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Aparcó frente a la casa y bajó del coche. La tía Bev debía de estar mirando por el ventanal de la casa mientras la esperaba, porque salió por la puerta y comenzó a descender por las escaleras.

Beverly Antoinette Cooper, conocida como Bev por sus amigos, había nacido en una familia adinerada. No multimillonaria, pero sí lo suficientemente rica como para no haber tenido que trabajar por obligación, aunque hubiera sido profesora de escuela durante dos años, después de licenciarse. Delgada, con el pelo pelirrojo y una gran sonrisa, era la más pequeña de las dos hermanas de su familia. Se había mudado a Los Lobos cuando su hermana se había casado con el padre de Jill y habían decidido quedarse allí.

Jill estaba muy agradecida a aquel parentesco. Su tía no juzgaba ni criticaba a la gente. La mayor parte de las veces, ofrecía abrazos, cariño y, rara vez, consejos.

Bev pensaba que tenía un don psíquico, aunque Jill no estaba completamente segura de ello. En aquel momento, comenzó a sentirse mejor que nunca desde que había sorprendido a Lyle y a su secretaria en el escritorio, Jill caminó hasta la acera y allí se detuvo y sonrió.

– Estoy aquí.

Su tía sonrió.

– Bonito coche.

Jill se dio la vuelta y miró el BMW 545 negro.

– Es sólo un medio de transporte -dijo, encogiéndose de hombros.

– Mmm. Es de Lyle, ¿verdad?

– California es un estado en el que los matrimonios son en gananciales -dijo Jill-. Como él adquirió el bien después de nuestro matrimonio, el coche es tan mío como suyo.

– Te lo llevaste porque sabías que le pondrías furioso.

– Exacto.

– Muy bien hecho -su tía miró la camisa de Jill y arqueó las cejas-. ¿Comida para llevar?

Jill se miró la mancha que tenía en la camisa de algodón egipcio, hecha a medida. La tenía totalmente arrugada, al igual que los vaqueros. Le colgaban las mangas más allá de los dedos estirados y cabrían en aquella prenda dos Jill y media, pero era una de las camisas especiales que Lyle había encargado al módico precio de quinientos dólares. Tenía cuatro. Las otras tres estaban en la maleta de Jill.

– Burrito -dijo ella, mientras frotaba la mancha rojiza que tenía justo bajo el pecho derecho-. Quizá sea salsa picante. Paré en un restaurante por el camino.

– Dime que te lo comiste en el coche -le pidió Bev, con picardía-. Lyle estaba rotundamente en contra de comer en el coche.

– Hasta el último bocado -dijo Jill.

– Bien.

Bev extendió los brazos, y sin dudarlo, Jill se acercó a ella para que la abrazara. Había estado conteniéndose durante dos días, pero necesitaba dar rienda suelta a sus emociones. Notó que se le enrojecía la cara, una opresión en el pecho y un escalofrío.

– Lo vi haciéndolo con otra -susurró, con la voz ronca de dolor y las lágrimas por las mejillas-. En su despacho. Fue tan repugnante. Ni siquiera se había quitado la ropa. Tenía los pantalones en los tobillos, y estaba ridículo. ¿Por qué ella no le obligó a desnudarse?

– Algunas mujeres no tienen respeto por sí mismas.

Jill asintió.

– Yo siempre le hacía desnudarse.

– Lo sé.

– Pero eso no fue lo que más me dolió -continuó, con los ojos ardiendo-. Me robó el ascenso. Había trabajado muchísimo y había llevado muchos clientes a la empresa, pero él consiguió ese ascenso y me despidieron.

Siguió llorando, empapándole el hombro a su tía.

– Y lo que no entiendo es por qué estoy más enfadada que herida -dijo, con la voz entrecortada-. ¿Por qué me importa más mi trabajo que mi matrimonio?

Jill se respondió la pregunta retóricamente. Tenía la sensación de que las dos conocían la respuesta.

– ¿Quieres arañarle el coche? -le preguntó su tía.

Jill se irguió y se secó la cara con el dorso de la mano.

– A lo mejor después.

– He hecho galletas. Vamos a merendar.

