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– Por favor, no hablemos de eso.

Podían evitar el tema, pensó él, pero eso no cambiaría la verdad.

– Bonito coche -dijo William Strathern cuando se sentó en el asiento del copiloto del 545-. ¿Es nuevo?

– Es de Lyle -respondió Jill-. Iba a quedarme con él, pero en realidad, no lo quiero. Supongo que podría venderlo, pero me parece infantil.

– Pero bueno, ¿y qué ocurre con tu plan de venganza?

Ella se encogió de hombros.

– Supongo que ya no me importa. No tengo energía para preocuparme de Lyle. Casarme con él fue un gran error, y ahora estoy solucionándolo. Eso hace que me sienta mejor. Y, en cuanto a Lyle, ya no me importa nada. Va a comprarme mi parte del piso, me hará un pago por el coche y repartiremos al cincuenta por ciento todo lo demás.

– Eso suena muy maduro.

Ella tomó la autopista principal que llevaba a Los Lobos.

– Lo es. Pero la mejor noticia es que yo sé que estaré bien, y tengo el presentimiento de que Lyle no. No por mí, sino porque es un completo idiota. Va a hacer las cosas mal en el trabajo y sólo es cuestión de tiempo que se den cuenta de que no vale. Y entonces, ¿qué? Bueno, ya no es mi problema, y no puedo estar más feliz.

Su padre le dio unos golpecitos en el hombro.

– Esa es mi chica. ¿Y qué más hay de nuevo desde que hablamos?

– Unas cuantas cosas. He recibido una oferta de trabajo estupenda de un buen bufete de San Diego.

– Parece exactamente lo que estabas buscando -dijo él.

– Eso creo yo. Están empezando a impacientarse.

– Me lo imagino. Tú eres una gran adquisición.

El apoyo constante e incondicional era una de las cosas que más adoraba de su padre.

– Quiero esperar a que se celebre la vista de Mac para tomar una decisión. No estaban muy contentos, pero han accedido a esperar.

– ¿Cuándo es la vista?

– Dos días después de la celebración del centenario del muelle. Has llegado justo a tiempo para toda clase de diversiones -le dijo. Apretó las manos en el volante y continuó-. También tengo que decirte que Bev y yo no estamos precisamente en buenas relaciones.

– Por Rudy.

– Sí. Ella piensa que estoy equivocada, yo pienso que ella es idiota -Jill suspiró-. Está bien, eso suena cruel, pero resume la situación. Además, Rudy me ha enviado muchísimos mensajes y yo no quiero hablar con él. Seguramente, intentará convencerme de que he reaccionado demasiado mal hacia él o me dirá algo sobre Mac. Y yo no quiero oír ninguna de las dos cosas.

– Hablando de Mac, ¿ya ha encontrado abogado?

Jill lo miró. Había esperado que saliera aquel tema. Su padre tenía sesenta años, cierto, pero seguía siendo un hombre impresionante y conocía la ley mejor que nadie.

– No le ha gustado ninguno. Yo he pensado en que tú podrías hacerte cargo de su caso.

Su padre arqueó las cejas.

– No creo que él esté interesado.

– Claro que sí. Y creo que tú disfrutarás del desafío. Sería todo un cambio de salir con mujeres de edad inapropiada.

Él se rió.

– No tengo ni idea de qué estás hablando.

– Claro que no. Por eso tu novia actual tiene sólo cinco años más que yo.

– ¿Y cómo te has enterado de eso?

– Yo también tengo mis fuentes de información.

– Kelly es muy divertida.

– Ya me lo imagino. Pero no quiero detalles.

– Bien. Tú no te metas en mi vida amorosa y yo no me meteré en la tuya. Aunque yo diría que has tardado mucho.

Jill se quedó tan asombrada que estuvo a punto de salirse de la carretera.

– ¿Qué?

– Mac y tú. Has estado loca por él desde que eras pequeña, aunque te agradezco que tú disimularas tus sentimientos por él y no hicieras el loco como tu amiga Gracie.

– Ella quería a Riley con entusiasmo.

– Es una forma de decirlo. Yo temía que tendría que dictar una orden de alejamiento para que ese pobre muchacho pudiera terminar el instituto en paz.

