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Alguien llamó a la puerta de su despacho. No podía ser Tina. Para empezar, aquella mujer nunca llamaba, y para continuar, había desaparecido un poco antes de las doce.

– Adelante -dijo ella, y se le cortó la respiración al ver que Mac entraba en el acuario de taxidermia.

– ¿Qué tal te va? -le preguntó él.

– Bien.

Aquélla fue la única palabra que pudo pronunciar. Oh, Dios, aquel hombre estaba despampanante, pensó mientras le echaba un vistazo a su uniforme marrón oscuro, que le marcaba con precisión los hombros anchos y las caderas estrechas.

– Está bien -dijo él, mirando a su alrededor por el despacho-. Creo que nunca había estado aquí.

Jill arrugó la nariz.

– Es un lugar que difícilmente olvidarías. Bienvenido a la central del pescado. Si ves alguno que te guste, por favor, dímelo. Estoy pensando en organizar un mercadillo.

Aunque, realmente, no podría hacerlo. Los peces le pertenecían a la señora Dixon y, hasta que Jill hablara con la viuda para que se llevara sus pertenencias, estaba atrapada.

Mac giró lentamente, y después sacudió la cabeza.

– Es una oferta muy generosa, pero no, gracias.

– Ya me lo imaginaba. Sabía que ni siquiera conseguiría regalarlos. ¿Has venido en visita oficial? ¿Debería pedirte que te sentaras?

– ¿Sólo puedo sentarme en ciertas circunstancias?

Ella se rió.

– Claro que no -dijo Jill, y rodeó su escritorio mientras le hacía un gesto hacia una de las butacas de los clientes-. Por favor.

– Gracias.

Él se sentó y la miró. Jill sintió que su mirada se detenía en su cara con una conexión tan intensa que casi era algo físico. Quería preguntarle si veía algo que le gustara. Quería inclinarse hacia él para que sus dedos reemplazaran a su mirada. Quería saber si él pensaba que era guapa, sexy e irresistible. Sin embargo, se contentó con tocarse el pelo para asegurarse de que todo seguía en su sitio.

– Lo llevas muy liso -comentó él.

– Gracias a los milagros de los productos capilares modernos, sí.

– Está bonito, pero me gusta más rizado.

Aquélla era una información que guardaría para más adelante.

– Pero supongo que no es eso por lo que has venido.

– No. He venido para avisarte de algo. Slick Sam fue arrestado por usar cheques falsos. Ha salido en libertad bajo fianza esta mañana, y es posible que venga por aquí pidiéndote que lo defiendas. Y probablemente, sería mejor que le dijeras que no.

Ella se irguió.

– ¿Y por qué? ¿Acaso no crees que sea capaz de llevar un caso penal? Te aseguro que soy muy capaz de defender los derechos de mis clientes en cualquier sentido. Además, no me gusta que me juzgues. No tienes ni idea de cuál es mi experiencia profesional. Tú no puedes saber si yo…

El arqueó una ceja y se recostó en el respaldo de la butaca.

– ¿Qué? -le preguntó Jill.

– Continúa. Tú te lo estás diciendo todo.

– Yo… -Jill apretó los labios. Bien, quizá fuera cierto que había reaccionado con demasiada vehemencia. Carraspeó y comenzó a colocar los papeles que había sobre su escritorio-. ¿Qué querías decirme sobre Slick Sam?

Mac sonrió.

– Creía que no me lo ibas a preguntar nunca. La última abogada a la que contrató, que también era una mujer muy atractiva, terminó dejándolo que se mudara a vivir con ella. Entonces, intentó aprovecharse de la hija adolescente de la abogada, le destrozó la casa y después se largó con su coche y todo el dinero que pudo robarle.

¿Mac pensaba que ella era atractiva? ¿Cuánto? ¿Podría preguntárselo?

De ninguna manera, se dijo, y se rió.

– Te agradezco el consejo, y me aseguraré de no estar en el despacho cuando él llame. Pero tengo que decir que estoy tentada a dejar a cualquier cliente que me robe el coche.

Capítulo 4

Aquella tarde, Jill llegó a casa a las cinco y le dio un beso en la mejilla a su tía.