– Me gustaría mucho.

Bev la tomó de la mano y se la llevó a casa.

– He estado investigando un poco. Creo que quizá sea capaz de echarle una maldición a Lyle. ¿Te serviría de alivio?

A cada paso, Jill notaba que el dolor se mitigaba un poco. Quizá Los Lobos no fuera su idea de pasarlo bien, pero la casa de su tía siempre había sido un refugio.

– Eso estaría muy bien. ¿Podrías hacer que le salieran pústulas de pus?

– Podemos intentarlo.

Dos horas después, Jill y su tía se habían comido una docena de galletas recubiertas de chocolate y se habían bebido varias copas de coñac.

– No quiero hacer nada malicioso -dijo Jill, muy orgullosa por poder decir malicioso, teniendo en cuenta que todo el licor que había consumido le había convertido la sangre en fuego y el cerebro en papilla-. Así que, en vez de arañarle el coche, quizá lo aparque junto al campo de béisbol del instituto. Las bolas nulas pueden hacer un gran impacto sobre él -dijo, y dejó escapar una risa tonta.

– Estás borracha -le dijo su tía, con un suspiro.

– Sí. Y me siento muy bien, la verdad. No creía que pudiera. Creía que estaría deprimida durante días. Tengo la intención de trabajar aquí -dijo, y entonces, notó que su buen humor se desvanecía-. Está bien. Ese es un punto de la lista de las cosas en las que no debo pensar. Ni en el trabajo, ni en Lyle. Aunque realmente, el divorcio está muy bien. Ojalá nuestro matrimonio nunca hubiera existido. ¿No podríamos vaporizarlo? ¿Sería eso un asesinato, técnicamente? No importa. Sé que sí lo sería, y no quiero que me retiren la licencia de abogada. Eso sí sería deprimente.

Las migas de la galleta que se estaba comiendo se le cayeron sobre la camisa, cerca de la mancha de salsa picante, y ella se las sacudió. Lo único que consiguió fue esparcir el chocolate por la tela.

– Tengo que ir a ducharme -dijo, mientras dejaba en el plato la galleta mordisqueada-. No me duché antes de salir de San Francisco, esta mañana.

Mientras hablaba, estiró el brazo hasta detrás de la cabeza y tomó un mechón de sus rizos. Cuando se había duchado, el día anterior, no se había molestado con su ritual diario de alisamiento para intentar domesticar su pelo imposible. Usaba un secador con un cepillo alisador, unas planchas y al menos cuarenta y siete productos distintos. Por no haberlo hecho, en aquel momento seguramente parecía la novia de Frankenstein después de haber metido el dedo en un enchufe. Seguramente no estaba especialmente atractiva.

Jill se puso de pie. Debido al hecho de que no había dormido demasiado durante aquellos dos días y también al coñac, las rosas del papel de la pared comenzaron a girar.

– Esto no puede ser bueno -murmuró.

– Te sentirás mucho mejor después de una ducha -le dijo su tía-. Te acuerdas de dónde está todo, ¿verdad?

– Sí. En el piso de arriba -dijo, aunque en aquel momento, la idea de tener que subir las escaleras la mareaba.

En aquel instante, sonó una alarma en la cocina, y a la vez, alguien llamó a la puerta. Su tía se levantó y le hizo un gesto a Jill para que fuera a abrir.

– Mira a ver quién es. No me fío de ti para que saques una bandeja de galletas calientes del horno en tu estado.

– Bien.

Jill se dirigió al vestíbulo, y sólo chocó contra la pared una vez. Se vio a sí misma como un coche de choque, lo que la hizo reír tontamente. Todavía se reía cuando abrió.

Sólo había unas cuantas cosas que podrían haber empeorado su situación en aquel momento: la muerte o un accidente de una persona querida, la idea de que nunca podría salir de Los Lobos y volver a ejercer en una ciudad grande y, por último, el hecho de ver a Mackenzie Kendrick en aquel estado físico y mental.

Tenía que ser una de aquellas tres cosas, pensó, mientras miraba al hombre que había en el umbral de la puerta de su tía. ¿Acaso no podía haberle caído un rayo y haberla fulminado?