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– ¿Qué has hecho?

– La engañé mezclando el estofado de ternera con un poco de jugo de remolacha y poniéndolo en cuencos de colores para que no distinguiera bien el color. Al preguntarle si el color estaba bien, me dijo que sí. Después acordamos que el pan era neutral, e hicimos galletas con azúcar glaseada púrpura.

– Muy lista -dijo Jill, mientras seguía partiendo el pepino-. Y aparte de lo del color morado, ¿cómo es?

– Muy buena. Está un poco triste y confusa, pero tiene buen corazón. Y es lista. Estuvimos leyendo un poco esta tarde y está muy adelantada para su curso.

Jill puso el pepino en la ensaladera, y en aquel momento sonó el teléfono. Bev respondió y después la miró.

– Es para ti.

Ella se acercó y tomó el auricular que le tendía su tía.

– ¿Diga?

– ¿Jill? ¿A qué demonios crees que estás jugando?

Lyle. Jill arrugó la nariz.

– A ti nunca te ha parecido que la cortesía merezca la pena, ¿verdad, Lyle? -le preguntó, más resignada que molesta-. Eso siempre ha sido un error.

– No me hables de errores. No tenías ningún derecho a llevarte el coche.

– Por el contrario, tengo todo el derecho.

– Me has molestado mucho.

– Ah, gracias por compartir tus sentimientos conmigo. ¿Quieres que hablemos de las cosas por las que yo estoy enfadada? Porque tengo una lista muy larga, mucho más que un coche.

– Estás jugando a un juego que no vas a ganar, Jill. A propósito, el nuevo despacho es estupendo. Desde aquí veo el puente y la bahía.

Desgraciado. Se había quedado con su oficina y con su ascenso, mientras que ella sólo tenía un estúpido coche y un montón de peces.

– ¿Y cuál es el motivo de esta llamada? -le preguntó ella, sujetando su temperamento con ambas manos-. He pedido el divorcio. Te llegarán mañana los papeles. Salvo por el acuerdo económico, esto ha terminado. Terminó hace mucho tiempo.

– Quiero que me devuelvas mi coche.

– Lo siento, no. Tú lo has conducido durante un año, y ahora me ha llegado el turno. Es un bien ganancial, Lyle. Te acuerdas, ¿verdad?

– Lo recuperaré, y cuando lo consiga, no quiero que tenga ni un solo rasguño. Si lo tiene, te haré que lo pagues.

– Lo dudo. Yo siempre fui mejor abogada. Si quieres hablar de algo más conmigo, hazlo por correo electrónico. No quiero hablar más contigo -le dijo, y colgó sin despedirse.

Estaba un poco temblorosa por dentro, pero aparte de aquello, se sentía bien. No estaba estupendamente, pero tampoco estaba destrozada. Aun así, preferiría que él no hubiera llamado.

– Quiere que le devuelva su coche -dijo ella, al volverse para mirar a su tía.

– Ya lo he oído -dijo Bev, sacando del horno una lasaña que borboteaba-. No va a jugar limpio durante el divorcio. ¿Has tomado precauciones?

– Sí. Lo hice todo antes de salir de San Francisco. Transferí la mitad de nuestros ahorros a mi nueva cuenta, cancelé todas las tarjetas de crédito que estaban a nombre de los dos, y ese tipo de cosas.

– ¿Y realmente le van a entregar los papeles del divorcio?

– Por supuesto que sí. Se los van a llevar al trabajo. Casi me gustaría estar allí para ver toda la escena.

Su tía le sirvió un vaso de vino tinto y se lo tendió.

Jill lo aceptó.

– Después de lo que ocurrió ayer con el coñac, iba a dejar el alcohol durante una temporada, pero quizá no lo haga.

Mac llegó con Emily exactamente a las seis. Había cambiado el uniforme por unos pantalones y una camisa, pero estaba igualmente sexy. Aquel hombre no iba a ser más que un problema para ella, pensó mientras se concentraba en la niña que estaba detrás de él. Emily era pequeña y delgadita. Tenía los ojos grandes, azules, y el pelo rubio dorado. Toda una belleza, lo cual hizo que a Jill le cayera instantáneamente mal su madre. Sin duda, ella sería otra belleza. Pero, en realidad, ¿cuándo había salido Mac con una chica que no fuera despampanante?