Jill se preguntó lo que pensaría Riley si supiera que alguien del pueblo había pensado que era un pobre muchacho. No iba a hacerle mucha gracia.

No quiso seguir con aquel tema, ni con el de que ella hubiera estado interesada en Mac, así que volvió a la cuestión de su defensa legal.

– ¿Vas a defender a Mac? -le preguntó.

Su padre miró por la ventanilla.

– Tendré que pensarlo a fondo.

La mañana de la celebración del centenario del muelle amaneció cálida y brillante. De camino hacia la playa, Jill paró en la oficina. Le había prometido a Tina que la ayudaría a sacar las últimas cajas de peces.

Una vez que todas las paredes estuvieron libres de pescados, sólo quedó la pintura vieja y gloriosa, y Jill no pudo evitar pensar en lo bien que quedaría aquella oficina con una mano de pintura, quizá un revestimiento de paneles de madera y una capa de barniz en el suelo…

«Basta», se dijo. «Esta oficina no es tu oficina, así que deja de pensar en redecorarla».

– Buenos días -le dijo a Tina cuando su secretaria entró en la recepción-. ¿Qué tal?

– Muy bien -respondió Tina, y señaló las cajas que había apilado contra la pared-. La señora Dixon quiere saber si no nos importaría donar todos los peces que quedan a alguna organización de beneficencia.

– ¿Qué? ¿No los quiere como recuerdo de su amado marido?

– Parece que no.

Jill se rió.

– No sé por qué me sorprendo. Está bien. Hoy no los vamos a llevar a ningún sitio. Los dejaremos aquí y mañana los llevaremos a alguna tienda de caridad. O quizá debiéramos hacerlo esta noche.

Tina sonrió.

– Exacto. Bajo un manto de oscuridad, para que no puedan rechazarlos.

– Muy bien.

Las dos se quedaron mirándose. Jill tuvo la extraña sensación de que se había perdido algo con Tina. Si hubieran tenido un mejor comienzo y hubieran empezado a entenderse antes, habrían llegado a ser amigas.

– Has sido una gran ayuda este verano -le dijo.

Tina sacudió la cabeza.

– No es cierto. Siento haber sido tan difícil con los horarios y todo eso. Estaba resentida por varias cosas. Tú eres tan perfecta, tan lista… me había propuesto odiarte.

Jill no podía creerlo.

– Soy muchas cosas, pero perfecta no es una de ellas.

– Sí, claro. Por eso siempre pareces una modelo y yo soy el ejemplo de un cuento con moraleja.

– Tú tienes una familia y una vida. Yo sólo tengo mi carrera.

Tina se encogió de hombros.

– Podrías tener más, si quisieras.

– Lo dices como si fuera muy fácil.

– ¿Y no lo es?

Jill iba a decirle que no. La vida era mucho más complicada que todo eso. ¿Pero lo era de verdad? ¿O era ella quien se la había estado complicando todo el tiempo?

El teléfono sonó antes de que pudiera decidirlo. Tina frunció el ceño.

– Todo el mundo sabe que hoy es la fiesta del muelle. ¿Quién iba a llamar hoy?

Jill sonrió.

– Hoy no es fiesta nacional. La vida continúa aparte de Los Lobos.

Jill entró en su despacho y miró las paredes. Las cosas habían cambiado mucho desde que había llegado al pueblo. Si alguien le hubiera dicho, al principio, que se apenaría por tener que marcharse, lo hubiera atropellado con el BMW.

Tina entró en el despacho.

– Es para ti. Un tal Roger Manson.

Jill dejó en el suelo su maletín.

– Eso no es posible. ¿Has dicho Roger Manson?

– Sí. Me ha dicho que tú sabes quién es.

Claro que lo sabía. Era el socio mayoritario de la empresa donde había trabajado. Él era el hombre que no le había contestado las llamadas después de que la hubieran despedido y que le había dado a Lyle su despacho con vistas a la bahía. Así que, por fin, se había querido poner en contacto con ella. Bien. Le diría lo que pensaba.

Se acercó a su escritorio y descolgó el auricular.

– Buenos días, soy Jill Strathern -dijo, resueltamente.