especialista… Algún día. Intentó borrar esas fantasías deliciosas de su mente. Si has de pensar en algo, se dijo, piensa en la medianoche. Entonces podrás dormir. Un hermoso, hermoso sueño. Y luego, por la mañana, todo empezará de nuevo. Satina y el coma, el esquizofrénico, el catatónico, el afásico…
Al salir al vestíbulo, yendo de un paciente a otro, su microrreceptor le avisó:
—Doctor Mookherji, por favor, preséntese de inmediato en el despacho del doctor Bailey.
¿Bailey? ¿El director del Departamento de Neuropatología seguía a estas horas en su despacho? ¿Qué ocurría? Pero, por supuesto, no podía ignorarse esa orden. Mookherji avisó al control central de que le habían pedido que interrumpiera su ronda y se dirigió rápidamente, corredor abajo, hacia la puerta de cristal en la que se leía: «Samuel F. Bailey. Doctor en Medicina».
Encontró allí por lo menos a la mitad del personal de Neuropatología: cuatro residentes como él, la mayoría de los internos, incluso algunos doctores de alto nivel. Bailey, un hombre de unos cincuenta años, de rostro grueso y pelo color arena, con una formidable reputación profesional, repasaba gruñendo un montón de notas. Apenas saludó a Mookherji, limitándose a una leve inclinación de cabeza. No estaban en los mejores términos. Bailey, algo anticuado en su actitud, no había aceptado demasiado bien la llegada de la telepatía como instrumento para el tratamiento de los problemas mentales.
—Como estaba diciendo —empezó Bailey—, estos informes se han ido acumulando durante todo el día, y al final han venido a caer sobre mí, sabe Dios por qué. Escuchen: dos pacientes cardíacos, sometidos a sedantes, sufren un shock repentino y violento, descrito por un doctor como sobrecarga sensorial. Uno reacciona con el paro cardíaco; el otro con una hemorragia cerebral. Ambos mueren. Un paciente tratado para la reestabilización endocrinológica recibe una descarga de adrenalina mientras está dormido y experimenta un retraso de seis meses. Un paciente sometido a cirugía del cerebro se agita en la mesa de operaciones, a pesar de la anestesia adecuada, y resulta malherido por el láser. Etcétera, etcétera… Graves problemas en todo el hospital a lo largo del día. La comprobación de los esquemas de EEG llevada a cabo por la computadora demuestra que catorce pacientes, aparte los ya mencionados, han padecido graves ataques de pesadillas en las últimas once horas, y casi todos ellos de tal impacto que el paciente ha sufrido cierto grado de daño físico, con frecuencia, un auténtico daño fisiológico. El Centro de Control no ha informado de epidemias previas de pesadillas. No hay razón para sospechar de un error en las dietas o de una causa similar para el estallido. Sin embargo, los pacientes dormidos siguen sufriendo, y aquellos cuya condición es especialmente crítica se hallan expuestos a un grave riesgo. Con una efectividad inmediata, se ha dejado de dar sedantes a los pacientes en los casos en que esto era posible y se han programado de nuevo los horarios de sueño, pero, indudablemente, no es un expediente demasiado efectivo si la situación continúa hasta mañana. —Hizo una pausa, recorrió la habitación con los ojos hasta posarlos en Mookherji—. El Centro de Control ha emitido una hipótesis. Es posible que un individuo psicopático, con fuerte poder telepático, circule libremente por el hospital, interfiriendo con los pacientes dormidos y transmitiéndoles imágenes que adoptan la forma de horribles pesadillas. Mookherji, ¿qué opina de esa idea?
—Es perfectamente plausible, supongo —repuso Mookherji—, aunque no puedo imaginar por qué un telépata desea ir por ahí repartiendo pesadillas turbadoras. ¿Es que el Centro de Control ha relacionado esto con el asunto del edificio de Cuarentena?