– Hola -le dijo Jill, sonriendo-. Soy Jill, la sobrina de Bev. Me alegro de conocerte.

La niña le devolvió la sonrisa tímidamente.

– Hola. Bev me ha dicho que eres abogada. Que tú te encargas de que la gente cumpla la ley.

– Cuando tengo un buen día.

Mac le tocó el brazo a Bev.

– Gracias por hacerme este favor. Tardaré lo menos posible en la cita.

– No te preocupes. Emily y yo nos lo hemos pasado muy bien esta tarde, y esta noche también nos vamos a divertir, ¿verdad?

La niña asintió.

– Estupendo -dijo Mac, mirando su reloj-. Voy a llegar tarde. Volveré en cuanto pueda.

Jill lo acompañó hasta la puerta.

– ¿Vas a cenar?

– Quizá después. Típico masculino.

– Buena suerte con el trabajador social. Si piensas que necesitas asesoramiento legal, dímelo.

– Tú eres abogada de empresa. Ésta no es tu especialidad.

– Cierto, pero si yo no doy con la solución, seguro que conoceré a alguien que tenga respuestas.

– Lo tendré en cuenta.

Mac llegó al edificio de los servicios sociales del condado a las seis y veintiocho de la tarde. Entró, subió las escaleras del primer piso y comenzó a recorrer el pasillo. Se detuvo ante la puerta de uno de los despachos, cuyo rótulo decía Hollis Bass, que estaba medio abierta. Llamó suavemente.

– Pase -dijo un hombre.

La oficina de Hollis Bass era un lugar muy limpio y ordenado, como su ocupante. Hollis era un hombre alto, delgado, pulcro. Llevaba unos pantalones color caqui y una camisa de manga larga, abotonada hasta el cuello. Sus gafas, pequeñas y redondas, le empequeñecían los ojos marrones.

Dios, era un crío, pensó Mac mientras le estrechaba la mano. Quizá tuviera veinticuatro, veinticinco años. Estupendo. Justo lo que él necesitaba: un chaval recién salido de la universidad, idealista, con ganas de salvar el mundo, decidido a demostrarse a sí mismo lo que valía enfrentándose a un adulto malo y grande.

– Gracias por venir -le dijo Hollis, mientras se sentaba tras su escritorio-. Estoy seguro de que estás muy ocupado.

– No sabía que la visita fuera optativa.

– No lo es -dijo Hollis-. Mac, me gustaría comentarte cómo se va a llevar a cabo este proceso.

¿Aquello era un proceso?

– El tribunal ordena que tú y yo mantengamos reuniones todas las semanas durante el tiempo que estés con Emily. Yo puedo establecer citas más a menudo si me parece necesario. Aunque yo voy a hacer todo lo posible por adaptarme a tu horario, estas reuniones son obligatorias. Si te saltas una sola de ellas, se lo notificaré al juez y tu hija volverá con su madre en menos de veinticuatro horas.

– Sí, ya lo sabía.

– Bueno, entonces ese punto está claro. Y ahora, si te parece, podemos establecer un horario. Me imagino que, con tu trabajo, no siempre tienes todo el tiempo que quieres.

Mac llevaba en la policía más de una década, y había aprendido mucho de la gente. Una de las cosas que había sido más fácil para él era captar que una persona no aceptaba su profesión. Y, mala suerte, Hollis era uno de ellos.

– Te agradezco la flexibilidad -dijo él mientras se recostaba en el respaldo de la silla.

– Forma parte de mi trabajo -Hollis esbozó una media sonrisa que no tenía nada de amigable-. Aparte de nuestras reuniones, querré hablar con Emily de vez en cuando. No estableceré ninguna cita para eso. Simplemente, me dejaré caer.

Claro. Para ver mejor si Mac estaba estropeando las cosas.

– Ella estará conmigo o con la persona que la va a cuidar durante el día. Ya remití la información a tu oficina.

– Sí, la tengo aquí -dijo Hollis, y abrió una carpeta-. Beverly Cooper, una residente del pueblo. Cincuenta y tres años, soltera. Un poco excéntrica, pero se la considera una buena persona. No tiene antecedentes penales.

Mac tuvo un ataque de ira. ¿Aquel niñato había investigado a Bev? Tuvo ganas de decir algo, pero se recordó que él era quien había tomado las decisiones que lo habían puesto en aquella situación. No podía culpar a nadie, salvo a sí mismo.