– ¿Qué tal tu día de trabajo, cariño?

Jill pensó en Tina, en los peces y en la disputa del muro de cien años de antigüedad.

– Pues… no querrás saberlo.

– ¿Tan mal ha ido?

– Técnicamente hay muy poco de lo que pueda quejarme, así que no lo haré.

– Bueno. La cena estará lista en media hora. Tienes tiempo para cambiarte.

Jill abrazó a la mujer que siempre había estado allí cuando la había necesitado.

– Me encanta que cuides de mí, pero no he venido a invadir tu vida. Mañana mismo voy a empezar a buscar una casa para quedarme.

Bev sacudió la cabeza fuertemente.

– No te atrevas a hacerlo. Sé que no te vas a quedar para siempre en Los Lobos, así que quiero estar contigo durante el tiempo que estés aquí.

– ¿Estás segura? ¿No estoy estropeando tu vida social?

Bev miró al cielo resignadamente.

– Oh, por favor. Sabes que no salgo con nadie. Tengo que preocuparme por el don.

Ah, sí. El don. La conexión psíquica de Bev con el mundo, que le permitía ver el futuro. Tal y como su tía le había explicado muchas veces, el don conllevaba unas responsabilidades, como la de mantenerse pura… sexualmente.

– ¿Y nunca te cansas de estar sola? -le preguntó Jill, porque creyera o no creyera en el don de su tía, su tía vivía como si ella sí creyera en él.

Había habido muy pocos hombres en su vida, y no había tenido ninguna relación larga.

Bev sonrió.

– Mi sacrificio ha tenido recompensas. A lo largo de los años he ayudado a muchas personas, y eso es un sentimiento magnífico.

– El sexo también puede ser un sentimiento magnífico -dijo, y recordó su patética vida sexual con Lyle-. O eso dicen.

– Nosotros tomamos decisiones en nuestra vida. Y el mantenerme pura por mi don fue una de las mías.

Jill arqueó las cejas.

– Querrás decir casi pura -dijo, bromeando.

– Bueno, ha habido una o dos ocasiones en las que las cosas se me fueron de las manos un poco, pero como no fueron culpa mía, no cuentan.

Jill sonrió.

– Me gustan tus normas. Siempre me han gustado.

– Me alegro. Y ahora ve a cambiarte para la cena. Ah, Gracie llamó por teléfono hace una hora. Le di tu número del despacho. ¿Dio contigo antes de que salieras de allí?

– No -respondió Jill, desilusionada por haberse perdido la llamada-. Voy a llamarla ahora.

Subió a su habitación, se quitó el traje y se puso unos pantalones cortos y una camiseta. Después llamó a Gracie, pero respondió el contestador automático de su amiga. Era una pena. Tenía ganas de hablar con Gracie. Ella siempre sabía cómo poner las cosas en la perspectiva adecuada.

– Mañana -susurró Jill, y comenzó a bajar las escaleras-. Mmm…, huele a lasaña, lo cual quiere decir que has trabajado mucho esta tarde.

– ¿No estaba Gracie en casa?

– No, pero la llamaré mañana. ¿Qué tal te ha ido hoy con Emily? ¿Cómo es?

– Una niña muy mona, aunque está un poco nerviosa por todos los cambios en su vida.

Jill se lavó las manos, se las secó con un trapo de cocina y comenzó a partir un pepino en dados.

– Mac está preocupado por si se llevarán bien.

Bev asintió.

– Ella ha estado viviendo con su madre durante estos dos últimos meses, así que estar con su padre debe de ser extraño para ella. Esa niña tiene mucho dolor dentro, lo siento en ella. Se viste monocromáticamente. Hoy llevaba la camiseta, los pantalones, los calcetines, todo, del mismo color: morado. Y sólo quiere comer cosas que sean del color que lleva puesto.

– ¿Cómo?

– Sé que parece una forma muy tonta de expresar su dolor, pero sólo tiene ocho años. ¿Qué otra cosa puede hacer? Mac estaba muy agobiado cuando me explicó lo que ocurría, pero a mí no me importa que haga eso. Ha sido mucho más interesante hacer la comida.